MÉXICO, D.F. (Proceso).- A los 15 años, Jorgelino Vergara llegó del campo a Santiago de Chile donde comenzó a trabajar como mozo para Miguel Contreras, el jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina) designado por el general Augusto Pinochet. Milusos de centros de detención, se encargaba de llevar café y bocadillos a los verdugos en los momentos de descanso; el arte de la tortura debe abrir el apetito; los torturadores también comen, beben, y todo lo demás.
El mocito (Chile, 2010) es el documental dirigido por Marcela Said y Jean de Certeau (directores también de Opus Dei, historia de una cruzada) que descubre frente al público a este prójimo, de carne y hueso, capaz ahora de mostrar el cuarto de las torturas y describir los aparatos, junto con las técnicas, de esta moderna inquisición. Jorgelino vive actualmente en el campo, en soledad y pobreza, se baña con el agua del río, trabaja la tierra de un pequeño ejido; trata de no acordarse, pero reconoce bien los rostros de los miembros de la Dina en las fotografías de archivo y responde con claridad cuando le preguntan por algún desaparecido. Difícil olvidar con tan buena memoria, cualidad que debió contribuir a mantener su puesto en tal institución.
En este documental realizado con un cuidado, casi obsesivo, de mantener el máximo de distancia frente a la avalancha de emociones que está siempre a punto de precipitarse sobre los entrevistados y el espectador mismo, agobian dos temas principales; uno es cómo vivir con lo que no se puede, ni debe, olvidar; otro, el más escalofriante, es tener que seguir dando razón a la gran filósofa Hannah Arendt cuando explora la banalidad del mal.
Si alguna duda quedaba sobre la tesis de Arendt, El mocito es una prueba que la confirma de principio a fin. Los realizadores escudriñan la personalidad de Jorgelino, están pendientes del mínimo gesto, de cualquier reacción que pueda delatar culpa y espanto, pero nada fuera de lo normal para un hombre de su edad y condición.
Las claves están en su discurso; cuando uno de los jueces le pregunta directamente cómo pudo estar ahí, Jorgelino le responde sensatamente que ahora él no es el mismo de entonces; mientras que un amigo suyo sugiere, en la entrevista, que Jorgelino quedó tocado de la cabeza, el retrato que desarrolla el documental no da signo de ello. Lo extraordinario de Jorgelino es su normalidad, lo que lo hace único es el haber estado donde estuvo. De ahí la dimensión que abre la manera de dirigir en el estilo Robert Bresson, de máximo distanciamiento, es la vida interior de este exmozo de la Dina sugerida por la conciencia de no ser el mismo de antes, por su vida religiosa actual y por la clara comprensión de la demanda de la familia de uno de los desaparecidos en una escena culminante.
Aunque es admirable el rigor jansenista que sostienen los realizadores para tratar un tema tan lacerante, las elipses y sobrentendidos de situaciones y personajes de ese momento clave de la historia de Chile dejan fuera a un público joven difícilmente al tanto de los hechos. También es una lástima que con tan mal pulso para las tomas fijas, haya faltado presupuesto para una steady camp.