La cueva santa

domingo, 4 de abril de 2010 · 01:00

L

as murmuraciones no se hicieron esperar. Un grupo de hombres solos había comenzado a reunirse cada jueves al caer de la noche en un edificio maloliente situado justo en la Zona Roja del puerto de Cádiz para expiar sus pecados. No faltaron los parroquianos que aseguraron que en otros días de la semana a esos mismos individuos se les veía salir de los prostíbulos adyacentes con el semblante rubicundo. Merced a los rumores acaecidos en ese año del Señor de 1728, al obispo de la ciudad andaluza le zumbaron los oídos, ya que en su luenga experiencia como pastor de almas se había enterado de inenarrables perversiones cometidas por fanáticos que se amparaban en una supuesta anuencia de Cristo. Podía imaginarse cualquier cosa.

Fue así que el ministro de la Iglesia decidió verificar por cuenta propia el sesgo de las actividades de los sospechosos. Despojado de su divisa eclesiástica, el obispo aguardó en un punto estratégico el ingreso del último convidado para aproximarse a su sitio de reunión. Las ventanas no colaban voz alguna; parecía que el extraño ritual era practicado por sordomudos; sin embargo, después de un largo rato el prelado distinguió el ruido típico de los azotes sobre la carne. Gemidos en crescendo apaciguaron de momento las dudas del hombre de fe. Si practicaban el autoflagelo significaba que estaban dispuestos a corregir sus desviaciones. Transcurridas varias semanas, el obispo volvería sobre sus pasos para saciar su curiosidad y sorprender, ahora sí, in fraganti, a los sediciosos mientras realizaban sus felonías.

Nada más alejado de la verdad: Tres jueves más adelante el presbítero alcanzó a distinguir la lectura en voz alta de los evangelios a la que seguían pausas meditativas. Volvióse imperativo conocer el rostro de estos hombres píos tan bien dispuestos a mortificar su cuerpo. ¡Qué importaba lo que hicieran el resto de la semana si cada jueves se acercaban a la palabra de Dios para rectificar el curso de sus vidas! Hechas las presentaciones quedó claro que los cofrades perseguían un fin nobilísimo y que la naturaleza de sus reuniones merecía una sede digna que sosegara la maledicencia. Por sugerencia del obispo, a la cofradía se le denominó Madre Antigua, y se garantizó el usufructo a partir de 1730 de la parroquia del Rosario para sus regulares encuentros.

Instalados en la nueva sede sucedió algo que daría un giro a la historia. Haciendo reparaciones en un muro de la parroquia un alarife descubrió en 1756 un subterráneo que había sido parte de unos viejos aljibes. Para los cofrades la noticia fue más que promisoria. Tendrían a su disposición una suerte de cueva como aquella en la que había nacido Jesús. Ninguna autoridad eclesiástica puso reparo en la adecuación del subterráneo como lugar de culto y, a partir de entonces, la cofradía de la Madre Antigua trocó su nombre por el de Hermandad de la Santa Cueva. 

Los hermanos dispusieron que las paredes de la cueva fueran cubiertas con cal, que el piso permaneciera como terraplén y que una escalera rústica sirviera de acceso. En ese ambiente de austeridad los ejercicios de recogimiento tendrían mayor eficacia, evocándose las palabras del evangelio con la aspereza del entorno. Como era de preverse las reuniones adquirieron aires de santidad y, no obstante su secrecía, el obispado gaditano comenzó a publicitar la devoción ejemplar de la Hermandad. 

Tiempo después hizo su aparición un sujeto que dijo provenir de tierras lejanas. Ingresar a la devota asociación era una de sus aspiraciones más legítimas. De acuerdo a sus declaraciones, el recién llegado era un jesuita que se había ordenado sacerdote en 1761 y que acababa de transferirse en ese año de 1766 a Cádiz. Su familia había amasado una inmensa fortuna explotando a seres indefensos a quienes se les carcomía la existencia en las plantaciones de café. En sus decires los hermanos detectaron una pasión contagiosa que podía equipararse con aquellas del santo de Asís o de Simón el Cirineo. Ademanes y vestimenta delataban la hondura de sus convicciones. En sus ojos vibraba la ira frente a las hipocresías y fatuidades que, según él, seguían crucificando al redentor. A todas luces el aspirante tenía las credenciales en regla para integrarse de inmediato a la elusiva cofradía.

