Paladín de causas nobles

sábado, 26 de marzo de 2011 · 01:00
En una minúscula localidad húngara, (1) poblada hoy por 846 habitantes, tuvo lugar el nacimiento de uno de los artistas más influyentes del siglo XIX. No obstante su comicidad, su nombre se convirtió en epítome del concertista romántico y del héroe magnánimo, es decir, en una leyenda que no pierde su lozanía. Nacido en 1811 en un hogar de exiguos recursos, el personaje fue bautizado como Liszt Ferenc o, para nosotros, Pancho Harina. Más que oportuno sumarse a la conmemoración de su bicentenario trayendo a cuento, junto a los méritos de su legado, sus nexos con nuestro país y, especialmente, su lucha para que la condición del músico dejara de ser la del sempiterno bufón que debe divertir a una sociedad abyecta que le pone precio a todo.   Además de haberse cimentado como el pianista más extraordinario de su era, las aportaciones del eximio virtuoso redundaron en una acelerada evolución del arte sonoro. Para catar la trascendencia de éstas, amén de las crisis místicas del maestro es menester situarlo, inicialmente, en su contexto familiar. Bien sabemos que la infancia configura al destino, y en este caso no podría hablarse de una genialidad emergida del azar, sino de una combinación de factores en los que la figura paterna fue decisiva.   Adam Liszt, progenitor del aludido, fue un músico amateur que antes de emplearse como tenedor de libros de los terratenientes Esterházy había intentado una carrera dentro de la orden franciscana. (De ahí se infiere el nombre de su futuro vástago.) Demediado en su celo religioso, Adam pretendió estudiar filosofía, mas la precaria economía doméstica se interpuso. Apilando fracasos acabó por matrimoniarse con Anna Lager, una huérfana que trabajaba como sirvienta. Para congraciarse con sus patrones, Liszt padre les dedicaba piezas y lo más que obtuvo fue que lo dejaran tocar en la orquesta que amenizaba las fiestas del palacio de Eisenstadt, aunque, sin aumentarle la paga. En un soplo de generosidad fue transferido por designio principesco a una de sus fincas para administrar a su ganado ovino. Mejoró el sueldo pero el nuevo hábitat desoló a los recién casados. Hacer música en casa ansiando que los vecinos se agregaran era la alternativa para mitigar un aislamiento amplificado por balidos de oveja. En ese entorno ocurrió el alumbramiento del único hijo de la pareja, sobre el que pesarían pretensiones malogradas y sueños irresueltos.   A los cinco años el infante manifestó sensibilidad extrema al sonido y, de inmediato su padre tuvo claro que a través de la música podría conjurarse un futuro nublado por medianías. Un estudio incesante donde se machacaba que incumplirlo ofendía a Dios, pavimentó la senda para que el niño diera su primer concierto. Gratamente sorprendidos, los ricachones presentes enlazaron sus dádivas para que la criatura pudiera instruirse en Viena, meca de la cultura austro húngaro germánica. Ciertamente, el adiestramiento paterno se quedaba corto frente a la capacidad del párvulo. Una carta de aceptación del famoso Salieri bastó para que los Liszt pudieran emigrar con su fardo de ilusiones a cuestas. Abandonada la seguridad laboral no quedó otra opción más que convertir al pequeño pianista en proveedor familiar.   Salieri ofrecía garantías en cuanto a darle forma a las improvisaciones creativas del prodigio, empero, se requería de un pedagogo que se enfocara en el dominio del teclado. Para eso apareció Karl Czerny, un alumno de Beethoven especializado en calibrar movimientos dactilares, quien evaluó al educando y accedió a impartir lecciones cotidianas sin cobrarlas. En tiempo record Ferenc devoró los métodos y fue alentado por Salieri para que una composición suya participara en un concurso cuyo premio consistía en que ésta se publicara. (2) Naturalmente, estaba por detrás la letanía familiar que amedrentaba al niño para que trabajara con ardor. Conquistada Viena, los Liszt supusieron que lo pertinente sería que el Conservatorio de Paris diera los toques maestros. Había dinero de sobra para emprender la aventura francesa. Hecha la audición conservatoriana, se bosquejó un amago de envidia: Por disposición de su director (Luigi Cherubini, de Florencia) se