Notas desde la infancia

martes, 3 de mayo de 2011 · 01:00
235e97ee.mp3 c5c51b90.mp3 36e0a33b.mp3 b00d6b5b.mp3 c6376f20.mp3 Érase una vez, hace muchos años, una familia que vivía muy cerca de un enorme castillo. Esta familia se componía de una pareja y de sus dos hijos: una niña de cabello rizado y ojos azules, y un niño regordete e inquieto. El castillo se había construido sobre la cima de una hermosa montaña que se cubría de nieve durante el invierno. Corría a sus pies un río cristalino que era espejo de la vida del pintoresco pueblo. La madre tenía una bella voz que entonaba para arrullar a sus críos y el padre era violinista. La joven señora se ufanaba al relatar que ambas criaturas habían mostrado sensibilidad al sonido, incluso, antes del alumbramiento. Durante la angustiosa espera que precedía a los partos, los padres habían dedicado muchas tardes, merced a la música, a provocar reacciones en sus retoños. El vientre de la mujer semejaba la membrana de un tambor que se percutía desde adentro al escuchar ciertos sonidos del violín o entraba en una calma parecida al oleaje de un mar apacible con las notas graves de su voz. La niña se llamaba Ana María y había nacido cinco años antes que el varón, a quien habían bautizado con cuatro nombres; Gottlieb era el más curioso. El papá se encargaba de educar a los niños. Este hombre sabía que la existencia sin música es error irreparable, por lo tanto se empeñaba en ser un buen maestro para sus hijos. Cuando aprendieron a distinguir los colores les enseñó el nombre y los sonidos de las notas musicales. A los 3 años, cuando fueron capaces de hablar con soltura, se encargó de ponerles las manos en el clave y de revelarles los secretos de la armonía. Esto no fue difícil, pues el niño soñaba con parecerse a su padre y la niña disfrutaba, con cada lección aprendida, los cariños que le hacía su papá. Su pueblo natal era festín para ojos y deleite para oídos: iglesias y palacios exquisitamente adornados frente al marco de verdes montañas; bosques opulentos y música, música por doquier: en las plazas, en los salones de baile y, por supuesto, en los hogares. Música viva, compuesta en el momento, para dialogar sin palabras. Los únicos medios de comunicación eran las gacetas locales y la carroza del correo que dilataba largo tiempo en llevar noticias frescas de un lugar a otro. Los infantes aprendieron a hacer música de la manera más natural posible: como juego y por imitación espontánea. Alternaban sus travesuras con la práctica cotidiana que supervisaba su progenitor. Nunca irían a la escuela, pero la dedicación de su padre compensaría sus lagunas de conocimientos. Como regalo para la princesita que acababa de cumplir 9 años, el señor de la casa realizó un acto de amor supremo: en un cuaderno pautado compuso varias obras pensando en el desarrollo musical de la niña; previsiblemente, el hermano entró en competencia y usó su genialidad para tocarlas mejor que ella. En una de las páginas el orgulloso padre anotó para siempre: Este minueto con su trío fue aprendido en media hora por el pequeño Wolfgang Gottlieb el 26 de enero de 1761 a las nueve y media de la noche, justo antes de su quinto cumpleaños.([1])  Meses más tarde, el Mozart niño dejaría fluir la creatividad que anidaba en su interior a la manera de una portentosa inteligencia que juega con los sonidos, y los progresos serían tan formidables que su padre ya no necesitaría corregirlo, sino que le tomaría ideas prestadas que haría pasar como suyas.