De olores

jueves, 25 de agosto de 2011 · 19:50
MÉXICO, D.F.(apro).- Un momento… ¿ejem! Sobre eso de la higiene tengo… ¿cómo decirlo?... bueno, una idea bien diferente, mejor aún, datos que quiero compartir con ustedes… ¿saben ustedes cual podría ser el “olor a santidad”?. Estas palabras, estimados lectores de la presente, pronunciadas por nuestro común amigo Liborio D’Revueltas atrajeron la atención del grupo. Los más estuvieron porque era una figura retórica que se aplicaba a los que, por su conducta y amor al prójimo eran dignos de lamisca. Uno hubo, el Lic. P. Dante, que dijo que la gordura y la vida sedentaria de algunos santos, como por ejemplo Tomás de Aquino, bien podían ser indicios de que padecieran de diabetes, que en algunos individuos hace que exhalen un olor dulzón. Esta explicación convenció a alguno de nosotros. A otros no. Entre ellos a Liborio, quien declaró: En modo alguno, eso no son más que suposiciones… Sí, sí, no me interrumpas –le dijo a Juan Contreras--, tengo datos que apoyan otra idea… Nadie de ustedes va a negar que lo globalidad en que vivimos, para bien y para mal, en gran parte ha sido conformada y está regida por la llamada civilización Occidental y Cristiana… ¡Carazos! Déjenme que les explique –exclamó cortando de tajo a varios que intentaron cuestionar su exposición de hechos--, escuchen, según historiadores, griegos y romanos de la antigüedad fueron grandes aficionados a los baños, no hay más que recordar la palestra de los primeros y las termas de los segundos para confirmarlo. ¡Ah!, también los árabes eran limpios y cuando se tropezaron con los vikingos, dijeron que, físicamente, eran unos ejemplares magníficos… pero no en lo que se refería a la limpieza. Olían mal, no precisamente a agua de rosas… sí, calma, no desvarío… para ahí voy… pues resulta que, en contraste con griegos y romanos, los primeros cristianos no eran muy amantes del agua. Historiadores dicen que, desde un principio, por aquello del horror al pecado y miedo al cuerpo, por verlo como objeto o sujeto de la tentación, de pecado, sobre todo si se trataba del de las mujeres, los llamados Padres de la Iglesia se opusieron a los baños públicos… y también al privado. Al respecto, Clemente de Alejandría escribió: “Los baños se abren promiscuamente a las mujeres, y allí se desnudan con licenciosa indiferencia… como si su pudor se lo hubiera llevado el agua”. El rebaño de los fieles cristianos se hizo eco de estas prédicas hasta bien entrada eso que llaman, modernidad. Para que se den una idea, apenas si hasta mediados del siglo XIX inició la cultura Occidental y la Cristiana a interesarse por el cuerpo y la higiene, y a apreciar el beneficio del baño… No, no me estoy desviando del tema, sigo dando datos… de los europeos, iniciadores de la globalidad en la que nos movemos, nos dice la historia que se tomaron su tiempo, que portugueses, españoles, holandeses, ingleses y franceses, les tomó unos siglos en adaptarse y en adoptar la costumbre de bañarse… copiándola de diferentes pueblos que iban civilizando, llevándoles la luz del Evangelio en sus diversas percepciones… prosiguiendo con el tema… la historia igualmente nos informa que los primeros cristianos, al creer que la segunda venida de Cristo al mundo estaba a la vuelta de la esquina, poco interés prestaron a la vida terrestre, a la que vieron como un transito, como un destierro del que ansiaban salir, por lo que poco o ningún interés tuvieron en hacer ciudadanos, sino buenos creyentes, beatos, santos, seres dignos de ser admitidos en el reino de los cielos y el medio para conseguirlo estaba en el orar… y castigar al cuerpo, puerta del pecado, por lo que era despreciable, vil. Castigarlo para debilitarlo y no tuviera fuerza para inducir al pecado; debilitarlo privándolo de todos los placeres y de sus necesidades, como la de asearse, con lo que esta ascética austeridad dio en convertir a la limpieza en vicio y a la suciedad en virtud… vean, según datos de la historia, San Antonio no se lavó nunca los pies y Silvia y Melania devotas discípulas y asistentes de San Jerónimo, creían, como su maestro, que los baños ensuciaban el alma. Con el conocimiento de estos hechos y, de ser necesarias, otros parecidos que se podrían añadir, ustedes dirán si no es lógico y legítimo pensar que el mentado “olor a santidad” de los primeros cristianos no era precisamente a esencia de rosas, como comprobaron los árabes cuando contactaron a los vikingos. La perorata de Liborio D’Revueltas no convenció a la mayoría de los presentes, servidor, con dos o tres más, pensamos que era como para pensarse su exposición de hechos. Ustedes, estimados lectores de la presente, ¿qué opinión les merece la misma? No con un adiós, sino con un hasta la vista, si la ocasión se presta a ello, queda de ustedes servidor. JUAN D’UDAKIS

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