Sones de cripta
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En un letrero inocuo se leía: Stair to Sub-Basement y para llegar hasta ahí hubo que descender primero al subsuelo del edificio donde se ubicaba la lavandería. Fue necesario que “AF” codificara con los nudillos un golpeteo para que la puerta nos fuera abierta. De inmediato, un tufo acre me hizo volver a dudar sobre la pertinencia de estar ahí, a media noche, para concurrir a una fiesta a la que no debía haber sido invitado. Ante nosotros, como un umbral del averno, se desplegó una escalinata que nos condujo al pasadizo que desembocaría en el corazón de la sociedad secreta.
Luces fluorescentes descubrían la sordidez del sitio. Junto a ductos de aire y tubos de desagüe las paredes exhibían espeluznantes graffiti. En armarios abiertos se entreveía basura de todo tipo, turbando mi atención un altero de huesos de apariencia humana. Con su agitado caminar, “AF” me obligaba a seguirlo sin atender mi malestar ni las viscosidades que pisaba. Al final del conducto noté una fila erguida de colchones que me produjo vascas por las manchas multicolores que los recubrían, siendo particularmente notorias las huellas de sangre. Ante eso fue imposible quedarme callado. ¿A dónde diablos me traes? Sediciosa, la respuesta me sumió aún más en la incertidumbre. –No te preocupes, ya verás lo bien que vas a pasártela… dijo “AF” escrutándome con malicia. Sin embargo, la pregunta me la hacia a mí mismo, sintiéndome cretino por haberle hecho caso al sonsacador Virgilio, a quien me unía una amistad endeble. Acaso había de su parte para mí un agradecimiento forzado. Yo era su maestro, no obstante nuestra cercanía de edad, en los cursos que el Spanish Department de la universidad de Yale impartía a los alumnos del College.
¿Qué hacia yo allí con el rostro retorcido por el hedor que volvía irrespirable el aire? ¿Por qué tenía que exponer mis oídos al volumen demencial de la pseudo música que nos aguardaba al trasponer la última puerta? ¿De veras iba a ser motivo de privilegio asistir a un convite reservado para un grupúsculo de elegidos?...
En un tris reconocí que mi curiosidad había rebasado el límite de mis inculcadas prohibiciones. “AF” era un freshman proveniente de una de las familias más ricas de Nueva York, mientras que yo dependía de una beca completa para poder sufragar mis estudios en la afamada Yale School of Music. Observábamos el mundo a través de prismas contrapuestos; irreconciliable nuestra manera de divertirnos. Al tiempo de mis ayunos cuando cerraba el comedor universitario, “AF” navegaba en el yate de familia o se iba a esquiar en destinos turísticos para multimillonarios. Empero, nos mirábamos con una simpatía que delataba el interés por conocer los enigmas del otro.
Ahondando en nuestras divergencias resaltaba el hecho de que en el verbo desear radicaba su problemática. Al parecer, “AF” lo había tenido todo y, quizá por eso, no sabía qué más esperar de la existencia. En cambio, yo degustaba mi estancia en el soberbio centro universitario a sabiendas de su fugacidad y, porqué no decirlo, de su desproporcionada bonanza. Cómo no sentirlo, si su magnificencia tenía más de quimera que de realidad. Ahí estaba la biblioteca central con sus 18 millones de libros o la galería de arte con sus invaluables lienzos que iban desde Fra Angélico hasta Picasso pasando por todos los demás. Descollaban también los 18 premios Nobel que disertaban en sus aulas, al lado de los 25 premios Pulitzer que se preciaban de su estirpe yalie. Cómo iba a ser posible acostumbrarse a lo extraordinario, si en un sólo día podía almorzarse junto a Jodie Foster, escucharse a media tarde una conferencia de Jorge Luis Borges y antes de ir al concierto de la Yale Philharmonia dirigida por Leonard Bernstein detenerse en la biblioteca de libros raros para echarle una ojeada a las biblias de Gutemberg o a una exposición de manuscritos de Thomas Mann…
En mi caso particular, los plácemes eran cotidianos. La escuela de música abanderaba una tradición que desafiaba lo imaginable. Cubículos de estudio a granel con temperatura perfecta y pianos de cola, salas de concierto con acústicas de ensueño, seminarios con los mejores cuartetos del orbe, lecciones con los solistas más renombrados, amén de ser depositaria de los saberes de verdaderas eminencias. Paul Hindemith (1895-1963) había estructurado el departamento de teoría; Horatio Parker (1863-1919), Cole Porter (1891-1964) y Benny Goodman (1909-1986) habían pertenecido al cuerpo docente y entre los exalumnos sobresalía Charles Ives (1874-1954), (1) a quien se le rendía tributo por su talento para amasar fortuna como artífice de los seguros de vida. Cómo olvidar la fastuosa Music Library si no había partitura, por preciosa que fuera, que no custodiase. ¿No habían aparecido por casualidad entre su arsenal de tesoros unos corales inéditos de Bach, que ni Alemania sabía de su existencia? (2) ¿No había yo presenciado con el azoro a flor de piel su estreno mundial?
