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Estro armónico
En honor a la verdad, debo decir que la parte medular de este texto surgió de una conversación con un ciudadano egipcio, a quien recurrí en cuanto tuve conocimiento de los levantamientos acaecidos en su patria. Jamud El-Zenyam contestó con el pragmatismo con que yo lo recordaba desde nuestras andanzas en una universidad norteamericana. Umbrosas, sus palabras uncieron un diálogo de concordancias.
Ante mis preguntas sobre la gravedad de la situación y su incolumidad física, Jamud respondió que tenía insepulta la esperanza de que la revuelta tuviera un desenlace afortunado. Tanto él como su familia estaban bien pero, en su parecer, Egipto seguirá siendo carnada para los depredadores extranjeros, y sus tiranos cambiarán de nombre, mas no sus jugosas mediaciones ni sus execrables vicios. La brecha entre miseria y acaparación ahondándose hasta la náusea con la armoniosa complacencia de los sátrapas que mandan desde lejos. Primero fueron persas, luego griegos, romanos, árabes y turcos; después llegaron franceses y a éstos se sumaron británicos, coronándose la rapiña con las voces carcomidas que emanan hoy de Washington. Sobrepuesta la carroña, el egipcio común debe saciarse con ella mientras sus políticos exhiben sus escrotos blindados y excretan sus desgastadas arengas.
Mi comentario se limitó a acotar que en México no desconocíamos la depredación y que, si él recordaba bien, en nuestras pláticas de antaño nos habíamos divertido encontrando paralelismos entre nuestras respectivas culturas. Yo le había asegurado que además de pirámides, también teníamos momias y que éramos expertos en construcciones faraónicas que sólo servían para que el ilegítimo en turno y su corte de ineptos hicieran gala de empirismo. Incluso, había llegado a mencionarle que por las alcobas supremas había desfilado una primera dama pianista que vivió convencida de ser la reencarnación de Cleopatra. Sus risotadas dieron paso para que abordáramos el tema de mi interés: la música egipcia.
Una vez más, mi amigo cayó en el desánimo al citar la postración endémica con que el arte sonoro se debate en su tierra. De la música de los verdaderos egipcios no quedó rastro, pues no existió notación, y lo que ahora se considera como música típica es una mezcla abigarrada de estilos procedentes de los diversos imperialismos que han socavado la raíz nacional. A pesar de su obcecación como guitarrista clásico para que la buena música reine en su hogar, sus hijos optan por estupidizarce con tecno music y otras basuras como el Black metal que, en su angustioso decir, garantizan la aniquilación del individuo.
Sin posibilidad de contradecirlo, le pedí que me hablara de los músicos formados en Conservatorio y de la infiltración musical de Occidente. Repuso que el encaballamiento con los cánones europeos había ido al parejo de la invasión napoleónica, aunque hubo de transcurrir una centuria para que la simiente fructificara. La Sinfonía Egipto de Yusef Greiss es aquella que inauguró su nacionalismo y data de 1932. Fui reconfortado en mi ignorancia al enterarme que era una obra cristalizada en su emblematismo que poco se ejecuta. De hecho, para la mentalidad imperante, la “mejor” música sobre temas egipcios es obra de forasteros. Salió a relucir la ópera Berenice de Händel, la pieza escénica Thamos, König in Ägypten de Mozart, el concierto egyptien de Saint- Saëns (1) y, naturalmente, la tragedia Aída de Verdi.
Bastó la mención de esta última para que el tono afable de Jamud se tiñera de rabia. Sin negar sus aciertos, mi desesperanzado colega vociferó que las circunstancias que habían favorecido su creación eran reflejo del prejuicio y la incongruencia de su casta gobernante. Nada nuevo para un mexicano, empero, su relato descubre otra veta que hermana el clamor del pisoteado pueblo egipcio con aquel que se amplifica a través del cuerno de la abundancia que le deparó a México su mapa.
Los datos brotan a manera de torrente. Ismail Bajá, el virrey a quien toca en suerte la redituable brega para construir el Canal de Suez, cree necesario que su apertura se adobe con un himno, encomienda que ha de recaer en el compositor más encumbrado del momento. El precio no es impedimento, pues para las arcas nacionales --más bien familiares-- se ha reservado el 15% de las utilidades de la magna obra de ingeniería. (Más adelante los egipcios pierden el usufructo en favor de los ingleses, gracias a sus intrigas para privar también a los inversionistas franceses de su tajada correspondiente). Un tal Draneht Bey, cómplice del altísimo, se encarga de las negociaciones. Dada la afición belcantística del monarca, Bey piensa en Verdi, quien responde que él no compone para ese tipo de ocasiones.
