"Sueños sencillos", autobiografía musical de Linda Ronstadt

miércoles, 9 de octubre de 2013 · 18:57
MÉXICO, D.F. (apro).- La editorial Simon & Schuster acaba de sacar a la venta el libro autobiográfico de 242 páginas escrito por la vocalista de sangre mexicana Linda Ronstadt Simple Dreams. A musical memoir, “Sueños sencillos. Una memoria musical”, casi al mismo tiempo de haber anunciado a la prensa norteamericana que padece Mal de Parkinson y ya no podrá cantar nunca. Nacida en Tucson, Arizona, el 15 de julio de 1946, Linda María Ronstadt tomó el título para las memorias de su octavo álbum solista Simple Dreams, que en 1978 obtuvo varios premios Grammy de los once en total conquistados a lo largo de una exitosa carrera con 30 discos, durante más de cuatro décadas. Muchos de sus fieles fans quienes la han seguido interpretando folk rock con Niel Young, country con Dolly Parton, baladas con Cher y rocanroles con Chuck Berry, o piezas vernáculas de México con Los Lobos e incluso la opereta Los piratas de Penanze en Broadway, se lanzaron a comprar su biografía en inglés cuya aparición hace un mes dio tema a múltiples entrevistas con la intérprete de 67 años de edad, surgiendo reseñas del volumen en los principales diarios de la Unión Americana. Sin embargo, la lectura de Simple Dreams. A musical memoir decepcionó tanto a admiradores de Linda, como a la crítica en general. ¿Los motivos? Su autora fue parca al detallar cómo grabó cada disco en su haber, además de revelar demasiado poco sobre sus noviazgos con el gobernador californiano Jerry Brown y el cineasta creador de La guerra de las galaxias, George Lucas, mencionando apenas una que otra relación amorosa. Tampoco escribió gran cosa en torno a sus adicciones, si bien recientemente declaró haber sido intervenida quirúrgicamente en la nariz dos ocasiones, por su excesiva afición a inhalar cocaína. Y según manifestó hace poco, en los comienzos de su carrera solista le tocó alternar con el grupo Las Puertas, sin que le impresionara su legendario vocalista: “Jim Morrison no me simpatizó, había en él mucho de reptiliano… Tampoco me importó su modo de cantar; pero su banda Las Puertas era fantástica.” En cambio, le resultó imposible no adorar a Janis Joplin, pues “era una persona dulce y sincera que amaba de verdad la música, no estaba apasionada solamente por el blues sino que le tenía un gran respeto a la gente quien la sostenía sobre sus hombros”. De los pasajes candentes del libro, destaca cuando compartió una noche de improvisaciones con los guitarristas Keith Richards, de los Rolling Stones, y Gram Parsons, de los Flying Burrito Brothers, quien se esfumaba por momentos para drogarse. Parsons se fascinó tanto al oir su balada “Wild Horses”, compuesta con Mick Jagger para el siguiente álbum de los Stones, que le suplicó se la permitiera grabar primero, pero para sorpresa de Linda, Richards se negó. “Jamás me he considerado una cantante de rock’n’roll… Nunca sentí que el rock’n’roll me definiera… Haber sido vista durante un periodo en los setentas como Reina del Rock me hizo sentir incómoda, porque mis devociones musicales a menudo se hallan en otros géneros”, escribe desdeñosa en este primer libro que tardó 18 meses para redactar. “Tras la experiencia surrealista de quedar encarcelada en la despiadada maquinaria estadunidense que fabrica celebridades, sentí que ya era hora de yo reclamar para mí una parte esencial de lo que soy: una chica del desierto de Sonora.” Para publicitar Simple Dreams. A musical memoir, recuento de las influencias que marcaron a la artista, y declaración del cariño que desde niña Linda ha sentido hacia los animales, la editora Simon & Schuster abrió una página en Internet donde reproduce el primer capítulo, del cual hemos traducido algunos fragmentos que ofrecemos a continuación para nuestros lectores de la agencia de noticias Apro. Infancia en Tucson Mi padre, conocido como Gilbert, era guapo y algo tímido… Tenía una hermosa voz barítono que sonaba como mezcla entre Pedro Infante, el