Papá prodigio
Caracas, Venezuela. Al encaminarse por la avenida México de esta urbe, lo primero que salta a la vista es que se le confirió una ubicación de honor. Desde sus aceras se accede a la Galería de Arte Nacional y en su desembocadura con la avenida Libertador aparecen edificaciones medulares de la cultura patria: La Universidad Experimental de las Artes, la Plaza de los Museos y el complejo arquitectónico que ocupa el Teatro Teresa Carreño, al que se califica como uno de los mejores de Latinoamérica.
Sin necesidad de inquirir, las respuestas se suceden a lo largo de la avenida. A un costado de la estación Bellas Artes del Metro se yergue una estatua de Lázaro Cárdenas que nunca carece de flores frescas. Se le rinde tributo cotidiano por haber puesto el ejemplo -36 años antes de que Venezuela hiciera lo propio- de cómo debía procederse con el petróleo. De los puestos de ambulantes contiguos al Metro surge la voz de Pedro Infante y en la sección de películas piratas se venden las de Cantinflas. Y el despliegue no cesa. Entre los bustos de próceres que se exhiben dentro del Hotel Alba Caracas –expropiado a la cadena Hilton- que se sitúa en la misma vía, resalta el del cura Morelos. Obviando a los ubicuos mariachis que aquí se ensamblan, cunde la noticia de un Teatro Juáres en Barquisimeto, al que muchos prefieren atribuirle su nombre en homenaje al Benemérito de las Américas.
Un vértigo de sombras nubla lo narrado. En sus alas yermas México luce ahora hematomas múltiples y en esta latitud la admiración pervive, se remonta ingrávida hasta los sueños del Libertador. Escribió Bolívar en 1815: “Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas de la guerra y el despotismo. Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Su metrópoli sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco…” Saetas de agradecimiento surcan cielos de obsidiana. En su otrora honorable trayectoria diplomática, la República Mexicana asiló a intelectuales de este país que encontraron en ella generosos caudales donde desovar la hiel del destierro. En su Gusto de México, Mariano Picón Salas consignó su deuda moral y Andrés Eloy Blanco desbastó espesuras poéticas desde su refugio en Cuernavaca…
Si se cree, entonces, que los vientos de la fraternidad no deberían jamás de amainar, ¿por qué en la tierra del nopal y la serpiente no se hace verdadero acopio del reconocimiento que Venezuela le prodiga? ¿No residiría en ello parte del poderío que Bolívar le atribuye? ¿No sería un acto de reciprocidad elemental que México también supiera de aquellos venezolanos excepcionales que son dignos de emulación? ¿Se conocen acaso las gestas de Francisco de Miranda o los pensamientos de Andrés Bello? ¿Se tiene noción de la persona a quien se considera como la heroína por antonomasia de esta nación, cuyo nombre es ostentado por una orquesta sinfónica, un coro monumental, una compañía de danza, además del citado Teatro?...
Es Teresa Carreño (1853-1917) la artista universal que vio la luz en esta incontenible metrópoli, aunque, de súbito hay que resaltarlo, no fue producto de una mera conjunción de talento y estudio, sino de las enseñanzas que recibió de su padre, el ínclito Antonio Carreño (1812-1874). Legendaria desde su niñez, la esplendorosa mujer mereció el aplauso de los músicos más destacados de su tiempo. Rossini declaró que la infanta “estaba favorecida por la naturaleza con todos sus dones…” Liszt se ofreció a trabajar con ella, diciéndole a manera de vaticinio: “Eres una de las nuestras”. Grieg confesó después de escucharla interpretar su concierto para piano que “no imaginaba que fuera tan hermoso”. Se sumó Bartok al declarar que “su fuerza y su técnica eran inigualables”. Asimismo, Brahms atemperó su misoginia diciéndole que era “Un señor pianista” y Claudio Arrau reveló ante su libertad de movimientos que “había cambiado para siempre su estilo de ejecutar”.
Su trashumante existencia la llevó residir entre Nueva York, La Habana, Paris, Londres y su Villa en Coswig, Alemania y a tocar en las principales capitales de América y Europa aventurándose, inclusive, hasta Australia y Nueva Zelanda. De su paso por México en 1901, Teresa conservó hasta el final de sus días una corona de plata que le fue obsequiada por sugerencia de Ricardo Castro, quien no dudó en pedirle lecciones, a pesar de ser un músico plenamente formado. Dos años después, Castro se mudó a Europa, cristalizando sus deseos de estudiar con ella. Fruto de esta provechosa convivencia fue la obra Prés du Ruisseau que Castro le dedicó.
Notables fueron también las dotes de Teresa como compositora, cantante y pedagoga. De esta última faceta sobrevive una relevante aportación que tituló: Possibilities of Tone Color by Artistic use of Pedals. En cuanto a su labor creativa son de señalar su cuarteto de cuerdas, su Himno a Bolívar y sus 53 obras para piano solo. Resulta asombroso pensar cómo logró componer en medio del fragor de cuatro matrimonios mal avenidos, de la crianza de cinco hijos, de los ajetreos del concertismo y de sus infructuosas tentativas como empresaria teatral.
En cuanto a los avatares de su vida sentimental es de enfatizar que su primer marido fue un violinista que la atrapó incitando su compasión. Desafinado preludio que su progenitor vislumbró con lucidez, empero, de la niña dócil que había educado quedaba poco. “Si sientes lastima por su condición de abandono, zúrcele la ropa y hasta cómprale la comida, pero no te cases con él” fue la admonición.
Verosímilmente, la razón asistió al señor Carreño pero ya no hubo marcha atrás. De ahí en adelante, la virtuosa coleccionaría fracasos íntimos que habrían de rivalizar con sus sonoros éxitos públicos.
Herrumbrosa paradoja para un padre que como ningún otro vertió su esmero para el florecimiento de una criatura que mostró aptitudes para la música desde la cuna. A Antonio Carreño se le escatimó la proeza, mas en su fuero interno siempre fue consciente de lo que había gestado, merced a un amor paterno de proporciones áulicas. Memorables fueron sus tácticas educativas, pues procedieron de un ánimo templado por el estudio y la reflexión. Antes del nacimiento de su hija, Carreño se había granjeado respeto como maestro de Capilla de la Catedral caraqueña y como fundador de un colegio con tendencias progresistas. Dado su parentesco con Simón Rodríguez, mentor de Bolívar, lo habían instruido en los clásicos y de sus lecturas había derivado una traducción al castellano de un libro para aprender latín.
Su prominencia intelectual le había valido la designación de importantes cargos públicos -Ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda-, evaporándose su interés por ellos en cuanto se convenció de que la misión de su vida era fungir como papá.
Justo el año en que nació la niña, Carreño publicó su famoso Manual de urbanidad y buenas costumbres y apenas la criatura pudo articular palabra, le inventó juegos para que memorizara las notas musicales. Llegado el momento de ponerle las manos en el teclado, se puso a escribirle cotidianamente los ejercicios. Completó 500 que sirvieron para elaborar un Curso completo de ejercicios diarios para piano que, aún sin publicarse, fueron alabados por su eficacia. Cuando despuntó la vena melódica de la nena, accedió a montarle escenarios para que sus muñecas pudieran degustar las “óperas” que ella les improvisaba al piano. Poco después, se dispuso a venderlo todo para dejar Venezuela en pos de la superación del prodigio musical que salió de su entraña. Bien discurrió Carreño acerca de las obligaciones que deben privar entre familiares y muy bien le haría a los mexicanos releer de vez en cuando el desclasado Manual de Urbanidad…