Surcos de adversidad

domingo, 21 de marzo de 2010 · 01:00
Vivir con el asco y la desesperanza a cuestas es parte de una heredad irrenunciable del mexicano. No habría forma de refutarlo. Fuimos paridos en medio de un dolor ancestral que reverbera en todos los rumbos de la conciencia. Tiempo ha que hambre y hacinamiento dejaron de sorprendernos; al contrario, son aglutinantes de nuestro fatalismo. Y lo mismo podría decirse sobre la fe en el ser humano que entona el Himno Nacional. Damos por hecho que atrás de su patriotismo palpita su proclividad a la mentira y el fraude; intuimos que la confiabilidad de su palabra se esfuma ante una obligación que comprometa su escurridizo presente. Nos asumimos como una raza taimada que se regodea en el fratricidio y que, cual peste bíblica, tiene los gobernantes que merece; sin embargo, sabemos que hay hombres que difieren del molde patrio devolviéndonos algo de la confianza que día con día se evapora de nuestra obcecada mexicanidad. El zacatecano Candelario Huízar (1883-1970) es uno de éstos. Para hablar de sus méritos como persona y como músico, Proceso entrevistó a la maestra Micaela Huízar (1949-), quien se ha echado sobre los hombros la imprescindible pero extenuante tarea de difundir el legado de su insigne progenitor. –SM: A juzgar por las fotografías, una mirada llena de determinación caracterizaba el rostro de su padre, de su postura corporal emanaba un aura de reciedumbre. ¿Qué hay de cierto en esta percepción inicial? –MH: Eso y más. Le bastaba una mirada para manifestarme sus deseos. Con verlo a los ojos entendía yo el agradecimiento por mis cuidados o sus ganas de mandarme al diablo. Desde muy niño tuvo que enfrentarse a la voluntad de su padre, quien requería de otro herrero en la familia. Mi papá pactó con mi abuelo para que lo dejara tocar en la banda municipal de Jerez al tiempo que aprendía el oficio de orfebre. Fue muy listo pues logró salirse con la suya, a la tierna edad de ocho años. En un lapso muy breve dominó la técnica para forjar metales nobles, y quizá de ese primer aprendizaje derivó su templanza de carácter. Ni siquiera la hemiplejía que sufrió durante los últimos 26 años de su existencia consiguió abatirlo. La silenciosa imagen que tengo de él es, en gran medida, la que ha impedido que yo claudique ante las asperezas de la vida. –¿Quiere usted decir que la única forma de diálogo que mantuvo con su padre fue a través de intuiciones? –Así es, yo conviví con un hombre enmudecido que con esfuerzo lograba articular su hemisferio sano. Las únicas palabras que salían de su boca eran los nombres de mi madre, de mi hermana y el mío, y en momentos verdaderamente críticos maldecía dejando escapar un ríspido “chingada madre”. Derramé muchas lágrimas para aceptar su invalidez y, sobre todo, presintiendo el sufrimiento que le causaba saberse un peso para nosotras. Hubo ocasiones en que lo vi partirse por dentro después de haber querido defendernos topándose con la inmovilidad de sus miembros. Puede entenderse el valor que tiene para mí su música, me aferré a ella como una desposeída a quien le allanaron infancia y juventud. Independientemente de su valía intrínseca, en ella reposa el espíritu de mi padre, único asidero que me hablaba de su amor por mí. –Después de tocar en la banda de Jerez, el maestro Huízar se enroló como músico en el Batallón de Zacatecas; cabría preguntarle si llegó a empuñar las armas. –Para un hombre de sus convicciones, no podía haber habido otra alternativa. Era impensable que se escondiera atrás de un atril mientras sus compañeros arriesgaban el pellejo. De hecho, participó como soldado en la cruenta toma de Zacatecas bajo el mando del general Pánfilo Natera. Contaba mi madre que el fragor de los combates seguía atormentándolo en sueños y que dos de sus grandes pesares habían sido los asesinatos de Villa y Zapata. Ignoro hasta qué punto las carnicerías en las que participó dañaron su sensibilidad, pero sí sé que en su música hay un clamor vital por las bellezas de su tierra; basta escucharla para percibir cómo vibra en sus acordes una esperanza que conjura aquellos ecos de muerte. –Podrá parecer peregrino, pero es difícil abstraerse de la idea de que un artista obligado a matar jamás apacigua los coletazos de la memoria. ¿Pudieron tener incidencia en su derrame cerebral las vivencias teñidas de sangre? –No