Hipoacusia presidencial

domingo, 15 de mayo de 2011 · 01:00
df67a67a.mp3 44b7aadd.mp3 Desde que Occidente se erigió como órgano rector del conocimiento universal, se ha dedicado a observar al orbe cuando, ciertamente, el orbe no se observa, se escucha. No se mira, se ausculta. De ahí que la música, en cuanto ente ordenado de sonidos, sea un eco de las creencias que moldean a las sociedades y de las abominaciones que las pueblan. En su vitalidad o en su decadencia, el arte sonoro es síntoma de las pulsiones que habitan al ser humano; es también heraldo que surca los espacios silenciosos del tiempo. Hija del hombre, la música se estructura como la vida comunitaria y sus mutaciones anticipan los movimientos sociales. Con sus códigos específicos aventaja al resto de las cosas, porque se aventura hacia el terreno de lo posible, con más celeridad de lo que la realidad material lo hace. Como sugiere Jacques Attali, ella hace oír el mundo nuevo que, poco a poco, se volverá visible. En contra parte, profetiza con la disolución y la violencia de sus contenidos, el derrumbe de la civilización que la engendra. No debe asombrarnos, entonces, que a los músicos se les excluya o se les sacralice. El poder inmaterial que manejan derribó los muros de Jericó pero también levantó la muralla de Tebas. Carlomagno afianzó la estabilidad de su imperio decretando, aún con la fuerza militar, la práctica del canto gregoriano (1) y Ricardo Corazón de León ganó batallas merced a las canciones que ordenó componer en contra de sus adversarios. Fuego central de la sensibilidad humana, la música ha sido siempre, tanto vehículo y portavoz del poder, como augur inquisitivo de sus tácticas de represión y censura. Asimismo, sigue siendo un instrumento privilegiado de subversión pero, aquí radica lo esencial, posee los atributos para convertirse en herramienta para la temperancia personal y la pacificación colectiva. Lo han sabido todos los gobiernos y todas las religiones, el mejor modo de coaccionar la voluntad humana es mediante la calculada dosificación de las manifestaciones artísticas. El proselitismo perfecto se urde cuando se suprime el cedazo de la razón y se apela a las emociones. Así ha sido y sobra refutarlo, sin embargo, ahora que nuestra mirada se quebranta cada día más por los estragos de una guerra sin consenso y que nuestro futuro inmediato se revela como una abstracción siniestra, es cuando se vuelve prioritario que evaluemos a nuestra tambaleante sociedad con criterios que difieran de credos publicitarios y consignas gubernamentales. ¿No es la vacuidad de la música que se nos impone un reflejo prístino de la pobreza educativa que nos aqueja? ¿No reside en su ruidosa oquedad una prueba de la descomposición que nos corroe? ¿Cómo podemos catar qué opciones todavía nos restan si el entorno en su totalidad se manipula para impedir el diálogo con nosotros mismos? ¿Cómo podemos aspirar a una existencia serena si el silencio se nos arrebata en pos de un progreso que se materializa carcomiéndonos? ¿Puede existir alivio frente a la constatación de que el último aliento de nuestros muertos fue exhalado mediante una crueldad inaudita? Concedámosle la palabra a uno de los sabios más preclaros de la antigüedad para que nos ayude a hallar respuestas y, quizá, a mitigar la desesperanza. Escribe Platón que para que cesen los males es preciso que los filósofos se hagan soberanos o que los soberanos se vuelvan filósofos y subraya que, de preferencia, es el filósofo quien debe gobernar porque sólo él posee el verdadero conocimiento, el conocimiento de las ideas y, entre ellas, la idea suprema del bien. Se torna espontánea la sonrisa: ¿Manifiesta nuestro actual soberano alguna inquietud filosófica que vaya más allá de legitimar su permanencia o, acaso, expresa alguna duda con respecto a las ideas que profesa? ¿Ha logrado diferenciar el bien de la mayoría del bien de sus allegados?... Ahondemos en las disquisiciones del ateniense. En el libro III de La República nos dice que la educación de los custodios del Estado o, propiamente de los guerreros, se fundamenta en tres disciplinas: En la musical para templarles el alma; en la gimnástica para formarles el cuerpo y en la filosófica para forjarles el carácter. Podemos abrir el encuadre: ¿Ha habido en los últimos sexenios algún mandatario que se haya ocupado, allende su demagogia, de revertir el deterioro del sistema educativo nacional? ¿Se