Roger Waters canturrea: ¿debo confiar en el gobierno....?

lunes, 20 de diciembre de 2010 · 01:00
MÉXICO, DF, 20 de diciembre (apro).- Entre las butacas del Palacio de los Deportes resalta, por su discordancia con el resto de la estética, un carrito de supermercado con un letrero en el que aparentemente un miembro del auditorio pide unas monedas para echarse unos tragos. El carrito se pasea por los pasillos del recinto sin que ningún agente de seguridad lo retire. Pasan de las siete de la noche y las miradas de los asistentes se concentran en ese pequeño vehículo y en una figura vestida de blanco que de lejos apenas si puede distinguirse con nitidez. Al parecer, ese mismo tipo, confundido entre la multitud de las primeras filas, arroja al escenario un muñeco de trapo. Ocho hombres vestidos de negro portan unas banderas rojas con dos martillos cruzados entre sí. Frente a ellos, de un micrófono cuelga un traje completamente negro, alumbrado por una luz central. Aquella figura de blanco parece que emerge de entre las primeras butacas y se coloca el uniforme negro ya sobre el escenario. De una monumental pared montada específicamente para el espectáculo resalta una palabra escrita con rojo: Capitalism. Entonces suena un denso bajo con las notas de “In The Flesh?”, la canción inaugural del álbum conceptual “The Wall”, creado hace treinta años por Roger Waters. El fundador de Pink Floyd, tal vez la agrupación de rock progresivo más conocida en el mundo, luce una figura encorvada que se equilibra sobre unos zapatos tenis completamente blancos. El sesentón, con pelo casi completamente encanecido, sacude los brazos, enérgico, con los puños cerrados. El público lo saluda con el mismo gesto, que evoca más a un acto político que a un concierto de rock. Las hélices de un aeroplano no dejan de retumbar en las bocinas. Casi al instante, un avión con detalles de la Segunda Guerra Mundial recorre el inmueble de atrás para adelante, hasta estrellarse con el inmenso muro. Inmediatamente después, torpedos de fuegos artificiales rojos y dorados se disparan como balazos consecutivos, convirtiendo al escenario, por unos segundos, en una pared teñida de colores chillantes. Segunda canción: “The Thin Ice”. Una fotografía de un soldado estadunidense caído en Irak se proyecta sobre el muro. Se trata de una pared monumental que deja en medio un espacio considerable donde se puede apreciar a Waters y sus músicos. Poco a poco brotan más imágenes. Hombres caídos en distintas décadas y lugares del mundo. En esa misma monumental pared se distingue el busto del cantante chileno Víctor Jara, masacrado por la dictadura de Augusto Pinochet. En la galería de “caídos por amor” también se dibuja el rostro del expresidente de Chile, Salvador Allende; del legendario fotógrafo Robert Capa, de Gandhi, Chico Mendes, Martin Luther King y una gráfica enigmática para México: un estudiante sin identificar caído en la masacre del 68. Decenas de fotografías de los muertos por amor, por oponerse a la violencia que les tocó vivir. Y ese mismo muro que el fundador de Pink Floyd levanta sobre el Palacio de los Deportes recuerda a los presentes un augurio terrorífico de George Orwell que para algunos suena a profecía cumplida: “Big Brother is Watching You”. O, lo que es lo mismo, “El Gran Hermano te Vigila”, en clara referencia al poder casi indestructible de los sistemas totalitaristas. “Another Brick in the Wall”, parte uno. Un mar teñido del reflejo de un sol que cae al atardecer mancha todo el ambiente. En esas aguas se percibe a un niño jugando en los andenes de un ferrocarril. Se trata, cuentan los expertos sobre “The Wall”, del mismo Waters, sufriendo una infancia huérfana por un padre que jamás regresó a casa tras ser enlistado en el Ejército. “The Happiest Days of Our Lifes”. La cuarta canción del disco. Del techo cae la figura ridiculizada de un profesor cascarrabias. Es