En breve, el jesuita a quien mentaban Padre Santamaría se granjeó el respeto de sus hermanos y por votación unánime fue nombrado director espiritual del grupo. Sus méritos estaban muy por encima del resto de los miembros. No vacilaba en prestarle ayuda a los menesterosos aunque no era muy afecto a los flagelos del cuerpo. Con el puño alzado sostenía que las acciones violentas sólo multiplicaban el odio contra sí mismo, por ende contra los demás, y que la paz interior se lograba con un desapego genuino. Se había horrorizado contemplando las paredes de la cueva salpicadas de sangre. Ciertamente, el dolor de Jesucristo se mitigaba de otras maneras.

En su calidad de director, el Padre Santamaría encauzó las reuniones semanales hacía la lectura específica de las últimas palabras de Cristo en la cruz. Encontraba en ellas la fuerza para seguir transitando por la senda de las privaciones. Gradualmente, los flagelos autoinfligidos fueron desterrados de la congregación. Por un calculado azar el jesuita se vio de repente dueño de la riqueza familiar, pues al morir su padre lo había designado heredero universal. En un arrebato de congruencia renunció a ella, no encontrando mejores opciones que distribuirla entre los pobres y aderezando la cueva con el lujo que convenía a su cometido.

Mármoles italianos recubrieron las paredes y quintales de plata traída de Indias adosaron las puertas del recinto sagrado. Renombrados escultores sumaron su arte para los magnos trabajos de remodelación. Un cierto Francisco de Goya y Lucientes que convalecía en un poblado cercano fue contratado para pintar tres telas.1 Conforme avanzaban los trabajos para la inauguración del hermoso oratorio el Padre Santamaría cayó en la cuenta de la ausencia de una música apropiada. Había aún dinero para pagar los servicios del mejor compositor que pudiera conseguirse. Se barajaron varios candidatos entre los conocedores de las tendencias musicales de la época. El mozalbete Wolfgang Amadeus Mozart fue descartado por sus desencuentros con la curia de Salzburgo, y el italiano Luigi Boccherini fue tildado de frívolo. El músico elegido resultó ser un hombre piadoso que se había labrado un prestigio inmenso con sus cuartetos y sinfonías. Santamaría tomó la decisión sin escatimar un céntimo en la encomienda. Era fundamental que el maestro Franz Joseph Haydn (1732-1809) quedara satisfecho con la esplendidez del encargo, poniendo manos a la obra con el corazón deslindado de reproches. En aquel lejano año de Gracia de 1785 el eminente austriaco escribió:

“Existía la costumbre en Cádiz de interpretar con ocasión de la Cuaresma un oratorio. Para que fuera posible se tomaban las siguientes medidas: los muros, ventanas y pilares de la iglesia se cubrían de negro y sólo una pequeña lámpara suspendida a mitad de la nave iluminaba las santas tinieblas. A mediodía se cerraban las puertas y comenzaba la música. Tras el preludio, el Padre pronunciaba una a una las Siete Palabras. Al concluir, bajaba del púlpito situándose ante el altar. Durante esta pausa se interpretaba la música; y así sucesivamente hasta completar las Siete Palabras con sus correspondientes paréntesis musicales.2 Mi composición debía ajustarse a este programa. No fue fácil dar continuidad a las piezas demandadas sin cansar al oyente...”

Haydn omitió mencionar la satisfacción que le produjo el encargo, empero, fue la composición que eligió para su retiro de los escenarios. Tampoco hizo alusión al mecenas de tierras lejanas que se la solicitó. Conviene asentar que los natales del canónigo Santamaría tuvieron lugar en 1738 en el puerto de la Veracruz de la expoliada Nueva España. El nombre completo del desapegado novohispano fue el de Juan Sáenz de Santamaría, marqués de Valdeiñigo. Su cuerpo recibió sepultura en el oratorio de la Santa Cueva en 1804. Requiescat in paceml

 

1 Los óleos en cuestión se titulan: La Santa cena, La multiplicación de los panes y El convite nupcial.

2 Se recomienda la audición de los siguientes “paréntesis” musicales compuestos por Haydn: El Grave que ilustra la III Palabra: Mulier, ecce filius tuus; el Largo que subraya la IV Palabra: Deus meus, Deus meus, ut quid derelequistine?; y el Lento de la VI Palabra Consummatum est. Para escucharlas por la www acceda a proceso.com.mx.


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