Israel Galván, "el monstruo del flamenco"
LYON (apro).- Según las notas del programa de mano, el bailaor flamenco Israel Galván es “un virtuoso, un fenómeno, un genio, un meteorito dentro del mundo de la danza (que) ha pulverizado los códigos del flamenco en una danza ni del todo flamenca ni del todo contemporánea, absolutamente única, visionaria y dentro del alma flamenca”.
El éxito de Galván es incuestionable. Durante sus funciones en el Teatro de Venissieux, dentro de las actividades de la Biennale de la Danse 2012, las localidades se agotaron y el público lo ovacionó largamente de pie y a rabiar, actitud algo extraña en Francia donde no suelen hacer tanto aspaviento y se mantienen bajo control las emociones en los espectáculos artísticos.
¿Qué tiene entonces Israel que levanta al público de sus asientos? No tiene el porte de Antonio Gades ni el ataque de Antonio Canales –antes de engordar más de 20 kilos y convertirse en juez de programas de concurso de baile–; tampoco posee la pulcritud de
Mario Maya o la elegancia de Joaquín Cortés, mucho menos tiene a su favor la experiencia de Manolo Vargas, el misterio de Cristina Hoyos, la belleza de Sara Baras, la energía de Eva La Yerbabuena ni el incomparable talento de la Winy Amaya, Karime Amaya o el Farruquito.
La respuesta es sencilla y compleja a la vez: es un animal de foro, un iconoclasta que hace lo que le da la gana, y al mismo tiempo es un virtuoso excelso, indómito, lleno de exotismo y cierto toque de sofisticada inocencia. Es decir, una bomba gitana que recibe subsidios del Théatre de la Ville y el Instituto Andaluz del Flamenco.
Acompañado de una pianista de jazz, una cantaora y el toque de un percusionista, Galván trajo a Lyon su montaje La Curva, creado en el 2010 y con el que ha triunfado por todo el mundo.
Pero no obstante su capacidad para percutir con los pies de forma asombrosa, Galván no presenta ni por mucho un montaje complejo o sorpresivo. Al contrario, lo suyo es hacer un ejercicio tenaz de baile y hacer sonar todo lo que esté a su paso, incluidos sus propios dientes. En el foro, pilas de sillas anuncian el mensaje: Israel lo derrumba todo porque no hay nada que lo detenga y hará con su talento lo que le venga en gana, y bailara sin parar, encima de la tarima, de una mesa, de una plataforma de metal. Machacará encarnecidamente la brea hacer rechinar sus zapatos y se envolverá en nubes de harina o talco para crear la ilusión del efecto de la nieve.
Pero a la tercera caída de las sillas uno se pregunta si además de bailar al ritmo del jazz que interpreta Sylvie Courvosier o del cante de Inés Bacán, Galván tiene algo que ofrecer ---además de la historia del hijo de bailaores que quiso ser futbolista pero que mejor decidió bailar cruzándose un poco hacia el tap. Y no, el delgado y mal vestido
bailaor mejor deja que Bacán cante magistralmente su declaración de principios:
“Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao, si a mí me gusta que suenen pa’que los quiero engrasados. Es demasiado aburrido, seguir y seguir la senda, andar y andar los caminos sin nada que me entretenga”. Milonga de Atahualpa Yupanqui que inmortalizara Alfredo Zitarrosa y el propio Yupanqui.
Por lo mismo, tal vez la primera vez que se le ve, el español sorprende por el amplio rango de su zapateo un tanto escandaloso y por la gama de sus recursos escénicos con su muy personal catálogo de estereotipos, pero después de que se le ha visto hacer exactamente los mismo en otro montajes: pasos dentro de un ataúd en proscenio, subirse la camisa, patear arena, coquetear con la gente o saltar con un grupo de músicos en vivo, el abanico de sus recursos se va cerrando por lo previsible y machacante.
Pero así, tal cual, gusta dentro de los círculos intelectuales europeos, con su arrebato animal y su resonadora obsesión, ignorando cualquier dramaturgia que no sea la de su lucimiento y con el único discurso de ser él mismo y autorrepresentarse hasta el guiño --Francia es el amor y el amor es Francia-- dijo durante sus funciones para arrancar aplausos.
El buen salvaje, el gitano sin refinar es exótico y rebelde. Y eso, en el universo de lo cartesiano, se respeta e incluso se busca desesperadamente aunque sólo sea como una ficción romántica de la libertad.