Recordación continental (y II)

sábado, 20 de noviembre de 2010 · 01:00
Como se asentó en la primera parte de este trabajo, se ha intentado una osada síntesis de la evolución de la música en el Nuevo Mundo para estar en sintonía con las celebraciones independentistas en Hispanoamérica. Asimismo, se solicitó ponerle oído a las letras para conjurar la infructuosidad de la empresa. Digamos, para entrar en materia, que la secularización de la música de nuestro romance español (apropiado a su vez del motete italiano) sirvió de contenedor para el corrido. Es de subrayar que las influencias musicales fueron de ida y vuelta, es decir, algunas de las danzas mestizas como la pavana, la chacona (Proceso, 1707) y la zarabanda se colaron hasta las cortes europeas para escandalizar a las “buenas conciencias” de aquellas latitudes.(1) Volviendo a las naves catedralicias nos encontramos con el siglo XVIII, que marcó la transición del barroco temprano al alto barroco y coincidió con el ocaso de la era colonial. Este tránsito se caracterizó por el abandono progresivo de las formas vocales y la creciente importancia de las formas instrumentales. Contra la tácita prohibición del acceso de los naturales a los maestrazgos de capilla --acaparado inicialmente por europeos-- hubo de imponerse su talento con fragorosa timidez para que pudieran ejercer libremente desde los órganos y los coros. El bachiller Manuel de Zumaya, nacido en Oaxaca en 1684, fue un producto típico de la cultura novohispana de su tiempo. Cultivó el género sacro y se sabe que fue uno de los primeros compositores americanos que incursionó en los terrenos movedizos de la ópera. Su inventiva musical asemeja a la de sus contemporáneos Telemann (1681) y Händel (1685), sin que esto implique un plagio, como a menudo se le critica.(2) Justo es mencionar al cubano Esteban Salas y Castro, de quien no acertamos a explicarnos cómo su obra permanece sumida en la más absoluta oscuridad. Su nombre ni siquiera figura en los diccionarios biográficos cubanos, pero se le acredita por ser uno de los pioneros en la diferenciación evolutiva entre la música culta y la popular de América. En la catedral de Santiago se encuentran una misa de Réquiem, himnos, diversas misas, una colección de villancicos y un gran número de canciones.(3) Para concluir ésta panorámica a vuelo de pájaro sobre el siglo XVIII, hay que mencionar que el instrumento que dominó el aspecto profano del arte sonoro fue la guitarra barroca, suplantando a la vihuela y el laúd. En los círculos familiares de aquellos años se cultivaba la música “íntima” vinculada con lo mundano y lo popular. Los teatros de ópera propiamente dichos estaban a punto de aparecer, aunque hay que notar que los teatros de paga venecianos llevaban un siglo de estar en actividad. Hacia finales de siglo y a inicios del XIX comenzaron a popularizarse también el arpa, los clavi-órganos y demás derivaciones con teclado, como los clavecines y los fortepianos. En 1796 se estableció la primera fábrica de pianos en Hispanoamérica por un tal Manuel Pérez, en la calle de Monterillo no. 8, en la Ciudad de México. Basta leer las secciones de anuncios de prensa de esos años para percatarse del auge de la música en la embrionaria sociedad burguesa de entonces: véndese arpa, no de las comunes, sino francesa, maqueada y pintada; su autor, Cousineau; inclusa la caxa y una colección de perritos de porcelana, se dará en 150 pesos…(4) Lecciones de dulzayna, bandola y guitarra pero, sobre todo, un predominio exclusivo del piano con la consecuente creación de literatura propia, a diferencia del violín en particular, cuyo movimiento en el mercado era desde entonces sumamente escaso y que, a la larga, produciría un cultivo precario de la música sinfónica en el continente. Para comprender el panorama que ofrecía la música durante el siglo romántico iberoamericano, basta señalar el hecho de que a la nueva clase social le preocupó desde un inicio asumir la herencia del feudalismo, no solamente en lo económico y lo político, sino también en lo espiritual y artístico. El cultivo de la música pasó de los aficionados imperiales o aristocráticos a los amateurs burgueses. En ese siglo se gestó también el fenómeno donde la música se convirtió en mercancía y el oyente en consumidor. Al melómano ya no se le exigió, como en épocas anteriores, una cultura para acercarse a ella, sino que dispusiera del poder adquisitivo necesario para asistir a los espectáculos de  “músicos