Un estrujante "Motecuhzoma II", en Iztapalapa
MÉXICO, D.F., 13 de diciembre (apro).- La función que cerca de mil 200 personas presenciaron en el Cerro de la Estrella de Iztapalapa, no sólo será un hito histórico por haber acercado una ópera completa a un público popular, no: Motecuhzoma II, de Antonio Vivaldi, en la versión del compositor mexicano Samuel Máynez Champion, complementada por los elementos de danza y malabares prehispánicos que la producción del Teatro Blanquito incorporó a su escenario ambulante, consiguió contarle a ese público su propia historia de tal manera entrañable y con tal nivel de calidad artística y técnica, que lo emocionó hasta las lágrimas.
Sin duda, esta función la noche del viernes pasado sobrepasó por mucho a la representada en este mismo teatro ambulante del Sistema de Teatros de la Secretaría de Cultura (proyecto de Susana Cato y Tonatiuh Martínez) en la explanada de la delegación Tláhuac del 19 de noviembre pasado, no sólo desde el punto de vista técnico y artístico, como se dijo, sino debido al escenario natural.
La de Tláhuac es una plaza más o menos grande, rodeada de edificios, si bien bajos, pero el escenario de Iztapalapa es un terreno abierto donde hay árboles y una vista luminosa de cierta parte de la ciudad en la noche, debido a que está en la falda del Cerro de la Estrella, un poquito abajo de donde se efectúa la Crucifixión de Cristo cada Semana Santa.
Eso permitió que a un costado de las sillas y luego de un entablado para bailarines concheros y malabarismos de fuego aztecas junto a la derecha del Teatro Blanquito, el director Francisco Athié (cineasta de Lolo y La noche de San Juan, ésta aún sin estrenar) empleara caballos para simbolizar el campamento español, que fueron montados a todo galope y entraron a saco entre la polvareda levantada y la luz mortecina hasta la tarima para simular la matanza del Templo Mayor que ocasionó la guerra. Fue un recurso espectacular, uno más ante ese de los danzantes y equilibristas del Circo Aztlán (Mario Isaac Ortega y Carmelo Reyes).
Otro elemento nuevo fue el narrador, rol que en Tláhuac jugó el director de orquesta (frente a ésta y de espaldas al público), pero sólo con la voz, y ahora a la izquierda del teatro, junto al grupo musical encargado de los instrumentos prehispánicos, el narrador ocupó un lugar que se iluminaba a cada intervención, lo que produjo un efecto de fuerza más acendrada.
Y algo más: el sonido no falló. Así que la obra arrancó con todos sus elementos, y pudo verse desde el principio la tensión dramática en la voz de Moctezuma (que en Tláhuac sólo se oyó a partir del segundo acto) y meter desde el principio al público con emoción a su iniciación operística (se podría suponer que el 99% de los asistentes jamás ha visto y oído una ópera).
Y, al igual que en Tláhuac, el subtitulaje falló. Pero eso permitió dos efectos positivos: la gente no se distrajo leyendo y pudo disfrutar plenamente del sonido del náhuatl. Incluso vivir durante el primer acto, en pellejo propio, la impotencia de los aztecas al no entender todo lo malo que les llegaba en español.
Además, la obra fluyó sin interrupciones, casi sin silencios muertos, bien puenteada entre una escena y otra. El único mal actor de todo el elenco, Hernán Cortés (José Miguel Valenzuela, barítono), ya en ese entorno casi perfecto hasta se vio regular, desde luego ayudado por esa voz que, como la de sus compañeros, es de primera: Moctezuma Carlos Arturo Mendoza, barítono); su madre Xochicuéitl (Corina Mora, contralto); Cacama señor de Tezcoco (Rogelio Marín, tenor) y La Malinche (Minerva Hernández). La parte actoral se la llevó el espléndido Pedro de Alvarado (Francisco Monragón), cuyo papel en la historia (y en la ópera) es tan nefasto, que provoca magistralmente la unanimidad de repudio.
Un factor adverso, como en Tláhuac, fue el frío, sobre todo hacia la mitad, pero era aguantable (la gente iba bien abrigada), y los intérpretes dijeron no haber sufrido (Moctezuma muere asesinado prácticamente con el torso desnudo, casi se imaginaría uno que muerto de frío). El grupo de concheros aztecas venidos de Tláhuac, jovencitas y jovencitos que bailan como dioses, incansables y entusiastas, preciosamente maquillados y con trajes hermosos, pero al aire libre, resistieron estoicos también el embate del clima.