famoso ídolo del cine mexicano, y Frank Sinatra. A menudo se presentaba en tardeadas locales del Fox Tucson Theatre, lo anunciaban como Gil Ronstadt y su Star-Spangled Megaphone. Llevaba serenatas bajo la ventana de mi madre con sus bonitas canciones de México “La Barca de Oro” y “Quiéreme Mucho”. (…) Cuando éramos niñitas, las visitas de nuestra tía Luisa eran maravillosamente excitantes. Ella enseñó a mi hermana Suzy cómo hacer el movimiento de danza shimmy y a tocar las castañuelas, permitiéndole ponerse los hermosos vestidos regionales de España que había usado cuando era bailarina. Había vivido muchos años en España y se había casado con un pintor comunista quien apoyó la causa republicana en la Guerra Civil Española. Mi tía había sido amiga del poeta Federico García Lorca, quien recitaba sus hermosos poemas mientras ella tocaba la guitarra… Muchos años después, yo tomaría el título de una colección de canciones folklóricas y relatos de México que ella publicó, Canciones de Mi Padre, para el título de mi primer disco de canciones tradicionales de México. (…) Aprendí sola a manejar el aparato de radio tocadiscos y podía cambiar el cuadrante a través de las letras de estaciones de Arizona, que comenzaban con la “K”. También podía irme a las estaciones de México, que empezaban con “X”. Ahí tocaban las estruendosas rancheras de mariachi: polkas animadas con acordeón, valses y corridos del bravo estado de Sonora. ¡Sí, señor! Mi padre tenía algunos discos de 78 RPM… Carmen de Bizet, Peer Gynt de Grieg, y de la cantante de flamenco Pastora Pavón conocida como La Niña de los Peines, quien cantaba en una jerga española que no comprendía. Me mataba. De alguna manera podía sentir que no cantaba sobre cosas agradables, ella cantaba acerca de algo esencial. Algo que deseaba mucho y la encendía, como lo que yo sentía cuando extrañaba a mi madre (…) No recuerdo que en casa nos faltara música: mi padre chiflaba mientras reparaba algo; mi hermano Pete practicaba el “Ave Maria” para su actuaciones con los Tucson Arizona Boys Chorus; mi hermana Suzy suspiraba una canción de Hank Williams, lavando platos; mi hermanito Mike luchaba por tocar el inmenso contrabajo. Los domingos, mi padre se sentaba al piano y tocaba casi cualquier cosa en clave de DO. Cantaba canciones de amor en español para mi madre, y luego unas cuantas de Sinatra, al tiempo que recordaba su vida de soltero antes de tener hijos, las responsabilidades, y la horrible guerra. Mi hermana interpretaba el papel de Little Buttercup para la producción escolar de la ópera H.M.S. Pinafore cuando iba en segundo de secundaria, ella y mi madre podían tocar piezas así del gran libro de Gilbert & Sullivan que teníamos en el piano. Si se ponían de humor juguetón entonaban “Strike Up the Band” o “The Oceana Roll”. Todos hacíamos coros a nuestra madre en “Ragtime Cowboy Joe”. En caso de aburrirnos por escuchar lo que había en el hogar, emprendíamos la huida recorriendo unos cientos de metros rumbo a casa de nuestros abuelos Ronstadt, donde conseguíamos siempre una agradable dieta de música clásica. Ellos tenían una Victrola y con discos de 78 RPM escuchábamos ópera. La Traviata, La Bohème, y Madama Butterfly eran nuestras favoritas. Los sábados sintonizaban la emisión radiofónica de la Metropolitan Opera o se sentaban al piano probando leer partituras de alguna composición sencilla de Beethoven, Brahms, o Liszt. (…) La música que escuché en aquellas dos casas antes de cumplir los diez años de edad me proporcionaría el material de exploración para toda mi carrera. Nuestros padres nos cantaban desde que éramos bebés, y durante el ritual nocturno para dormir, con frecuencia incluían una canción fantasmagórica de cuna. Era una canción tradicional del norte de México que mi padre había aprendido de su madre, e iba como sigue:
Arriba en el cielo se vive un coyote con ojos de plata y los pies de azogue. Mátalo, mátalo por ladrón, lulo, que lulo, que San Camaleón. Debajo del suelo que salió un ratón. Mátalo, mátalo, con un jalón...