profesionales”. Fue el siglo de los virtuosos románticos, del auge total de la ópera y de la incipiente escisión entre intérprete y creador. Asimismo, como derivación del espíritu romántico exacerbado y de las luchas independentistas, nacieron los nacionalismos. Este viaje de cinco siglos está plagado de sorpresas que confirman nuestra ignorancia y la indolencia que ha caracterizado a los promotores culturales que siguen viviendo en pos de concesiones lucrativas hacia un público perennemente inerme. Del niño prodigio José Mariano Elízaga ni siquiera el nombre nos es familiar, pese haber legado mucha música sacra y haber concebido en 1825, en su natal Morelia, el primer intento de Conservatorio en México. Los pianistas Tomás León y Julio Ituarte discutirán en su limbo por qué ni siquiera para calle alcanzó su nombre. Afortunadamente, Pedro Valdés Fraga y Gustavo Campa sí están visibles para los vecinos de la Colonia Guadalupe Inn en la Ciudad de México, pero en el caso de Campa es revelador enterarse que se codeaba con Verdi y Saint-Saëns. El autor del Carnaval des animaux le escribió: Me honra que me pida consejos, pero usted está más en la capacidad de darlos que de pedirlos. Casos análogos son los cubanos Manuel Saumell e Ignacio Cervantes(5) y los argentinos Alberto Williams, Amancio Alcorta y Juan Bautista Alberdi. Por la magnitud de su legado, a Williams se le considera como el artífice del nacionalismo argentino.(6) Sería lícita la pregunta de dónde están los músicos del siglo antepasado de Chile o Uruguay, por ejemplo, y hay que reconocer que sí hubo pero que no trascendieron fronteras por no disponer de verdaderos órganos de difusión nacional. El siglo XX se caracterizó por el auge de los medios de comunicación que hicieron posible que la música de Revueltas se escuche en Bali o que la de Ernesto Lecuona se difunda en Alaska; pero los riesgos de que el miembro más consultado de la familia sea la computadora --con esa inhumana carga de información que cosifica la sensibilidad-- van en aumento y los daños son, quizá, irreversibles. Mención especial merecen dentro del siglo pasado los trasterrados que, huyendo de la Guerra Civil española, anclaron en estas playas para dejarse “descubrir” como seres libres; entre muchos descuellan Manuel de Falla, Rodolfo Halffter y Otto Mayer Serra. España pudo saldar una deuda moral con sus antiguas colonias al desterrar a esa generación de pensadores y artistas en luminoso contraste con la primera oleada de conquistadores, compuesta en su mayoría por mercenarios y analfabetas. A manera de fuga --en cuyo stretto se condensa el material temático previo-- se delinean las siguientes exhortaciones: A todos aquellos que se dejaron abrazar por la música y que cada vez que escuchan bellas melodías ese músico que llevan dentro les patea las vísceras, se les recuerda que Pablo Casals seguía estudiando como advenedizo pasados los 80 años. A los que tratan de evadir la oquedad de sus vidas escuchando estruendosas cacofonías se les recomienda la musicoterapia; así tendrían más posibilidades de salir del atolladero. A los jóvenes compositores, herederos del serialismo y la música concreta, se les ruega que, de vez en cuando, pongan el corazón entre sus abstracciones racionalistas. Y por último, a los padres de nuestra música se les agradece con el alma enhiesta, la consagración de sus vidas a este arte que nos hace vislumbrar fragmentos de eternidad... (1 )En el caso de la zarabanda, por ejemplo, se cree que fue una derivación de los zarandeos de las anahuiani o mujeres públicas que participaban en las danzas masivas de los nahuas. Su primera mención apareció en un texto poético sobre una “música de zarabanda” del novohispano Pedro de Trejo, alrededor de 1560, fecha anterior a las referencias hispanas de la misma. (2) La música en cuba, de Alejo Carpentier, pp. (3) Diario de México, 12, IV. 1808. (4) Se recomienda la audición de la pieza para piano Sofía, de Tomás León (1826-1893), con Silvia Navarrete (Conaculta/INBA, 1998). (5) Se sugiere la audición de las contradanzas de Manuel Saumell (1817-1870), con Raúl Herrera (Quindecim recording, 2002). (6) Se recomienda la escucha de algún trabajo sinfónico de Williams. El segundo movimiento de su séptima sinfonía Reposo eterno está disponible en la página web del semanario, con la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, bajo la dirección de Adrian Leaper (Sony, 2006).

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