Como esferas que rebotan

domingo, 27 de junio de 2010 · 01:00
5cb04dea.mp3 0fadafd3.mp3 8b05b0e2.mp3 b8ee7039.mp3 6b7f3320.mp3 A simple vista, el maridaje entre deporte y música de concierto suena improbable, sin embargo, es posible rastrear ciertos vértices en los que varios juegos deportivos han suscitado la creación de obras musicales de envergadura. En el fondo, el nexo entre el arte sonoro y el deporte es tan antiguo como el resollar del tiempo a través de la conciencia. En el inextinguible deseo del ser humano por el juego reside también la experimentación que éste hace con los sonidos; su ordenamiento y manipulación derivan, precisamente, de esa actitud lúdica que lo embarga. Enunciado lo anterior, conviene aclarar que a los hispanohablantes, en específico, nos resulta ajeno relacionar el juego con el hecho de hacer música. Hay una distinción lingüística desconocida por otras culturas que condiciona, en buena medida, los resultados. Tanto el verbo francés jouer, el alemán spielen o el inglés play, por citar algunos, imbrican la acción de tocar un instrumento con el juego que debería llevar implícito. Para nosotros se abre una brecha, a menudo insalvable, al querer tocar y divertirnos, como si le quitáramos importancia, mientras que en otros ámbitos culturales pueden lograrse las combinaciones de jugar tocando o de tocar jugando de manera simultánea, sin que por eso se les reste seriedad o trascendencia. Al contrario. Pero no nos atoremos en retruécanos verbales, digamos para redondear el discurso, que las brechas aludidas son racionales por naturaleza y que en ellas es difícil establecer acuerdos. El universo de las ideas denigra, casi por norma, aquello que requiera sudor y cansancio físico. Al hombre que ejerce sus pasiones mediante el intelecto le cuesta valorar los entusiasmos que nacen del cuerpo y son vividos con inmediatez y espontaneidad. Viene a cuento la frase del flemático Rudyard Kipling sobre “las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que juegan futbol” o el desprecio manifiesto de Jorge Luis Borges por la misma disciplina deportiva a la que calificaba, meramente, como una “forma de tedio”. Con respecto al ínclito argentino es de anotar que aunque haya querido esconderla, tuvo una pasión juvenil por el balompié, incluso fue “hincha” del Newell´s de Rosario, empero, durante un partido recibió un golpe tan violento que quedó inconsciente en plena cancha, truncándose así su amor por el fútbol para convertirse en su detractor. Dispongámonos, pues, a enterarnos de lo que se anunció como improbable y que constituye un aliciente para pretender que en las justas deportivas se escuchara algo más que los himnos y las banalidades musicales que los empresarios fomentan para adocenar a las masas que abarrotan sus estadios, aduciendo que es lo único que aprecian… Cabe aquí la pregunta ¿Cómo podrían degustar algo que desconocen? En primer término aparece una partitura escrita en 1912 por el compositor con la paleta colorística más asombrosa de la historia de la música. Antes de esa ya había compuesto varias obras sinfónicas que retrataban al mar, a las nubes y al crepúsculo, además de haber dibujado con sus lienzos sonoros cantos de sirenas y siestas de faunos. Le quedaban aún seis años de vida pero esta obra intitulada “Juegos” (1) fue la última que logró orquestar. En su curriculum académico figuraban estudios en el Conservatorio de Paris, donde había aprendido a defender su inaudita originalidad. Para sus contemporáneos era un excéntrico que recurría a disonancias y modulaciones inesperadas que agraviaban al buen gusto, no obstante, la Legión de Honor no dudó en nombrarlo caballero. Es así, que el condecorado Claude Debussy (1862-1918) recibió un encargo del empresario Serge Diaghilev para musicalizar un ballet que iba a ser coreografiado por Nijinsky y que tendría como marco una partida de tenis. Inicialmente, Debussy encontró ardua la musicalización del tema propuesto, mas Diaghilev acabó de convencerlo doblándole la paga. Cosa rara en el músico, la obra fue completada en un mes, estrenándose al año siguiente. Los pocos que presenciaron su ejecución fueron incapaces de apreciar la maestría compositiva de Debussy para hacer de un argumento insulso un portento sinfónico de extraña fascinación. Una década y media más adelante, el compositor suizo Arthur Honegger (1892-1955) fue cautivado por los fenómenos acústicos y antropológicos que se generan en una partida de rugby. Su obra sinfónica homónima del 1928 ilustra con particular tino el ritmo abrupto y zigzagueante del juego, los encontronazos entre los jugadores y los enconos de los aficionados. Para Honegger, que había captado adeptos componiendo músicas que pintaban submarinos, locomotoras y pistas de hielo, era importante que la violencia que se desata en las tribunas pudiera canalizarse enfocando la imaginación de los fanáticos hacia una forma abstracta del juego. Naturalmente, la obra no fue aplaudida, pues a los organizadores del “juego de bárbaros practicado por caballeros”  les reditúa que corra sangre de vez en siempre. Para el morbo hay asientos reservados que nunca se quedan vacíos. Más que por su música, el iluso maestro adquirió notoriedad por gritar que “el primer requisito para ser compositor es estar muerto”. Tampoco al bohemio Bohuslav Martin? (1890-1959) le fue negada la pasión deportiva y la posibilidad de plasmarla en sonidos. Su primera obra sinfónica de relieve fue concebida en 1924 para imitar las tensiones de una multitud que aguarda el resultado final de un partido de futbol. Para su gestación Martin? abandonó los parámetros estructurales consabidos y empleó el ritmo como aglutinador formal; un pulso salvaje y descarriado recorre de principio a fin los pentagramas de la obra que fue llamada “Medio Tiempo” (2) Huelga decir que para los críticos de la época resultó un engendro en el que, por si fuera poco, su autor había plagiado temas de Strawinsky. Para amainar el escándalo, Martin? se vio obligado a demostrar la improcedencia de las acusaciones, huyendo de su patria con la esperanza de dejar atrás el mezquino provincialismo que lo acosaba en cada uno de sus acordes e ideas originales. Como remate de la serie de incomprensiones que se ha cernido sobre la música referenciada valga la inclusión de una obra hecha en México que rebosa de méritos pero que no ha logrado situarse fuera de un contexto de curiosidad etnológica. No podía ser para menos si fue creada en una nación en donde las reminiscencias del pasado indígena son apergolladas por sistema. Se trata del Juego de pelota que fue parido por el Grupo Tribu con la idea de recrear las sonoridades que reinaban en las canchas a través de los instrumentos musicales precortesianos. No estaría por demás que recordáramos o, más bien, que le recordáramos a la escuadra nacional, que en nuestro territorio es donde se jugó a la pelota con más vehemencia y más años de tradición que en el resto del planeta. Sobreviven alrededor de 1500 canchas que dan testimonio de cómo las contiendas deportivas eran parte esencial del devenir de los antiguos mexicanos. ¿Por qué si el Calcio florentino se configuró apenas en el renacimiento y el futbol inglés en plena Revolución Industrial no apelamos a los 3500 años que respaldan nuestra familiaridad con la pelota? ¿No son las victorias deportivas producto de una certeza en lo que se es por derecho propio? 1. Jeux en el original. Se sugiere su audición así como la de las otras obras aquí referenciadas. .Para escucharlas pulse la liga de audio correspondiente. 2. Titulada Polocas en checo.

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