Nuestra madre Ruth Mary había traído desde Michigan sus propias tradiciones, unas canciones todavía más sombrías. Nos cantaba una acerca de un tal Johnny Rebeck, cuya esposa accidentalmente lo mató en una máquina de salchichas que él mismo había inventado. Luego, ella cantaba: Anoche mi nena bienamada murió/ Murió porque se suicidó/ Dicen que murió por burlarse de nuestra meningitis espinal/ Como haya sido, la nena era repugnante Gritábamos de susto y a carcajadas, le hacíamos coros a tres voces:
Oh, no vayas a la jaula esta noche, madre querida, Porque los leones furiosos te pueden morder Y si ellos se enojan,te molerán a pedazos…
“Lola la Grande” Mi lugar predilecto para la música era en una pachanga… Al atardecer, alguien abría una botella de tequila o de bacanora local (destilado de agave típico de Sonora), y la gente comenzaba a afinar las guitarras. Las estrellas parpadeaban y las canciones navegaban dentro de la noche. La mayoría en español, eran canciones hermosas, lamentos de amor, desesperación y abandono. Mi padre a menudo llevaba la voz principal, y entonces se le unían tíos, tías, primos y amistades con las frases que sabían o armonías que inventaban. Nunca se sentía como si fuera una presentación, la música simplemente se volcaba y fluía con el resto de las charlas. A los niños no se nos mandaba a la cama, aunque acurrucados en el regazo de alguien, nos íbamos durmiendo entre el sonido confortable de los cánticos familiares y los murmullos de dos idiomas. La prodigiosa voz soprano de mi hermano Pete lo posicionaría como solista prominente en los Tucson Arizona Boys Chorus, que alcanzaron amplio prestigio a nivel nacional. Cada vez que yo me imaginaba a mí misma cantando para el público, era algo así como esto: Me paraba en el proscenio de un foro con un telón real que se abría y cerraba, y cantaba aquellas hermosas notas, altas y puras, enchinando la piel al auditorio. Después de todo, yo era una soprano también y podía cantar tan alto como mi hermano. Quería cantar como él. Recuerdo que estaba sentada junto al piano. Mi hermana tocaba y mi hermano cantó algo que me hizo decirles: “Yo quiero probar cantar eso”. Mi hermana volteó a verlo y dijo: “Pienso que aquí tenemos a una soprano”. Tendría yo como cuatro años de edad. “Soy cantante, es lo que hago”. Fue como haberme valorado de alguna forma, mi afirmación de la existencia. Me sentí muy a gusto de saber que aquello era yo en la vida: una soprano. En mi consciencia no albergaba el pensamiento de ser famosa o de convertirme en estrella. Sólo quería cantar y ser capaz de hacer los sonidos que yo había escuchado y que tanto me emocionaban. Y entonces un día, a los 14 años de edad, cuando mi hermana y mi hermano cantaban una canción folk llamada “The Columbus Stockade Blues”, salí caminando por un rincón y lancé la nota alta en armonía. La emití con la voz en mi pecho y yo misma me sorprendí. Antes de eso, yo nada más había intentado cantar en un tono alto de falsetto y carecía totalmente de fuerza. (…) Siendo unos chamacos, creciendo durante los años cincuenta, buscamos copiar de la radio cualquier cosa que nos inspirara, ya en español o en inglés. Hacíamos armonías para canciones de Hank Williams y los Everly Brothers, o de anuncios con jingles. Mi padre llevaba a la casa un montón de discos desde México. De ellos, nuestros favoritos eran los misteriosos huapangos, cantados por el Trío Calaveras y el Trío Tariácuri. Aquellas canciones de las montañas del México profundo tenían ritmos indígenas extraños y melodías vocales que se quebraban en un falsetto conmovedor. También adorábamos la tersura urbana y la orientación al jazz del Trío Los Panchos. Yo me pasaba horas oyendo a la gran cantante ranchera Lola Beltrán. Ella influenció mi estilo de cantar más que nadie. Lola la Grande significó para México lo que Edith Piaf para Francia. Poseía una voz enorme, rica en coloraturas, cargada de drama, intriga, y amargo dolor. A pesar de ser ella una intérprete bravía que cantaba música campirana de México, su voz tenía los mismos elementos dramáticos y emotivos que la cantante de ópera María Callas (…) En la ruta de la onda Al llegar mi adolescencia, la música folk comercial comenzó a