Arquitecturas en movimiento

domingo, 30 de mayo de 2010 · 01:00

Se le ha atribuido a J. W. Goethe haber dicho que la arquitectura es música petrificada. De ser eso cierto, entonces la música vendría a ser una suerte de construcción arquitectónica que se desplaza a través de su propio espacio y su propio tiempo. En otras palabras, la música podría concebirse como una ficción efímera del tiempo, mientras que la arquitectura sería una ficción del espacio que aspira a la permanencia. Como quiera que sea, el paralelismo entre las dos artes existe y da pie para la redacción de este texto que invita a hacer un recorrido por aquellas edificaciones sonoras que se originaron por el influjo de una arquitectura sacra.

Hagamos un preludio. Al mostrar la relación que unía la longitud de una cuerda con la altura del sonido que producía, Pitágoras tendió el primer puente entre la física y la estética equiparando las percepciones de ojo y oído. El sabio descubrió que según el segmento de la cuerda que ponía en vibración, se alteraba la altura de las notas y se generaban sonidos concomitantes. Si la cuerda era interceptada a la mitad, la resultante era la octava de la nota real, es decir, su relación matemática con la frecuencia se establecía en 2/1. Y así sucesivamente, hasta obtener las equivalencias numéricas de los tonos que, a la postre, configuraron nuestro sistema musical.

Desde aquel día, se volvió recurrente el uso de un lenguaje común para las dos disciplinas. Los siguientes vocablos lo confirman: estructura, forma, construcción, ritmo, armonía, volumen y perspectiva. Ambas se sustentan en leyes matemáticas y crean estructuras espacialmente definidas, excepto que aquello que la arquitectura materializa en el plano físico, en la música asume una dimensión “virtual”.

Recordemos que en el Renacimiento se codificaron conceptos provenientes del medievo. A finales del 300 San Agustín disertó sobre la sensibilidad que se despertaba al seguir las correctas relaciones armónicas. Un siglo después, Boezio escribió que las armonías musicales tenían una correspondencia con la armonía del cosmos, teoría retomada por Kepler al imaginar una sinfonía celestial en la que los planetas cantaban a guisa de coro y donde el movimiento de los astros se regulaba por leyes musicales. 

Podemos, inclusive, detectar una influencia recíproca en la evolución de los estilos arquitectónicos y musicales. La música de los primeros siglos de nuestra era parió a la monodia litúrgica, que fue cuando la arquitectura se expresó a través de la simplicidad de las basílicas cristianas, en las cuales, a menudo, era el ábside lo único a recubrirse. De la esencialidad de la basílica cristiana se pasó a las formas prerrománicas del siglo VII hasta el desarrollo, en época medieval, del estilo románico, momento en que los clérigos se abocaron a enriquecer el canto litúrgico, sentando las bases de formas musicales apegadas a principios matemáticos. 

En el siglo XII se inició el proceso que condujo a la escritura, tanto de la altura de las notas como del ritmo; la música asumió una posición autónoma respecto del texto, nació ahí la exigencia de darle forma a las composiciones. Se exhumó la idea pitagórica sobre el nexo entre sonido y número. A mediados de ese siglo apareció en París el Ars Antiqua que coincidió con el gótico. Es cuando surgieron los experimentos constructivos que quisieron imitar la grandeza divina en franca antítesis con la proporción humana. Llegaron a componerse misas para 40 voces, mismas que podríamos equiparar a catedrales sonoras, hermanas gemelas de las obras en piedra.

Una vez en el renacimiento, se desvaneció el empuje místico del infinito y el espacio comenzó a tomar en cuenta a la pobre criatura humana. Las formas musicales crecieron de manera exponencial. El arte del contrapunto alcanzó vetas inimaginables y los instrumentos musicales hechos a imagen y semejanza del hombre iniciaron un proceso inaudito de crecimiento. Las iglesias luteranas redujeron sus dimensiones para que los fieles pudieran entender la palabra de Dios y para que su propio canto tuviera mejor definición sonora. Llegó el tiempo del espectáculo en el que la ilusión se apoderó de las urbes. Los teatros se erigieron como templos y las iglesias barrocas se dejaron influenciar por los sortilegios de la escena.

