ADELANTO DE LIBROS: "Donde otro no ha llegado", de Herman Schwember

lunes, 16 de febrero de 2004 · 01:00
México, D F, 16 de febrero (apro)- No resulta fácil para los estudiantes de secundaria adentrarse en el extenso poema épico de Alonso de Ercilla “La araucana”, que los maestros intentan hacernos comprender Y no con espíritu didáctico es que el chileno Herman Schwember escribió “Donde otro no ha llegado”, la biografía novelada del conquistador y poeta español Pero Schwember ha conseguido hacernos deliciosa “La araucana”, porque ha sido como su traductor a la prosa y a la historia Y es que el poema de Ercilla, a diferencia de ”La verdadera historia de la conquista de Nueva España”, de Bernal Díaz del Castillo, no es modificable en escritura contemporánea por tratarse justamente de versos, y así su dificultad es grande Schwember ha construido un verdadero prodigio histórico al irnos contando la vida de Ercilla a medida que va metiendo los versos que se refieren a los pasajes del momento, así que el poema se va traduciendo solo Paralelamente, la biografía novelada va llenando a ratos los huecos históricos y nos va haciendo entender el poema como si estuviéramos frente a un libro de interpretación o crítica literaria Editado por la Colección CVESOS en Santiago de Chile, con el patrocinio de la Universidad de Viña del Mar, es difícil que el volumen llegue a México, pero es importante que el lector sepa de este ingeniero Schwember como ganador del premio Revista de Libros de El Mercurio 2000, con la novela “Yo pecador…”, y los poemarios “Crónicas del ornitorrinco” y “Poemas de reinos y exilios” Aquí, el primer capítulo de la biografía de Ercilla: Ver en animales corregidos hombres que por milagro y caso extraño de la región celeste eran venidos El grupo de jinetes atravesó la llanura boscosa y se fue acercando al río, apenas entrevisto, con las últimas energías que les quedaban después de haber pasado, junto con sus caballos, más miserias que las que ningún otro animal podría soportar El brazo derecho de don García, rematado por un guante que le cubría hasta media manga, se alzó, ordenándoles hacer alto Mientras el Capitán General, enhiesto todavía como si se aprestara a participar en un desfile, esperaba a su palafrenero; los demás jinetes se dejaron deslizar a tierra, incapaces ya de desmontar de acuerdo con las reglas Con ánimo a pesar de todo para cuidar de su animal, Alonso dejó reposar las riendas sobre la montura, le pasó la mano por el cuello, deslizándola hasta el testuz y luego, por entre las orejas y los ojos A diferencia de la acogida que siempre otorgaba a esas caricias, esta vez el caballo no reaccionó Con los ojos semicerrados, el cuello y el pecho bañados en sudor por un agotamiento que no era producto de ninguna carrera sino de demasiadas jornadas interminables bajo la lluvia y entre los bosques, los hilos de baba que le colgaban de los belfos se agitaron con las toses y las convulsiones producidas por el descanso inesperado Alonso apoyó la cabeza en el cuello del animal y lo abrazó Sintió el fuerte olor de cada anochecer, cuando hombre y bestia compartían esa intimidad única de los que han aprendido juntos, en la batalla y la aventura, a habérselas con la muerte Bermeo era el ser vivo que había tenido más cerca durante los últimos meses; más cerca que ninguno de sus soldados y que ninguno de sus compañeros, oficiales del Rey; más cerca por cierto que la última mujer que acariciara en la casi olvidada Ciudad de los Reyes; incluso más cerca que aquel indio con el que se trenzó pecho con pecho hasta que con la secreta daga que traía, /cinco o seis veces por el costado/ del bravo corazón tentó la vía Su caballo, sostén de cada día frente a la vida y a la muerte; de hecho, mucho más que compañero y que amante, más íntimo aun que ese enemigo cuyos ojos se murieron frente a los suyos y cuya boca alcanzó a morderlo antes de expirar Pero ahora Bermeo parecía desprender, sobrepuesto sobre el aroma cálido y familiar del sudor, un olor repugnante que lo envolvió como si una putrefacción desconocida los fuera atrapando a ambos Dejando los caballos, los hombres, a cual de todos más harapiento y muy pocos con suficiente ánimo para levantar los ojos, se fueron agrupando alrededor de don García Hurtado de Mendoza, quien no sólo se distinguía por sus ropas casi elegantes que todavía asomaban por debajo del barro que los cubría a