Mas a pesar de lo dicho, la ambivalencia me asaltaba sin pudores. No podía haber tanta gloria sin una contraparte oscura. Había que vivir agradeciendo las posibilidades de estudio que la universidad brindaba, pero no podían cerrarse los ojos ante el precio que el cosmos pagaba para lograr su florecimiento académico aunado a su superávit financiero. No eran fortuitos los botines de guerra ni la cooptación a los cerebros más desarrollados del planeta. Tampoco podían perderse de vista el encubierto racismo ni el eficaz condicionamiento a los futuros regidores de los destinos de la humanidad para que siguieran profesando su hipocresía y el culto por sus antidioses. ¿No había una precisa currícula escolar diseñada para capacitar a los amos del despojo? ¿Debía sentirme orgulloso de haber transitado por el mismo pasillo donde Hillary y Bill Clinton se dieron su primer beso? ¿Podía existir regocijo en saber que George H. W. Bush y su despreciable crío dejaron sus sudores en el mismo gimnasio donde yo ocasionalmente me aparecía? ¿Y no podía aseverar otro tanto con respecto a Gerald Ford, a William Taft, (3) a la extensa lista de vicepresidentes, a la runfla de magistrados de la Suprema Corte y a la caterva de “exitosos” empresarios y banqueros? ¿Debía sentirme honrado cuando oía que Yale también educaba a los líderes que trasplantaban la democracia a sus respectivos países, como pensaba hacerlo mi egregio paisano Neto Zedillo?...
Bueno, el momento para entrar a la quintaesencia de los placeres ya no podía alargarse, para eso pretendía infiltrarme “AF”. Por si no lo había entendido, la clase dirigente tenía sus códigos de ingreso y sus métodos específicos para amainar el peso de sus responsabilidades. Huelga decir que los criterios para seleccionar a los miembros de las 14 sociedades secretas diseminadas en el Campus eran rígidos. Se buscaban sujetos proclives a la rectitud y consecuentes con los valores de la familia. No era la cofradía de “AF” de las más exclusivas. Tristemente. En aquella de Skull & Bones sí se cumplía con el ideario estipulado, pero la pertenencia se reservaba a los 15 seniors de mayor promisión y, ¡Bad Luck!, a mi cuate nomás le sobraba dinero. De haberla poseído, me hubiera colado gustoso en el edificio de los Skulls para entonarle un cántico a la calavera de Pancho Villa que reposa ahí en parcial secrecía…
Traspuesta la última puerta se abrió una escena que ni Bruegel hubiera sido capaz de imaginar. Luces mortecinas vibraban en el mármol del piso y hacia la amplia bóveda del domo principal se elevaba una espira de humo con una densidad atroz. Esculturas de cráneos posados sobre alas de ángeles decoraban las paredes. Un estilo gótico prevalecía en el conjunto pero la tiniebla impedía cualquier apreciación estética emanada de la vista. Eran la audición y el olfato los sentidos más castigados en ese reducto del inframundo. Una “música” apta para subhumanos confería el tono opresivo general y, no obstante sus decibelios, se le mezclaban alaridos y jadeos. Tan indescifrable como el vicio era la fetidez que reinaba en el ambiente. El primer ser vivo con que me topé seguía besando a una adolescente inerte después de habérsele vomitado encima; a unos pasos divisé a un par de tipos que obligaban a un tercero a beber la sangre de una gallina recién degollada; como poseída, una joven pasó rozándome mientras perseguía con una daga a un negro al que ya había alcanzado a herir; al fondo, dentro de un domo más pequeño se cometía una orgia interracial en la que cuellos descoyuntados se aplicaban a pubis de razas indistintas, y con eso hago constar la presencia de animales. ¿Con qué bebida quería comenzar? Bastaba con pedirla. ¿Estaba bien iniciar con Sotol para sentirme como en casa?... Sin embargo, la sintonía colectiva no se lograba con el alcohol, para eso se recurría al poder absoluto de las drogas. Bandejas repletas se asentaban en el sarcófago de piedra que presidía la cripta para que los selectos convidados agigantaran el son de sus opulentas miserias…
Nunca como entonces hubiera yo podido caer en la cuenta que si ellos ponían venas y narices nosotros íbamos a cooperar con los muertos. El resto ya es historia
(1) Se recomienda la audición del scherzo de su primera sinfonía, compuesta durante su estancia en Yale.
(Chicago Symphony Orchestra, Michael Tilson Thomas, director. SONY CLASSICAL, 1991) Pulse el audio ½.
(2) Se sugiere la escucha del coral Ach Gott und Herr de la colección de 33 corales inéditos estrenados mundialmente en 1985, pertenecientes al manuscrito LM-4708. (Joseph Payne, órgano. HARMONIA MUNDI, 1985) Pulse el audio 2/2.
(3) Recuérdese que Taft pronunció en 1912 que: “No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalarán en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá, y la tercera en el Polo Sur. Todo el continente será nuestro, de hecho como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente"