MÉXICO, D.F. (Proceso).- A menudo, el empecinamiento que invierte el ser humano para la consecución de sus obsesiones resulta esencial en ámbitos disímbolos que nadie habría podido prever. Esas obsesiones, a veces gratuitas pero invariablemente certeras, han generado innovaciones --también estragos-- de largo alcance, no sólo para la ciencia y la tecnología, sino para el arte y la música. No en vano la experimentación, resabio infantil ligado al mundo onírico y el juego, ha sido siempre la gran impulsora de la cultura.
Lo antedicho es particularmente veraz en cuanto a la construcción de los cilindros u organillos que, arraigada de oficio en el siglo XIX, es producto de un largo periodo evolutivo que podría remontarse al Antiguo Egipto, o inclusive antes, si pensamos en aquellos homínidos que descubrieron cómo un soplido inocente aplicado a un objeto hueco, mejor si era tubular, le daba voz a los dioses del viento y cuerpo a los espíritus de los muertos. La idea misma de codificar el viento convirtiéndolo en sonido es, además de la cristalización de un sueño dimiúrgico y del desafío filosófico que le ha consentido al individuo dejarse sustituir --cada vez más superado-- por máquinas inhumanamente perfectas, la constatación de un aporte impensable, pues en el mecanismo que acciona a los organillos yace, nada menos, un antecedente de la era computarizada: el artilugio musical reproduce sonidos previamente programados --podríamos decir digitalizados-- conforme el cilindro dentado que rota en su interior --versión primitiva del “cerebro”-- acata las directrices de la manivela.
Reflexiones éstas suscitadas por la reciente aparición de un insólito fonograma producido por la disquera mexicana LUZAM,([1]) en el que se recogieron valiosas grabaciones de campo, donde el organillo es protagonista principal de una entrañable variedad de paisajes sonoros. Como puede suponerse, el valor intrínseco del disco compacto([2]) rebasa su cometido artístico fungiendo como testimonio audible de un instrumento que agoniza merced al desgaste natural de sus mecanismos --y a la precariedad de su manutención--, como al deterioro perverso que ocasiona el ruido en todos los espacios urbanos de convivencia, con la consecuente enajenación colectiva que padecemos. Adjunto al amoroso trabajo de recopilación y rescate acústico efectuado por Rodolfo Sánchez Alvarado, quien se denomina a sí mismo como “escenófono”, encontramos un cuadernillo con una exhaustiva investigación colegida por Salvador del Río y Fernando Díez de Urdanivia; a este último personaje hemos de reconocerlo por su trayectoria como periodista, escritor e infatigable adepto a la promoción musical.
Acorde con la información consignada, nos enteramos que al instrumento mecánico no puede atribuírsele una cuna específica y que hay dos teorías sobre su procedencia. Su nombre genérico, órgano de Berbería, sería de atribuirse a la costa marroquí, por donde pudo haber transitado en su camino desde el puerto de Alejandría hacia Europa, aunque también es plausible la hipótesis de su relación con un fabricante de órganos con patas activo a principios del XVIII, llamado Giovanni Barberi. Como quiera que sea, los ejemplares que hoy conocemos tienen un parentesco directo con el primer órgano portátil de que se tiene noticia, es decir, del artefacto conocido como Régale que se construyó en Francia hacia 1372.
Hubieron de transcurrir cinco centurias para que la afanosa experimentación de los inventores europeos diera ulteriores frutos, todos ellos emparentados por su funcionamiento a base de aire. Alrededor de 1775 surgió, también en Francia, el arte de marcar los cilindros, y un cierto Joseph Engramell fue el indiscutible progenitor de esa técnica conocida como tonotechnic.([3]) Para 1829, el austriaco Cyrill Demian patenta el acordeón, y en 1840 aparece en Alemania otro espécimen que al incorporar el apellido de su constructor se volvería mundialmente famoso fuera de sus fronteras y en condiciones opuestas a lo que presupuso su invención. Se trata del artefacto sonoro que Heinrich Band construyó para dotar de música los servicios religiosos luteranos y que, una vez aposentado en Sudamérica, se trocaría por el imprescindible bandoneón de las orquestas y los grupos de tango.
Con respecto al desembarco del organillo en México, se nos informa que la Casa Wagner trajo los primeros modelos procedentes de Alemania en 1884 y que, dadas las características de su gestión, muy pronto surgieron los gremios y se hizo patente que el oficio podía abrir discretas fuentes de trabajo. A partir de la regencia de la Ciudad de México de Ernesto P. Uruchurtu (1952-1966) los organilleros pactaron con el gobierno la reglamentación sobre horarios, sitios y uniformes. De ahí procede la vestimenta beige con gorra del mismo color que fue seleccionada por su sindicato ya que, se dice, emula a la que usaban los “Dorados” de Pancho Villa. Según el lema de los agremiados, esa indumentaria representa la expresión del asalariado ante la desigualdad socioeconómica que impera en el país.
Ahora bien, es momento de preguntarnos dónde reside la importancia de la tarea emprendida por los hacedores del fonograma y por qué habríamos de prestarle oído.([4]) Digamos, para hacer eco del poema de Rubén Darío, que A cada pobre nación,/ sin sangre, nervios ni brillo,/ el viejo organillo/ le toca una canción… y, sobre todo, para aquilatar la descarnada sentencia proferida por Ernesto Sábato en aras de su valoración: “ya murió el último organito y el alma del suburbio se quedó sin voz…”.
Efectivamente, las sonoridades del organillo, sin importar su genealogía extranjera, llevan consigo trozos inmensos del alma de México, y en su resistencia para ceder a la extinción hallamos el ímpetu del que hemos menester para impedir que el hostigamiento de “la vida moderna” aniquile por completo los rasgos más bellos de nuestra humanidad. Si nos damos el lujo de desoír las agónicas notas de los últimos organillos estaremos entrando a una fase irreversible de nuestra transformación en autómatas y viandantes mecanizados.
([1]) En el sitio www.luzam.com aparece la información pertinente.
([2]) Se intitula justamente: Viva el organillo. Así sonaba el cilindro. © 2010.
([3]) Dicha técnica fue asimilada en el coelophon y en el organphon, que precedieron a la infaltable pianola.
([4]) Se recomienda la audición de algunos segmentos del disco compacto. Asequibles en la página: proceso.com.mx