Ecológica
MÉXICO, D.F. (apro).- Estimados lectores de la presente: el motivo de la misma es el de hacer alguna luz sobre los desastres naturales que de manera tan dolorosa y hasta trágica están afectando a la humanidad de manera global, y el modo que me valgo para ello es el ofrecerles, una de las tantas cartas contenidas en el portafolios rojo que servidor encontró abandonado —y nadie reclamó— en un transporte público; carta que considero de lo más apropiado para el caso. Espero haber acertado en mi selección, la respuesta la tiene el amable lector de la misma.
“Señor de señores, mi Señor: ¡Ay de nosotros! Nos creíamos los reyes de este mundo, y no es así, pues más bien estamos resultando unos aprendices de brujo por descansar demasiado en nuestros respectivos poderes y no tener en cuenta, el no dar la debida atención a que el tiempo y el espacio en modo alguno permanecen iguales e inmóviles y así permanecerán desde el momento de su creación y por los siglos de los siglos, sino que, por lo contrario, el tiempo y el espacio forman una dimensión dinámica y dialéctica, en que cambian constantemente; ese nuestro olvido nos está poniendo —pido perdón por la expresión— a parir cuates como dice el vulgo, y lo peor es que la culpa es nuestra. Recordemos: en la lucha entablada entre nosotros, tú, Señor de señor, al crear al varón y a la mujer, los bendijiste diciéndoles: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”. ¡Qué jugada!
“Si pensaste que con ella me dejarías sin poder sobre la tierra, sobre los humanos, te falló el tiro. Con la mala intención, propia de servidor, de que tus mandatos y facultades que diste al varón y a la mujer de que fueran fecundos, se multiplicasen, llenaran la tierra y la sometieran se convirtieran en pecados y así los humanos fueran mis súbditos, me puse al piense y piense para lograrlo. Sabiendo como sé que todo hombre y mujer son por naturaleza potencialmente sensuales y en enorme proporción lo son igualmente en la práctica, desperté en ellos la tentación de la lujuria, el desmedido placer del cuerpo, de la carne. Como era de esperar, con gran gusto mordieron el anzuelo, pues les hice creer que con ella cumplían con el mandamiento divino de “amar al prójimo como a sí mismos” —¿Ingenuamente confundieron el amor procreador con el vicio de la lujuria? Más bien creo que su astucia les llevó, hipócritamente, a fingir que así lo creyeron para poder entregarse sin remordimientos al placer de la carne. Sea como sea como tus mandamientos y mi tentación ¡la que armamos!, pues con esas nuestras decisiones, ambos contribuimos al antropocentrismo, doctrina que considera al hombre el centro del universo, creencia básica del judaísmo y central en todas las iglesias del cristianismo, estas últimas unos de los poderes más conformadores y administradores —por siglos— de esa parte de la tierra denominada, por tal característica, Civilización Occidental y Cristiana, misma que ha hecho y sigue haciendo lo mismo en gran medida con la globalidad que en los últimos tiempos respira la humanidad, por lo que no faltan estudiosos de las ciencias sociales que afirman que el mundo moderno es producto de los esfuerzos físicos e intelectuales de Occidente, teoría resumida magistralmente por el célebre jesuita Teilhard de Chardin con su siguiente frase: … ‘La prueba de esto es el hecho de que de un extremo del mundo al otro, todos los pueblos, para poder seguir siendo humanos o para hacerse más humanos, llegan a formular inexorablemente las esperanzas y los problemas del mundo moderno en los mismos términos en que los ha formulado el Occidente’… palabras con las que nuestro buen jesuita refleja de manera contundente el antropocentrismo judeocristiano y la creencia del mismo de ser únicos por elección divina; palabras con las que nuestro buen jesuita cubre su olvido de que la religión bíblica occidental es enemiga de la tierra, precisamente por antropocentrista y los mandatos divinos de: sean fecundos, multiplíquese, llenen la tierra y sométanla; palabras con las que nuestro buen jesuita cubre su silencio sobre el hecho de que esos mandatos divinos de: sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla, al contribuir en gran medida al saqueo de los bienes terrenales, materias primas estratégicas, a la contaminación ambiental, son blasfemias por ir contra la naturaleza, creación tuya y, paradójicamente, amenazar la existencia misma de la humana criatura, hecha a tu imagen y semejanza, lo que nos llevaría a ambos al desempleo en la lucha por ver quien se hace de más de los mismos.
“¿Qué hacer ante tan peligrosa posibilidad? Tuya es la respuesta, y ansioso la espero, Señor de señores”.