Anotemos, por último, algunas consideraciones sobre los artífices. En esto encontramos otro símil: los planos del arquitecto funcionan como las partituras del músico; adquieren vida a través de alarifes e instrumentistas. Como escribió Valery: “Las delicadezas de sus trabajos son discernidas para elaborar las emociones y vibraciones del alma del contemplador futuro de su obra”.

Accedamos pues, a las creaciones musicales escritas a partir de arquitecturas con aliento divino. El viaje inicia el 4 de marzo de 1436 durante la consagración de Santa María dei Fiori en Florencia. Brunelleschi se anota un triunfo que lo convierte en héroe, ya que su genialidad desafió pronósticos erigiendo la cúpula conforme a simbolismos. Sus afrescados anillos internos aluden a los círculos concéntricos descritos por Dante. La forma octagonal remite a la mezquita de la Roca de Jerusalén pero también al octavo día en que sólo resta aguardar al Juicio Final.

Se encuentra entre el público Guillaume Dufay, quien conversó con el arquitecto para la manufactura de una música idónea para la celebración. El resultado es el motete Nuper rosarum flores, cuyo texto complace al Papa Eugenio IV que preside la ceremonia. Su estructura cuadripartita emplea una ingeniosa estructura de ocho partes, que hace eco de la forma octagonal de la cúpula.

–Es momento de acercarnos a la catedral de Colonia en Renania. Corre el año de 1850. Un cuarentón con signos de agotamiento físico hace su ingreso. El efecto que le produce la contemplación del edificio le quita el aliento. Piensa que podría componer algo alusivo. Salió hace poco de un sanatorio psiquiátrico y sabe que la cordura está próxima a abandonarlo. De regreso a casa, se impone la escritura de una sinfonía. En el encabezado del cuarto movimiento apunta: Feierlich, que significa solemne. Ya está escogida la tonalidad de Mi bemol, ya que con sus tres bemoles se evoca a la santísima trinidad. Un coral asignado a los trombones da inicio a sus ensoñaciones sonoras; los estragos de la sífilis lo conducen por amplias secciones en tono menor que, pensándolo bien, pueden servir de oda fúnebre para sus propias exequias. El devastado sujeto se llama Robert Schumann. Lega al mundo tantas maravillas que no hay mortaja suficiente para envolverlo.

–Silva el viento de levante en un verano de 1887. Conforme asciende por el Parnaso, el músico percibe el aumento de sus latidos. Es poco lo que falta para alcanzar el santuario del dios de las artes y la medicina. De pronto, los vestigios del templo se yerguen frente a sus ojos y su ánimo explota como si fuera un hombre extraviado que reencuentra su propia divinidad. Hizo bien en traer papel pautado.

La música que escribe se llama: El templo de Apolo en Delfos. Estudió con Tchaikovsky y es tan diestro como instrumentista que estrenó sus tres conciertos para piano. Asimismo, es profesor del conservatorio de Moscú y entre sus alumnos se cuentan Skriabin y Rachmaninoff. Una larga convivencia con la familia Tolstoi da pie para que la esposa del escritor se encapriche con él y para que los pormenores de ese reprobable romance sean expuestos en La sonata Kreutzer. Su afición por el alcohol perturba sus últimos años de vida. Su nombre Serguei Taneyev.

–Es un burócrata de la Secretaría de Industria y Comercio que a pesar de su talento para la música no logra vivir de ella. Compone cuando lo dejan. Su militancia en el partido comunista le cerrará puertas en ese México nuestro en donde se navega con brújulas cargadas. Su amor por la música lo hace interesarse en las vanguardias europeas. Impresión mayúscula le causa su encuentro con la obra de Debussy, cuyos títulos lo demudan; Jardines bajo la lluvia, Doncellas con cabellos de lino y Catedrales sumergidas. Esto último lo arroba tanto que decide hacer un experimento similar con el exconvento de San Francisco de Pachuca, al que le guarda especial cariño.

Sin intimidarse frente al reto acomete la descripción sonora del pozo, del patio, de las escaleras, de los muros y de las celdas. Habrá de dilatarse siete años en acabar la obra, pero han de transcurrir nueve décadas para que el mundo se entere de su existencia. En la partitura de la insólita composición puede leerse su nombre: José Pomar.  l

 

 

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