Descartada la idea del himno y al cabo de muchas estratagemas urdidas desde El Cairo, el egiptólogo August Mariette se reúne con el poeta Camille Du Locle para conminarlo a que versifique una tragedia con tintes localistas que, quizá, hará que Verdi mude de opinión. En el ínterin, Bey confiere con Su Excelencia sobre la pertinencia de edificar el primer teatro de ópera de la nación. (Como es de suponer, el costo del edificio --Khedival Opera House-- ha de rivalizar con los de otros teatros de renombre). Verdi se suaviza ante la novel propuesta acarreada por Du Locle, aunque intenta aún zafarse pidiendo una exorbitante cifra que haría desistir a los impertinentes. Los 150 mil francos de oro no perturban a los egipcios, quienes se solazan con la venia del maestro y le ruegan que, además, les haga el honor de dirigir el estreno en el teatro próximo a concluirse. (Otro de los proyectos del virrey es la erección de Ismailia, una ciudad modelo en las riberas del Canal) Nuevamente Verdi se rehúsa, aduciendo vascas en las travesías marítimas, pero propone a un sustituto llamado Giovanni Botessini, que no defraudará.
Antes de que Bey se encorve frente a Bottesini para complacerlo, es de agregar una ulterior exigencia de Verdi: la participación de su amigo Antonio Ghislanzoni para rehacer el libreto en italiano. Orquesta, coro y solistas han de embarcarse desde Italia. Para la manufactura de vestuario y escenografías se elige París como lugar idóneo. No hay por qué escatimar, sin embargo nadie cuenta con la presencia de las tropas prusianas en la Ciudad Luz que impiden que los ricos decorados salgan del continente. Como efecto dominó los preparativos se retrasan y la fastuosa ceremonia de apertura del Canal (17 de noviembre de 1869) prescinde de la obra confeccionada ex profeso; para evitar que el flamante teatro se quede mudo, Ismail le eroga más francos a Bey para montar Rigoletto y se aguardan casi dos años para el cese de hostilidades de la guerra Franco-Prusiana. Firmada la paz, parten los contenedores hacia El Cairo donde, en sólo tres meses, Bey cocina la puesta en escena más onerosa de la historia. Entre elefantes y las joyas extraídas de una tumba apenas saqueada por Mariette que complementan el disfraz de las divas, Botessini empuña su batuta en un estremecimiento sonoro que hará desfallecer al viento mientras la Aída celeste disponga de lunas en su firmamento… (2)
Colofón obligado es la relatoría de la investigación que supuso la charla con El-Zenyam: El banco Franco-Egipcio que participó en la construcción del Canal se trasladó en 1870 hacia otras latitudes debido al acaparamiento del negocio por ingleses. Su nueva aventura financiera se desplazó a México, donde fundió su nombre con el de Banco Nacional Mexicano. Las dotes de Bottesini ya habían sido aquilatadas por el auditorio del Teatro Santa Anna durante el estreno del Himno Nacional en 1854. Ghislanzoni fue contratado con una “pequeña subvención” de Porfirio Díaz para escribir el libreto del drama lírico Cleopatra, de Melesio Morales, que se estrenó en 1891 en el Teatro Nacional (antes el Santa Anna) y así, sucesivamente, hasta entrar en un delta de espejismos que refracta el dispendio --mas no los logros-- de los émulos de Draneht Bey que controlan los cauces del Teatro de Bellas Artes por medio de sus esclusas personales. Merced a su labor, la lírica torna en escalofríos los anhelos de sus adoradores.
( 1 ) Se recomienda la audición de su segundo movimiento en el que su autor incorpora el tema de una canción de amor nubia escuchada durante una travesía por el Nilo. (Gabriel Tacchino, piano. Orchestra of Radio Luxemburgo. Louis de Froment, director. VOX BOX, 1993) Pulse el audio ½
( 2 ) Se sugiere la escucha del concertante del Acto Segundo O, Re pei sacri numi en la mítica interpretación acaecida en julio de 1951 en el Teatro de Bellas Artes, con María Callas como Aída, Mario del Mónaco como Radamés y Oralia Dominguez como Amneris. (Grabación en vivo. DiVa srl. RBA, 2000) Pulse el audio 2/2