ADELANTO DE LIBROS: Invierno mediterráneo, de Robert D. Kaplan
México, D F, 26 de julio (apro)- El incansable viajero norteamericano Robert D Kaplan es un reconocido autor de libros sobre sus lejanos periplos mundiales especializados en política internacional, entre los que destacan: Fantasmas Balcánicos, Viaje a los confines de la Tierra y Viaje al futuro del Imperio, este último donde en casi 700 páginas narra su recorrido por Estados Unidos, Canadá y México
Colaborador de la revista Atlantic Monthly, Kaplan nos entrega ahora otra sorpresa y nuevo best seller: Invierno mediterráneo Un recorrido por Túnez, Sicilia, Dalmacia y Grecia (Ediciones B, Biblioteca Grandes viajeros Barcelona, 2004) del cual ofrecemos un fragmento de su capítulo La Bizancio literaria, acerca de sus pasos por las islas griegas La solapa de esta obra asegura:
Kaplan rememora un evocador viaje de juventud por el Mediterráneo fuera de temporada Se han recogido los toldos de las terrazas y ya no quedan turistas, de manera que el clima frío y húmedo lo transporta a una época dorada del turismo Viajes en tren y autobús, travesías nocturnas en barco y largos paseos por distintos yacimientos arqueológicos que incitan a Kaplan a tratar asuntos tan variados como la amenaza beréber a Cartago; la persecución del caudillo Yugurta por parte del ejército romano; el legado del arte bizantino; el filósofo medieval griego Gemísto Pletón, que ayudó a encender el Renacimiento italiano; la literatura inglesa del siglo XX sobre Grecia, y los vínculos entre Rodin y el escultor croata Ivan Mestrovic
“Son páginas repletas de aromas, sabores y la profundidad de los encuentros casuales Invierno mediterráneo empieza en el jardín de esculturas de Rodin en París, recorre las calles polvorientas de Marsella y finaliza con una conmovedora revelación sobre Grecia, mientras el mundo prepara los Juegos Olímpicos de 2004 en Atenas
La anarquía que viene, Rumbo a Tartaria, El retorno de la antigüedad y Soldados de Dios, son otros trabajos publicados por Ediciones B, del mismo Robert D Kaplan, quien actualmente vive con su mujer y su hijo en Massachussetts
La Bizancio literaria de Robert D Kaplan
En Abroad: British Literary Traveling Beteewn the Wars (“El extranjero: Literatura británica de viajes del periodo de entreguerras”), Paul Fussell escribe que “el explorador busca lo que está por descubrir, el viajero lo que ha sido descubierto por la mente que trabaja en la historia, el turista lo que han descubierto para él los empresarios y preparado para él las artes de la publicidad de masas”
Así, la exploración pertenece al Renacimiento, el viaje a la era burguesa del siglo XIX y el turismo “a nuestro momento proletario”, en que las masas necesitan un paréntesis en el tedio del puesto de trabajo
El viaje es trabajo El turismo, por el contrario, exige escaso esfuerzo Fussell explica:
Etimológicamente, traveler [“viajero”, en inglés] es el que padece travail, un término derivado a su vez del latín tripalium, un instrumento de tortura compuesto de tres palos Antes del desarrollo del turismo, el viaje se concebía como un estudio y sus frutos se consideraban como adornos del espíritu, idóneos para la forma del buen criterio ()
Yo he aprendido tanto haciendo de turista como de traveler En los años setenta, conocí a jóvenes que viajaban por su cuenta, capaces de soportar los hoteles más baratos y las más arduas condiciones y que sin embargo se interesaban menos por incorporar algo de la cultura local que por localizar los lugares en los que se vendía hashish A la inversa, me encontré con jubilados que iban en grupo y se alojaban en antisépticos hoteles, pero que eran enciclopedias ambulantes en lo relativo a parajes arqueológicos ()
Yo descubrí The Station, que por entonces llevaba cincuenta años publicada, tras mi primera visita al monte Athos aquel invierno Al final del libro, Robert Byron explica el título: “Este es el sagrado monte Athos --dice, despidiéndose del lector--, estación de una fe donde se han detenido todos los años” ()