una marioneta gigante con cabeza en forma de martillo, los ojos desorbitados y porta un desalineado traje. La letra de esa pieza habla de cómo los niños sufrían la humillación de los maestros hechos a la antigua, aquellos que se burlaban de sus alumnos y los maltrataban en su afán de imponerles buenos modales. “Another Brick in the Wall”, parte dos. Waters señala al profesor y a gritos le ordena, ayudado por un coro de más de 10 mil asistentes: “Hey-teacher, leave the kids alone” (maestro, deje a los niños en paz). “¡Viva México, cabrones!”, exclama Waters al terminar la canción; más tarde reconoce que es todo lo que aprendió a hablar en español. Después se lamenta, al reconocer que es el idioma con mayor crecimiento exponencial en el mundo entero. En la canción “Mother”, Roger Waters pregunta a su sobreprotectora madre si debe confiar en el gobierno. Él mismo responde a su interrogante en un graffiti escrito en español sobre el inmenso muro: “Ni madres wey”. Los seguidores del británico estallan en un eufórico clamor solidario. La segunda marioneta desplegada para esta noche es justamente la figura de una madre con pantaletas enormes moteadas de color rojo y un sostén gigante del que se quieren desparramar dos voluptuosos senos. Waters le pregunta si se encargará de aprobar a sus novias, si lo resguardará de sus miedos. La madre responde en los coros que no debe preocuparse, pues jamás lo dejará volar pero tal vez sí cantar. Es la tercera presentación del fundador de Pink Floyd en la última década en México. Antes, en 2002, trajo su espectáculo “In The Flesh”, una especie de regreso a los escenarios; en 2007, presentó el álbum setentero“The Dark Side of the Moon”. Sus dos primeras presentaciones fueron el sábado y domingo pasados, y con la de este martes culminará sus conciertos de “The Wall” que, se rumora, serán los de su despedida final de los escenarios. Para sus seguidores del resto de Latinoamérica una noticia fatal, ya que no pisará otro país más en el continente. “Goodbye Blue Sky”. Es casi imposible ser preciso al describir con palabras el bombardeo de imágenes que se proyectan sobre el muro artificial. La misma pared que fue derrumbada simbólicamente con la caída del Muro de Berlín en un espectáculo que protagonizara Waters hace más de dos décadas, al comienzo del fin de la Guerra Fría. Mientras una suave guitarra rasguea las notas melancólicas de “Goodbye Blue Sky”, un avión enorme aparece en el muro. El aeroplano deja caer la estrella de David, el logotipo de la Mercedes Benz, de la Shell, una hoz y un martillo, la cruz de Cristo y el símbolo del dinero. En tanto, una mancha roja como de sangre va cubriendo el escenario. Los utileros montan más pedazos del muro, y cada vez se distingue con menos exactitud a Waters y sus músicos, a quienes va ocultando la muralla. Este anonimato tras la valla tiene una razón más allá de la simple espectacularidad. Waters, cuando montó por primera vez el show, explicó que la idea de un muro que separara a los músicos del público era una manera de criticar la despersonalización de los conciertos masivos, que para principios de los ochenta eran muy comunes, sobre todo en grandes estadios. “The Wall” es más que un concierto atípico. No hay slam ni baile; en cambio, miles de almas atónitas frente al espectáculo multimedia cantan los coros de un álbum plagado de referencias existencialistas, que cuestiona las barreras, “los muros” que implanta la sociedad, desde la familia, la escuela, hasta los gobiernos dictatoriales y la crueldad de la guerra. Se trata de un público que se identifica con ese sinsabor por la vida que, en su momento, sufrió el llamado “genio creador” de Pink Floyd, título que no le gusta para nada a los seguidores del resto de los otros dos principales fundadores de la banda, Syd Barrett y David Gilmour. “Another Brick in The Wall”, parte tres. Brotan del muro diminutas