todos, sino también por un entusiasmo que lindaba en la provocación a sus disminuidos oficiales --¡Qué maravilla de país al que Dios y Su Majestad nos ponen a la mano! Ya me apronto para salir de caza ¡Con qué gusto saldremos a lancear uno de esos leoncillos! ¿Cómo los llaman los indios, Maestre? --Pangui, Excelencia Otros les dicen pumas --Bueno, bueno Tendremos que acampar hasta que mañana nos envíen los lanchones Maestre de Campo, ordenad todo para la cena y que alcance para los infantes, que llegarán ya de noche Los que todavía tenían fuerzas, intentaron distinguir los signos de vida y actividad en la aldea, sobre la alta colina, al otro lado del río El caserío principal estaba rodeado de gran número de rucas y, por los palos que sobresalían de ellas, cruzándose a la altura en que terminaban las chilcas que servían de muros y techos, los que tenían más experiencia de la región reconocieron los restos del antiguo poblado indígena Señalando la diferencia entre esas rucas circulares y las más nuevas, casi rectangulares, como imitando las casas de los blancos, uno de los oficiales comentó: --Por eso la bautizaron como Nuestra Señora de La Imperial de la No sé Cuánto porque los palos cruzados le recordaron al Adelantado las barras de las armas imperiales --¡Los mismos palos que les metería a los indios por el culo antes de cagarme en sus rucas! --explotó el Maestre de Campo-- Que tal como estamos, habrá sólo mierda para la cena Junto a su amigo Pedro de Portugal, también Alonso había dedicado algún rato a observar la aldea y todo el paisaje que la rodeaba --No eran sólo palos cruzados --aclaró Pedro-- sino imágenes muy parecidas a águilas de dos cabezas, hechas de palo a manera de timbres de armas --Pues ahora, a esta distancia, parecen solo palos cruzados --Es que los alguaciles han mandado sacar las águilas, por respeto al Rey don Carlos, también Emperador Los jóvenes repitieron los nombres del río principal, Cagtén o Cautín, y del otro, de las Damas, cuya confluencia con el anterior apenas se divisaba Junto al pequeño malecón de troncos que, pretenciosamente, llamaban Puerto Cautén, había un falucho de una sola vela y algunos botes, de modo que cruzarlo sería toda una faena En las faldas de las colinas que protegían la ciudad, las sementeras y corrales de los españoles se distinguían de aquellas de los indios por su mayor tamaño y orden Parecía que para los indios la forma del claro del bosque que despejaban para la siembra no tenía ninguna importancia y, dado que nunca tendrían ningún cavuno, los corrales para su ovejas y puercos formaban parte de las rucas Los jóvenes oficiales notaron que en al menos dos terrenos de indios había caballos --Si el Maestre Ramón ve esos caballos, buena la van a tener lo indios ¡Como si nos los conocieras, Pedro! ¿Cómo podría no haberlos visto? La ligera llovizna de la tarde otoñal no impedía observar la gran llanura pero iba humedeciendo las ropas y mojando las barbas de los conquistadores y convertía el suelo sombreado por la multitud de árboles en una esponja que infiltraba las botas rotas y los trapos con que se envolvían los pies La conversación con Pedro le recordó a Alonso que debía atender con urgencia a Bermeo A pesar de la distancia a la ribera, el examen del río lo había convencido de que el animal no estaba en condiciones de atravesar nadando y sabía que los lanchones indios mencionados por el Gobernador eran los mismos estrechos botes que acababan de observar y desde los cuales sólo era posible sujetar a los caballos por las bridas y obligarlos a nadar A falta de Cariolán, su indio de servicio que marchaba más atrás, junto con los infantes, Alonso desensilló a Bermeo con ayuda del palafrenero del Gobernador y después lo guió hasta un claro del bosquecillo demasiado desganado pues, en cuanto Alonso le puso la manea, se echó en la tierra mojada El joven no supo qué hacer Se quedó un rato acompañando al caballo Cogiéndole la cabeza, intentó mirarlo de frente y volvió a desconcentrarse frente a la mirada fragmentada de esos dos ojos mirando hacia los lados, como hacia dos mundos completamente divorciados, como la aldea lejana y el bosque circundante, o los españoles inmediatos y visibles frente a los indios escondidos entre los árboles, o la vida de ese instante, hecha de cansancio, frío y hambre, frente al sueño, el descanso y la nada

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