Debido a su semiaislamiento garantizado de forma legal, el monte Athos debe haber cambiado seguramente menos en los cincuenta años transcurridos desde que Byron escribió The Station que cualquiera de los lugares que pude haber visitado aquel invierno Uranopolis, el último puerto de la península de Athos en el que se permite la entrada a las mujeres, era todavía, a mediados de los setenta, una ciudad amodorrada de caminos de tierra y casas encaladas de dos pisos, con los marcos de las ventanas recién pintadas de verde y azul cielo Las mesas de los bares y restaurantes llegaban prácticamente hasta la arena de la playa, en un extremo de la cual se alzaba una torre fortificada, del color del hueso de oliva, construida por el emperador bizantino Andrónico II Paleólogo a comienzos del siglo XIV como protección frente a los piratas Los barcos de pesca, de intensa tonalidad anaranjada, reposaban como moscas en la superficie del agua Al amanecer, cuando, cargado de monjes y unos cuantos turistas, el barco partió hacia el monte Athos, la niebla se levantaba sobre el diáfano mar igual que el humo de un incensario
Tras cruzar los límites del dominio bizantino del Monte Sagrado, el barco pasó por laberínticos complejos de monasterios, cuyas paredes y tejados iluminaba de vistosos matices amarillos el sol Al cabo de varias horas el barco se detuvo en el diminuto puerto de Dafni, en la costa meridional de la península, desde donde me trasladé en autobús por una tortuosa pista hasta Kayres, la única población del Monte Sagrado Aquí Byron había encontrado “un aire de actividad, de alegría casi”, tal vez porque venía de un monasterio situado en la parte más remota de la península A mí, que llegaba del mundo exterior, Kayres, que significa “nogales”, me pareció un lugar dominado por un soñoliento silencio Era una mezcla bizantina y gótico-victoriana de plomizas cúpulas remendadas, pizarras rotas, tablas de madera combadas y tejados abombados, todos plenos de encanto y a punto de venirse abajo en apariencia Me acuerdo de una ventana levantada que se sostenía mediante un tarro de olivas vacío metido entre ésta y el alféizar Los monjes, vestidos con sucios hábitos negros plagados de agujeros y gorros cónicos, trasegaban a hombros jarras de aceite, sacos de harina y bombonas de gas Llevaban barbas descuidadas y a muchos les faltaban varios dientes Los viejos me hicieron pensar en tocones de árboles rotos Todos tenían un aspecto famélico Había un letrero:
JARDÍN DE LA VÍRGEN MARÍA, ALEJADO DEL MUNDO SECULAR ESTA TIERRA ESTÁ SUJETA A MILAGROS
El trayecto a pie desde Kayres al monasterio de Vatopedi, en la costa norte de la península, me llevó dos horas y media Anduve por un camino adornado de flores silvestres de fines de invierno El monte Athos, un triángulo veteado de nieve, se erguía detrás de mí como una gigantesca sombra Las paredes divisorias de tonalidad gris pizarra, los imponentes árboles de color verde lima, los olivares y los campos de cerezos y el tañido de las esquilas de las mulas anunciaron la proximidad de Vatopedi, con sus tejados cubiertos de amarillento liquen Era exactamente tal como lo describió Byron, “lozanas huestes de altas chimeneas blancas recortadas en el azul de la bahía de abajo…” Las cúpulas rusas en forma de cebolla alternaban con los campanarios italianos
Los peces hacían borbotear el agua de profundos fosos sobre los cuales revoloteaban los murciélagos Deambulé solo por cavernosos pasillos desnudos como dependencias de hospital, en los que de vez en cuando encontraba un magnífico fresco o una capillita La cena, que tomé con los monjes, consistió en pan rancio, gachas de lentejas y cebolla, agua y manzanas Aunque no acababa de saciar, la comida no era tan horrible como una que detalla Byron: bacalao “salado después que se hubiera podrido bajo un sol de verano… macarrones, embalsamados en el jugo de ubres de cabra cuajado hasta un estridente grado de acidez” La iglesia principal era un azufrado cofre del tesoro subterráneo tapizado de iconos y oro, en cuyos recovecos de oscuridad unos sonoros cánticos ortodoxos parecían invocar a Perséfone para que regresara del mundo de ultratumba