negaba el ingreso a extranjeros… Sin mella aparente, Adam Liszt continuó expandiendo la red social que habría de resguardarlos de penurias y mezquindades. Vinieron conciertos a granel para la aristocracia parisina y cuando el niño tenía aún 13 años se sufragó la puesta en escena de su primera ópera. (3) Con el debut como operista se dio por concluida su educación formal. Llegarían entonces las grandes giras y la consolidación de la gloria, sin embargo, esa era la consigna paterna mientras que para el adolescente el ímpetu musical comenzaba a diluirse entre los deseos de volverse monje. Reprimendas de su papá y llantos maternos lo convencieron para que eso no sucediera. Al menos por un tiempo.   Pero, las vías del Señor son insondables y en el verano de 1827 al joven le dio por enfermarse. Baños termales se prescribieron por orden médica. Durante su convalecencia en Boulogne-sur-Mer, el ubicuo padre pescó tifus, enfriándose en unos cuantos días. No es de extrañar que la noticia fungiera de placebo y que el enfermo recuperara el color. Regresó a Paris rozagante sin siquiera merodear por la tumba de su padrecito, quien fue enterrado por terceros en la ciudad balneario. Honduras inéditas del regazo materno lo obligaron a caer en la cuenta de que la música si era lo que le gustaba y que, más valía que no se atreviera a desentenderse de la manutención de su santa y abnegada progenitora. Lavar ajeno había dejado de cuadrarle.   Con alternancias irregulares, el indómito húngaro hubo de proseguir con los planes preestablecidos por el obcecado difunto aunque, ahora sí, pudiendo regodearse en sus largos periodos de depresión anímica. La vida mundana brillaba por su oropel y los emolumentos obtenidos en las salas de concierto le laceraban las manos tanto, que habría preferido que se las agujerearan como a Cristo. Además, comenzaba a resentir sus profundas lagunas de conocimiento derivadas de su hasta entonces justificable lejanía de los libros. En la lectura encontraría oasis impredecibles que le permitirían sobrellevar las contradicciones de su condición de hombre público que sueña con el recogimiento de una existencia meditativa. Al final de su vida su biblioteca enumeraría más de 20 mil volúmenes.   Las cicatrices de la tiranía paterna eran más reacias de lo imaginado y Ferenc decidió darles carpetazo a sus ominosas huellas. Sin claudicar a su predilección por la música podría seguir adelante merced a la enseñanza y olvidarse de una buena vez de sus exhibiciones como mascota amaestrada de públicos frívolos que enmascaraban su supina ignorancia con las charlas insulsas de su pseudo inteligencia. Para la señora Liszt esa no era una decisión atinada pero, madre al fin, optó por apechugar. A su bienamado crío le sentaban mejor los aplausos que los agradecimientos de alumnos torpes que no valoraban las lecciones de un genio, sobretodo de las descaradas discípulas que no tenían empacho en embarrársele. Transcurrieron varios años de anonimato artístico, inclusive de parálisis compositiva, hasta que surgió en el horizonte parisino un astro que sacudiría los cimientos de la conciencia del intimidado pianista. Se trataba del genovés Paganini que creaba furores a su alrededor y cuyo virtuosismo era inconcebible sin mediación demoníaca. Unas cuantas notas del italiano bastaron para que Liszt saliera de su apocamiento y se decidiera a emular en su instrumento lo que lograba aquel con el violín… (4) (Continuará)     (1) Se trata del pueblo de Raiding en el este de la república húngara. (2) Se refiere a una variación sobre un tema de Anton Diabelli, quien retó a varios compositores residentes en Viena, entre ellos Beethoven, para que elaboraran más variaciones. Liszt tenía once años. (3) Don Sanche, ou le château de l´amour, estrenada el 17/X/1825 en la Academie Royale de Musique de Paris. Para escuchar su aria Amor, amour, voilá, pulse la ventana de audio 1/2. (Gerard Garino, tenor. Hungarian State Opera Orchestra. Tamás Pál, director. HUNGAROTÓN, 2000) (4) Se sugiere la audición del Gran estudio La Campanella de Liszt basado en la obra homónima de Niccoló Paganini. Pulse la ventana de audio 2/2. (Jorge Bolet, piano. DECCA, 1995)

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