han interesado los beneméritos titulares de la SEP en fortalecer el estudio de la ciencia musical y de la filosofía en sus aulas? Y, yéndonos un poco más lejos en lo concerniente a los custodios del Estado en general, ¿no tuvimos, incluso, a un gimnasta consumado a cargo de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público? Mas no interrumpamos el diálogo con el pupilo de Sócrates. En otro pasaje de su obra magna refiere que la música es alimento de la virtud, por ende, toda conversación sobre ella debe conducir a lo hermoso y, más importante aún, advierte que para evitar conflictos es menester que la educación se mantenga pura y que no han de modificarse las reglas de la música, pues haciéndolo se alteran las leyes fundamentales de la gobernación. Hagamos un paréntesis para preguntar a qué tipo de música se refiere. Y la contestación está, igualmente, estipulada. Recomienda aquella que contenga armonías frigias y dóricas, por su idoneidad para la educación de los guerreros, desaconsejando, por supuesto, las que conduzcan al placer vulgar y estulto. (2) No es momento de abundar en las particularidades de las armonías citadas, en cambio, sí podemos inquirir: ¿hemos escuchado en algún discurso oficial la más remota alusión al culto de la belleza como detonante de la virtud? ¿No estalla en el oído el nexo entre nuestra corrupción socioeducativa y el tipo de música que se oye por doquier? Por lógica, sería lícito cuestionar: ¿cuál es la clase de placer auditivo al que nuestros jerarcas se acomodan? ¿Si ellos se arrogan la facultad de irrumpir en la privacidad de sus gobernados, no tendríamos nosotros, en cuanto ciudadanos, el derecho de saber cuál es la calidad de melodías que circulan en sus residencias? Con claridad meridiana fluirían muchas respuestas. ¿Podríamos dudar sobre la magnificencia musical que imperó en Los Pinos durante la gestión del panista previo? Ironías de lado, es oportuno recurrir al libro oracular chino para tocar fondo de manera colectiva. Lo masacre cotidiana de inocentes nos lo exige. Reza el I ching que cuando la familia está en orden todas las relaciones sociales de la humanidad se ordenan. Comencemos, pues, por las yagas de quienes se sienten aptos para ligerear los destinos de la nación. A ver, señores políticos, ¿Cómo anda la relación amorosa con sus parejas? ¿Han logrado ponerle coto a sus maltratos e infidelidades o, al contrario, se sienten muy orgullosos de ello? ¿Y su progenie? ¿Cuántos de sus vástagos son alcohólicos o, mejor aún, cuántos se les han muerto de sobredosis? ¿Y ustedes? ¿Cuánto invierten diariamente en su consumo de drogas? ¿Le seguimos? ¿Queremos hablar, realmente, de su falta de congruencia en todos los órdenes de la vida?... Preferible enderezar el oído a nuestras propias disonancias familiares. Al escucharlas con el corazón bien dispuesto, se nos revelarían los modos de sanarlas y pretenderíamos con menor rispidez que nuestros dirigentes hicieran el trabajo que rehuimos. Los supuestos líderes a quienes, supuestamente elegimos, no son del todo responsables de las amarguras que nos depara nuestra sordera aunque, cabe una salvedad, debido a la alarma que resuena en cada rincón de nuestra conciencia con esta infausta guerra que no pedimos pero que sí financiamos. Dada la obstinación sorda de nuestro jefe máximo en el combate frontal contra una serpiente bélica que se muerde la cola permítasenos, al menos, derivarle un consejo: En sus Noctes Atticae narra Aulo Gelio cómo los espartanos, combatientes sin par, se apegaban al sentido de la mesura y la moderación confiando en los ritmos de su música. Estaban convencidos, y sus victorias lo reconfirmaban, de que al afrontar al enemigo nada era más conveniente para acrecentar el valor y el coraje, que moderar el ímpetu agresivo de sus soldados con sonidos armoniosos…     (1)   Se sugiere la escucha del Dies irae gregoriano. (Coro de monjes de la abadia de Saint Maurice & Saint Maur de        Clervaux, Luxemburgo. Live recording. S/A) Pulse el audio ½. (2)  Se recomienda la audición del primer himno délfico a Apolo de autor anónimo que data del 138 a.c. Es uno de los poquísimos textos que se conservan de la antigua música griega. Desafortunadamente no sobrevivió ningún texto musical previo al siglo II a.c. (Juan Cruz Varela, clarinete. Patricia Nin, arpa. Live recording. S/A) Pulse el audio 2/2.

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