A la mañana siguiente caminé durante otra hora y media, esta vez hasta el monasterio búlgaro de Zographu, situado en el interior de la península, entre las dos costas Hacía frío y llovía Se me empaparon los pies, los calcetines y los pantalones de rodillas para abajo Por fin traspuse con paso vacilante varios puentes y una puerta donde, entre brumosas colinas salpicadas de grandes cipreses y olivares, me aguardaba una serie de enormes castillos No lograba encontrar ni un alma Todo el lugar parecía desierto Entré en la catedral y allí la admiración superó a mi sentimiento de soledad e incomodidad El iconostasio rebosante de oro y plata, medio oculto por nubes de dulce incienso, llegaba hasta el techo como la entrada de un templo pagano Un monje con dientes de oro y rasgos eslavos me sorprendió Llevaba el pelo, de un rubio metálico, recogido con una cuerda Al reparar en mi tembloroso estado, sonrió y me invitó con gestos a que lo siguiera afuera, donde aún llovía, y después al interior de un edificio en el que subimos varios tramos de crujientes escaleras Fuimos a parar a una pequeña cocina caldeada donde había un cocinero con los brazos pegados al cuerpo y las manos colgando a la manera de un gorila Impartió bruscas órdenes a otro monje de expresión idiotizada vestido con ropa harapienta Pronto me sirvieron una comida fría compuesta de gachas de espinacas, arroz con azúcar y café turco
Paseé la mirada por aquella fantástica mansión de cristales rotos y vigas arqueadas ¿Cuántos ocupantes había allí?, pregunté en un vacilante griego “Seis”, me contestaron ¡Seis monjes, algunos de los cuales no parecían estar del todo cuerdos, para habitar aquel verdadero complejo palaciego!
Cuando terminaba de comer, aparecieron dos jóvenes Eran seminaristas ortodoxos rusos de Estados Unidos que realizaban un recorrido del monte Athos Entramos rápidamente en conversación y decidí acompañarlos a los monasterios griegos de Docheiariu y Xenophontos y al monasterio ruso de San Pateleimon, situados todos en la costa meridional El cielo se despejó cuando comenzamos a caminar El sol me secó los pantalones y los zapatos La atmósfera de la parte sur de la península era más típicamente griega Los monasterios tenían más paredes encaladas y la vegetación era menos densa y menos melancólica Durante la breve parada que efectuamos en Docheiariu, los monjes nos trajeron raki, café turco y agua
Nunca había apreciado el agua hasta que viajé a Grecia: allí es la clara, destilada, metálica y vivificante esencia del agua, una delicia por sí sola En Xenophontos la hospitalidad aún fue mayor Nos condujeron a un salón con bajos y mullidos sofás de satén En las paredes había iconos y retratos de emperadores bizantinos y monarcas de la moderna Grecia Allí también nos sirvieron raki, café turco y agua, y aparte, fruta y caramelos con azúcar conocidos como “delicias turcas” (lukumia) El vasto comedor estaba alumbrado con una sola lámpara de gas de diminuta llama A través de una pequeña ventana, mientras terminaba mi sopa fría de lentejas, contemplé cómo el sol se ponía por encima del agua
La conversación que sostuve con los seminaristas ruso-americanos acabó de acentuar el carácter irreal de aquel extraño entorno El día había dado comienzo con una intempestiva lluvia en soledad Después, en el encantado marco de Zographu, había conocido a aquellos dos jóvenes Mientras caminábamos mejoró el tiempo y de modo igual de repentino entré en calor y encontré amistad y hospitalidad por todas partes Olvidé los nombres de mis dos compañeros y cometí la estupidez de no anotar buena parte de la conversación en mi diario De todas maneras, la cuestión de que hablamos no la olvidaré nunca