([2]) Antes de cumplir 9 años Wolfgang había compuesto 10 sonatas para violín y clave, 5 sinfonías, un aria para tenor, un motete y un libro con 43 piezas escrito en Londres. Sin embargo, el mundo no estaba listo para percibir la magnitud de este prodigio infantil que escogió el equivalente latino de Amadeus para subrayar su amor a un Dios que supo manifestarse en él sin reticencias. Los vuelos de su imaginación nunca le dieron tregua deteniéndose cuando se completó la pasmosa cantidad de 626 obras. Poco antes de cumplir 36 años, postrado en una cama desvencijada y en una ciudad ajena, al perenne infante lo asalta una visión febril: Las torres de aquel castillo que atestiguó su niñez se ven envueltas en nubes violetas y a través de sus ventanas emergen las estridentes voces de los príncipes y duquesas que conoció a lo largo de su vida. Su madre le canta la última canción de cuna. Entre brumas logra ver a su padre mientras recibe una ovación en la Corte de Salzburgo. Sonriendo, el ovacionado se acerca al moribundo para susurrarle: “Hijo mío que estarás en el cielo, tu música será un bálsamo para los bienaventurados que sepan acercarse a ella con el corazón desprovisto de orgullo. Nuestras fatigas compensaron el desarrollo de tu talento. Descansa en paz, la potencia de la estirpe que llevas en la sangre se manifestará por los siglos de los siglos, amén...” Entonces Wolfgang cierra los ojos al tiempo que su hermanita lo toma de la mano para emprender una última carrera a campo traviesa, mientras la tierra les canta a través de miles de florecitas silvestres  y... colorín colorado, este cuento ha terminado. El relato anterior pertenece a las notas que acompañan a un disco compacto llamado Mariposas del paraíso --título que remite a la tradición árabe que así simboliza a los niños por su transitoriedad y belleza-- que se presentó oficialmente en el Hospital Infantil de México Federico Gómez durante la pasada ceremonia del Día del Niño, en la cual se conmemoró el 68° aniversario de su fundación. Junto a la entrega de regalos para los infantes hospitalizados se escucharon fragmentos del disco cuya parte medular incluye obras compuestas por niños. Eje central del repertorio es la producción mozartiana mencionada y alrededor de ésta, lo que niños de otras épocas compusieron. La primera Polonesa de Chopin escrita a los 7 años, el Playfull Pizzicato de la Simple Symphony del niño británico de 10 años de edad Benjamin Britten, y el estreno mundial de una pequeña Polka escrita por Manuel M. Ponce a sus tiernos 6 años de vida, son algunos de sus conmovedores ejemplos.([3]) En el decir de los presentadores, la iniciativa artística nació del doctor Romeo Rodríguez, director del nosocomio durante la década de 1993 a 2003, quien convenció a la compañía Nestlé-México para que patrocinara el proyecto discográfico, amén de haber convertido su gestión en una cruzada para sacar de la orfandad terapéutica a los niños más desamparados de la nación, aunando la más depurada ciencia médica con los beneficios que las manifestaciones artísticas ejercen en el espíritu y el cuerpo del pequeño ser humano. Es digno de nota que uno de los murales que el doctor Rodríguez obtuvo en donación para el hospital y que funge de portada del disco, fue concebido por un pintor otrora niño de la calle, que redimió su condición existencial a través del arte.([4]) Otra de las bondades del fonograma que es justo destacar es que logró reunir a renombrados músicos mexicanos --entre ellos la soprano Irma González (1916-2008) (Proceso, 1677)-- quienes, de común acuerdo, cedieron sus derechos para que el producto de las ventas se destinara para la promoción del arte dentro del recinto hospitalario. La maestra González llevaba dos décadas de haberse alejado de los escenarios pero accedió a cantar por tratarse de una iniciativa de esta naturaleza. Al momento de grabar la famosa canción de cuna de Brahms, tenía 88 años de edad. Ocho largos años de espera precedieron el parto público del disco. Desde estas páginas nos sumamos a su causa y auguramos que su vocación se cumpla a cabalidad.  
([1]) Se sugiere la audición del Minueto für Nannerl de Leopold Mozart (1719-1787). La grabación que se ofrece en la página proceso.com.mx. constituye un estreno mundial. ([2]) Se recomienda la escucha del Minueto Kv 1 c compuesto por Mozart a los 5 años y de la Contradanza Kv. 15 a, perteneciente al London Sketchbook. (También disponibles en la www) ([3]) Se sugiere la audición de las obras referenciadas en la audioteca del semanario. ([4]) Se trata del mural Éste es mi mundo, de David Correa.  

Comentarios