(Se trata del fascinante Colectivo Tlaltikpac: Martha Nashieli Jiménez, Angélica Granados, Yuriana Urbina, Katerine, Jetzael y Carlos Santa Cruz, Daniel Núñez, Ollin Ehecatl, José Luis Mejía y Adrián Romero).
Una diferencia fundamental fue la reacción del público: en Tláhuac, la asistencia, muy pegada a la orquesta y, como ya se dijo, en un entorno más acotado, se vio más participativa. Además, no tuvo restricciones. La gente comentaba, podía silbar, reír y hasta gritar. De hecho los muchachos no paraban de hablar. Y la gente no paraba de aplaudir. En Iztapalapa todo comenzó en silencio y así siguió, hasta que poco a poco la gente se fue animando a aplaudir, pero el aplauso se perdía en aquel espacio tan abierto.
Según el conteo de las autoridades, entraron mil 150 personas. Y aunque nunca ninguna de ellas se permitió hablar (parecía un público cultivado, pero era en realidad un público cautivado), rompió al final en una larguísima ovación que acompañó de pie a todos.
La emoción general se patentizó no sólo en ello, sino en la expresión de los rostros, en los comentarios de la gente (la del lugar y la invitada) y, sobre todo, en el ánimo de los artistas y organizadores. Fue un espectáculo redondo, digno de presentarse en cualquier lugar del mundo. Pero sin duda en México, y ante un público tan popular, cumplió su cometido mejor que en cualquier parte, porque la temática de la obra no es cualquier cosa: llega al fondo del corazón de los mexicanos, es su propia historia, pero se le cuenta no para darle una lección didáctica o recrearla decorosamente (al fin y al cabo todos la conocemos de alguna manera), sino para ofrecerle una nueva lectura que no se ancla en el pasado.
Eso es lo que propone Gerónimo de Oca, séptimo conde de Moctezuma (el narrador), cuando dice en el epílogo: "¿No es posible mudar de piel con el recuento de las certidumbres, sabiéndonos habitantes del ombligo de la luna?".
Para nada una representación de la nostalgia, sino una confrontación, apoyada en la memoria, con nuestra identidad actual, lo cual no hubiera sido posible sin varios elementos: el primero de ellos su sentido: combinar realmente el mestizaje (que ya apuntaba Máynez al yuxtaponer instrumentos europeos y autóctonos, así como en el uso del náhuatl y español, incluido un pasaje en maya). Pero al incorporar la danza y los malabares indígenas, se logró algo nunca visto ni oído, como por ejemplo un baile de concheros al ritmo de Las cuatro estaciones, del mismo Vivaldi, como si éste la hubiera creado ex profeso para que los chicos de Tláhuac la interpretaran. Si eso se viera en el Teatro La Fenice de Venecia, nadie podría creerlo, ni el mismo Vivaldi; sólo que al aire libre y frente a un público mexicano para nada especializado, resulta una expresión simbólica de la propia identidad.
¿Cómo olvidar, incluso, que fue a unos metros de este cerro (donde los aztecas celebraban cada 52 años la ceremonia del Fuego Nuevo) donde las huestes hispanas marcharon al encuentro con el tlatoani mexica?
Si “Motecuzhoma II” se representara en un teatro cerrado, en un teatro de ópera como el Palacio de Bellas Artes en la versión de Máynez, también cautivaría a un público conocedor. Pero montarla a cielo raso, incorporarle nuevos elementos del mestizaje y llevársela a la gente a su propia casa, y que en lugar de aburrirse salga tan emocionada, fue maravilloso.
Lástima para Máynez, quien concentrado en la dirección orquestal y de espaldas al público, no escuchó (como Beethoven, ya sordo, en el estreno de su Novena Sinfonía) esa ardorosa ovación, de pie, en el Festival del Fuego Nuevo.
Estrenada sin gloria en 1733 por Vivaldi, y reencontrada en 2002 en una biblioteca de Rusia tras estar perdida tanto tiempo, Máynez la reescribió y la adaptó musicalmente con instrumentos prehispánicos para estrenarla en el Teatro Hidalgo del Distrito Federal en dos funciones el año pasado. Con la función de Tláhuac, y ahora ésta, Motecuhzoma II se representa por quinta vez.
¿La veremos alguna vez en el tráiler del Blanquito en el zócalo?