Fue en el monte Athos, hace más de veinticinco años, cuando oí por primera vez decir que la Unión Soviética iba a venirse abajo Los dos jóvenes ruso-americanos me hablaron de la grandeza de los zares y de la iglesia rusa ortodoxa, asegurando que tanto la dinastía de los Romanov como la iglesia ortodoxa tenían más legitimidad que el régimen comunista presidido por Leónidas Breznev en ese momento Llegaría el día, afirmaban, en que el zar sería venerado de nuevo en “Rusia”, como llamaban ellos al país Yo estaba fascinado y horrorizado a un tiempo Durante toda mi vida me habían dicho, en especial los profesores de universidad, que a pesar de sus crueldades, el sistema soviético representaba no obstante una mejora con respecto a los reaccionarios zares Además, como la Guerra Fría existía desde antes de haber nacido yo, de manera inconsciente daba por supuesta su permanencia Aquellos seminaristas hablaban, sin embargo, con toda desenvoltura de la inminente caída de la Unión Soviética, como si fuera a ocurrir al cabo de una semana Su absoluta certeza me dejó perplejo No aportaron ningún análisis ni explicación Según ellos, se trataba de algo muy simple: al ser impío, el sistema comunista carecía de legitimidad moral y, por ello, Rusia volvería a recuperar su verdadera identidad dentro de poco
Intenté plantear objeciones, pero ellos las desestimaron amablemente con unas cuantas referencias al pasado ortodoxo de la Rusia precomunista Me caían simpáticos, pero no les creí Sí creía, en cambio, en lo que me rodeaba, una máquina del tiempo me había retrotraído a Bizancio: una época en la que la Iglesia oriental imperaba con toda su pasión e intrigas Era difícil allí disentir
Volví a pensar en todo aquello cuando, poco después, descubrí Limones amargos de Lawrence Durrell, en el que cuenta la reprobación de que fue objeto por parte de un joven periodista israelí:
“Ustedes los ingleses –decía éste-- parecen tan… tan rendidos al hechizo del periodo grecorromano que todo lo juzgan sin ninguna referencia a Bizancio Y sin embargo es allí donde se encuentra la auténtica fuente del pensamiento griego, de las costumbres griegas”
La historia de un pueblo moldea su carácter nacional, y esto se reafirma durante los momentos de cambio y conflicto Bajo el caparazón del comunismo, igual que Grecia, Rusia era una nación ortodoxa ¿Cómo se reafirmaría este aspecto?
Con el correr de los años, con la muerte de Breznev en 1982 que desembocó en los reinados achacosos e indecisos de Yuri Andropov y Konstantín Cherchenko, seguidos del de Mijaíl Gorbachov, cuya nueva variedad de autoritarismo de tendencia capitalista derribó, si bien, de modo inintencionado, el sistema comunista, la conversación que había sostenido con los dos seminaristas resonaba con más fuerza Después se produjo el retorno total de la iglesia ortodoxa a la vida rusa, ya “rusa” y no soviética, y luego el traslado de los restos del último zar y la zarina y su consagración como santos
Resultó que los profesores analistas políticos se equivocaban, mientras que los dos jóvenes ruso-americanos que había conocido en el monte Athos tenían razón… sólo porque creían, y creían en un hondo sentido moral La historia está conducida, según aprendí, no por las personas más inteligentes sino por las más comprometidas y no son a menudo del todo racionales Su falta de racionalidad la compensan, sin embargo, con la pasión El monte Athos estaba lleno de pasión Los iconos que allí vi eran manifestaciones artísticas de emoción más que de intelecto o de agudo análisis
Recuerdo que me separé de mis dos nuevos amigos en el monasterio ruso de San Panteleimon, que en vísperas de la revolución rusa había contado con una población de mil 500 monjes: en 1913 Rasputín fue a visitarlo En los años setenta en cambio había sólo una docena de monjes, parias en su país natal La observación que Byron realizara en 1928 mantenía su validez: “Hay un patetismo, casi algo de tragedia –comenta-- en esta mengua, en estos restos de una comunidad antaño floreciente excluida de su país y de sus tradiciones, como una representación de la vieja Rusia en el Egeo”
Entre lo iconos, las columnas corintias y los candelabros pintados de oro, los doce monjes y los dos jóvenes rusos cantaban con fuerza y vehemencia en el servicio de la mañana, compensando con sus voces los cientos que faltaban aquí y que en espíritu retornarían un día, mucho más próximo de lo que yo hubiera podido imaginar
Desde el monte Athos regresé a Atenas, y de allí partí, pasados unos días, hacia Mistra, ese otro polo de Bizancio situado en la península griega