imágenes de pantallas de televisión que se quiebran al instante y Waters canta con furia: “I don’t need no arms around me, I don’t need no drugs to calm me, I have seen the writind on the Wall” (No necesito brazos que me rodeen, no necesito drogas para calmarme, he visto lo que hay escrito en el muro). Una de las imágenes que se destruyen en los minitelevisores es la del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Y antes de llamar al intermedio, Waters entona con su público un canto suicida: “Goodbye, cruel world, I'm leaving you today, Goodbye, goodbye, goodbye. Goodbye, all you people. There's nothing you can say, to make me change my mind, Goodbye”. Se prenden las luces y sobre el muro, completamente tapizado de bloques de concreto artificial, se proyectan las imágenes de las víctimas de la guerra, las mismas que se mostraron al principio del espectáculo. “Nobody Home”. El muro se abre parcialmente y uno de sus rincones simula ser un pequeño cuarto de televisión. En un sillón está echado Waters, cuya ronca voz a veces es opacada por los efusivos coros de la multitud. “Bring the Boys Back Home”. El rostro de una niña escala del azoro al llanto jubiloso por ver a su padre, un soldado de Estados Unidos, regresar a casa. Un redoble castrense acompaña las letras del tema: “Traigan a los chicos de regreso a casa”. En el muro se pintan más consignas en inglés, es una dedicatoria: “Para todos aquellos que tienen hambre y no están alimentados” y “Para todos aquellos que tienen frío y no están arropados”. “Por ellos, regresen a los chicos a casa”. “Comfortably Numb”. Esta es la canción que más resuena en el corazón del público, que canta el coro, por momentos, a gritos: “El niño ha crecido, el sueño se ha esfumado y yo me he quedado plácidamente paralizado”. Waters le da un golpazo al muro que muta el impacto en una esfera multicolor. “In The Flesh”. Waters se vuelve a vestir de negro. Del lado izquierdo de su manga se muestra estampado el símbolo que usó Pinky, el personaje principal de la película “The Wall”, los martillos entrecruzados. El público replica la señal con sus puños y nuevamente el concierto toma apariencia de macro-mitin. Al aire es expulsado un cerdo inflable gigante estampado con el signo del comunismo, del dinero y con la leyenda: “Capitalism”. Waters, ataviado como dictador, toma una metralleta y comienza a disparar al público. Los impactos y sus respectivas ráfagas recrean una verdadera batalla. “¿Hay algunos paranoicos en México esta noche?, pregunta Waters en inglés. “Esta canción es para ustedes: “Run Like Hell”. Mientras suena el tema, el ulular de una ambulancia o una patrulla policial ensordece al auditorio. En tanto, el inglés anima a los asistentes a llevar el ritmo con las palmas. “Outside The Wall”. El muro queda completamente derribado, eliminando la distancia ficticia entre el público y los músicos. Waters se congracia con sus fans y se cuelga una bandera de México. El público se queda de pie y le ruega por una canción más. El espectáculo, lo estipuló bien el fundador de Pink Floyd, únicamente se basaba en la presentación de “The Wall”; sin embargo, el sexagenario le pide a sus músicos improvisar. Suena la guitarra de “Another Brick in the Wall” parte dos, sólo que en esta ocasión Waters le cambia la letra por un coro muy mexicano: “Estás-son-las-maña-nitas-que-can-ta-ba-El-Rey-David”. Sobra decir que la desmitificación de su obra dejó al público con una permanente sonrisa. Con esa ocurrencia termina el espectáculo. Waters no canta más canciones de Floyd ni de él como solista. En las escaleras para desalojar el Palacio de los Deportes sólo hay expresiones vagas que intentan explicar con adjetivos imprecisos la experiencia vivida. Nadie atina más que a balbucear cosas como: “Estuvo de poca madre”, “Lo mejor de mi vida”, “¡Lo más chingón!”.  

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