Medianoche en París
MÉXICO, D.F. (Proceso).- A veces un artista ofrece una clave importante del conjunto de su obra, casi por accidente, como ocurre con el comentario de Woody Allen sobre la actuación de su protagonista en Medianoche en París (Midnight in Paris; España-E.U. 2011): “Si fuera yo más joven, habría tomado el papel de Owen Wilson, yo no soy un intelectual, pero parezco un intelectual”. El pensador, presente aquí en una toma de Rodin, no es más que el ícono a través del cual el artista Woody Allen contempla el mundo.
Medianoche en París es una caja china de íconos. Una serie de tomas vacías de los lugares más triviales (turísticos) de París, que se suceden al ritmo de la música de Sidney Bechet, sugieren el tono de nostalgia y articulan el espacio de la historia, la Ciudad Luz. Gil (Owen Wilson), exitoso guionista de Hollywood, vacaciona en París con su prometida Inez (Rachel McAdams) y sus suegros; la atmósfera de la capital francesa despierta el anhelo de lo que para él representa la Edad Dorada, los fabulosos 20’s. París estimula también su vocación de novelista serio.
Gil no soporta la realidad en crudo, apenas comparte con su novia un gusto por la comida india, sólo de algunos platillos y, para colmo, el suegro vota por el Lobby republicano, grupo que Gil considera formado de psicópatas y zombies; la cosa empeora cuando aparece Paul (Michael Sheen), el pedante profesor que opina de todo. Pero París convida el viaje gratis a la Dorada Arcadia, esa falacia que, según Allen, todos nos creamos para escapar de la vida que no significa nada. Al punto de la media noche, un automóvil de antaño lo transporta a una fiesta de los años veinte, Scott y Zelda Fitzgerald charlan con él, Cole Porter canta “Let’s do it”; más tarde, Ernest Hemingway, en el Polidor, habla de literatura; Gertrude Stein lo recibe en sus reuniones y opina sobre el manuscrito de su novela.
París es un cofre que guarda otro cofre de donde salen genios como Dalí y Picasso, Man Ray, íconos de la historia de las artes que se expresan como tales, cada uno es su propia efigie; el arte de esta comedia mágica es que las estatuas comiencen a hablar, y que el público se lo crea. Hemingway (Corey Stoll) habla como sus textos, con frases que suenan a puñetazos de boxeador; Gertrude Stein (Kathy Bates), áspera y maternal; Dalí (Adrien Brody), egomaníaco y extravagante. Todo un panteón de personajes que, dentro de la psique de Gil, encarnan verdades eternas. “Podrás engañarme a mí –le espeta a su prometida–, pero no puedes engañar a Hemingway”.
Nada de esto estaría completo sin Adriana (Marion Cotillard), la musa de los genios de la época que inspira a Gil y le abre, a su vez, otra caja llena de maravillas. En el fondo, Gil es un romántico que podría conformarse con sólo pasear en París bajo la lluvia; el romanticismo de Woody Allen es digerible gracias a su habilidad para descomponer los códigos y mostrar los mismos íconos desde nuevos ángulos.