podría aseverarlo, aunque creo más bien que fue una combinación de factores. Como buen zacatecano, mi papá trabajó de sol a sol y, una vez en la capital, siguió haciéndolo al mismo ritmo. Además de sus faenas de tiempo completo como copista, fue maestro de análisis y composición en el Conservatorio, y para redondear un salario que nunca alcanzaba debió emplearse como cornista y bibliotecario de la Sinfónica de México. Antes de las temporadas sinfónicas eran semanas sin dormir para tener listas las partituras. Iniciados los ensayos, tenía que presentarse a las cinco de la mañana en el teatro para supervisar que todo estuviera listo. A eso hay que sumarle que le robaba horas a la noche para componer y que muy a menudo debía cumplir con los encargos de orquestaciones que le solicitaban por doquier. El cansancio fue el desencadenante principal de la tragedia, mas la gota que derramó el vaso se debió a una injusta reprimenda que Carlos Chávez le hizo frente a la orquesta. Un intento de huelga de los trabajadores del teatro que terminó en borrachera impidió que la orquesta comenzara en horario, y ese contratiempo motivó a Chávez para desquitarse arteramente con mi padre. Poco después, durante una comida, la cuchara cayó de su mano y el cuerpo comenzó a morírsele. –Cuénteme más de esa extraña relación entre el poderoso y afamado Chávez y el humilde subalterno Huízar que debía componer al filo del alba… –Ya sabemos cómo se las gastaba el señor director, cuando alguien dejaba de servirle era desechado sin misericordia. Así lo hizo con Revueltas y con tantos otros. Apenas corrió la noticia sobre la incapacidad de mi papá, su oficina de la orquesta fue confiscada con todo lo que tenía adentro y le fueron arrebatadas sus plazas en el Conservatorio. Fue una casualidad que hayan podido recuperarse sus partituras, pues mis padres acudieron al despacho de Chávez para pedirle ayuda y en uno de los anaqueles mi madre distinguió la obra sinfónica que le habían sustraído. Es fácil comprender cómo después del accidente cerebral nuestra vida se volvió aún más amarga. Casi perdimos la casa pues el sueldo de maestra de mi madre era lo que era, y mi adorado padre yacía postrado en una mecedora en la que se desplazaba con agotadores bamboleos del torso. La primera silla de ruedas fue producto de una colecta que organizaron sus alumnos del Conservatorio. En cuanto a mí, cual hija criada en la estrechez, no me restó otra cosa que implorar que el infortunio no arrasara con todo. –Resulta casi inverosímil que usted esté hablando de un héroe de la Revolución y de un músico que fue considerado como uno de los orquestadores y sinfonistas más eminentes que ha producido el país. No en balde escribió Revueltas que Huízar era un auténtico valor de nuestra cultura en cuya música se expresaba un hondo cantar ancestral que conservaba la fuerte contextura de una raza que no había sido conquistada y que no había vuelto hacia Europa los ojos sometidos. Dígame por favor si en algún momento la senda trágica llegó a iluminarse con luz benévola… –Como decía yo, ni siquiera la parálisis hizo mella en su voluntad. Tardó siete años educando su mano izquierda, y cuando al fin lo logró reinició su labor creativa con el brío de un atleta invicto. En la mesa del comedor transcurrió jornadas íntegras de trabajo, de lunes a lunes, que dieron como fruto una quinta sinfonía y una enorme cantidad de orquestaciones y arreglos corales. Poco a poco la adversidad mitigó sus tarascadas y comenzaron a llegar reconocimientos, aunque nunca se sintió cómodo con ellos. Jamás compuso pensando en el reconocimiento o en la retribución material, fue un artífice del sonido que veneró su profesión a despecho de la gloria. –Si está usted de acuerdo, me gustaría que concluyéramos rememorando la ovación que le tributó el incrédulo público de Bellas Artes después de la ejecución de su sinfonía Oxpaniztli a cargo de la Sinfónica de Xalapa, en aquel Festival Huízar organizado por la revista Caballero. Con su sarape adherido al alma, don Candelario recibía las mieses del triunfo como un labriego que reencontraba en un surco de aplausos el herrumbroso arado que labró su soledad. Es prioritario que se sume la aclamación de nuestro tiempo. Hace falta que la nación exalte al humilde y que al soberbio le agache la cabeza.

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