sonar por la radio, y capturó toda nuestra atención. Había algo en ella que sonaba muy parecido a la música tradicional mexicana con la que yo me crié. Como las rancheras y los huapangos, sus raíces se ubicaban en la vida campesina de antaño, y acompañada por instrumentos acústicos, poseía armonías ricas en sonidos naturales. Peter, Suzy, y yo nos pegábamos a los discos del popular trío folk de Peter, Paul and Mary, y del dueto canadiense Ian and Sylvia. Aprendíamos sus canciones y armonías para luego rearreglarlas a nuestra propia configuración de voces. Yo cubría los registros de soprano alto, Suzy los tenor alto, Pete cantaba los tenor y barítono. Años después, mi hermano menor Mike cantaría cualquier parte extra que hiciera falta, desde el bajo hasta el tenor alto. Pero estaba muy chico todavía, y por entonces nos pusimos los New Union Ramblers… Nos divertíamos bastante y a veces tocábamos en clubs locales. Bobby Kimmel, quien pronto se convertiría en uno de los integrantes de mi banda Stone Poneys, tocaba el bajo… Richard Saltus, un compañero mío preparatoriano, flaco, y de elevada estatura fuera de lo común, nos apoyó tocando banjo… Fue él quien nos introdujo a Bill Monroe, los Stanley Brothers, Flatt and Scruggs, y a los Blue Sky Boys; su montaña de coros me hicieron recordar nuevamente a los tríos mexicanos y a los huapangos de mi adoración. Con tres hijos, mi hermana tenía menos tiempo para la música, así que yo sola comencé a presentarme en pequeños eventos, a veces con mi primo Bill Ronstadt acompañándome en la guitarra. Tocamos en el café Ash Alley y en otro llamado First Step. Se trataba de sitios pequeños con asientos para 70 y cien personas, cuyo dueño era el empresario local de música folk David Graham. Su hermano menor Alan Fudge cantaba, tocaba guitarra y estudiaba actuación en la universidad… le interesaba la política. Alan y yo pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo libre en los establecimientos de su hermano y nos hicimos novios… Alan me enseñó canciones de Pete Seeger y los Weavers que había aprendido, acerca del movimiento laboral… Una noche llevó a casa dos discos: Frank Sinatra Sings for Only the Lonely y el primer álbum de Bob Dylan. Los arreglos de Nelson Riddle al de Sinatra me parecieron impactantes. Fue la primera ocasión que oí cantar a Bob Dylan y también me gustó… Algunos amigos míos en la música pensaban que se trataba dos artistas diametralmente opuestos, uno provenía del sistema establecido y el otro del que fomentaba la revolución cultural. Para mí ambos eran grandes cuentahistorias… Mientras manejaba en ruta al colegio, encendía la radio y escuchaba en una misma estación a George Jones, Dave Brubeck, los Beach Boys, y Singing Nun. El hermano de Alan siguió intentando formar un séquito para la música folk en el First Step. Presentó a la banda de estrellas bluegrass los Kentucky Colonels con Clarence White y su hermano Roland… También llevó a Kathy and Carol, dueto que cantaba canciones Isabelinas y de la Familia Carter…  Recuerdo haber visto a la vocalista de blues Barbara Dane y al guitarrista Dick Rosmini en el club de David. Dick elogió mi voz y me animó para ir a Los Ángeles para ver lo que estaba pasando en el Ash Grove, un café angelino donde tocaban música tradicional ante públicos entusiastas. Mi madre y yo manejamos hasta la costa en el verano de 1964, de visita a mi tía Luisa… En cuanto se enteró que yo deseaba cantar, la tía Luisa me envió un disco, Duets with the Spanish Guitar del guitarrista Laurindo Almeida alternando duetos con el flautista Martin Ruderman y la soprano Salli Terri. Se convertiría en una de mis grabaciones más atesoradas. Ella and Terri eran amigas cercanas, y cuando le dije cuánto adoraba el disco, me invitó para presentármela. Mi tía la había ayudado en su investigación para el material de sus discos, además de guiar su pronunciación para las canciones que interpretaba en español. La tía Luisa también le había regalado muchos de los vestidos que lucía en el transcurso de su propia carrera… Alan condujo desde San Diego, y juntos pasamos la noche con Bobby en el lugarcito que tenía Malcolm por la playa. Bobby tocaba en pequeños clubs y me había dicho que si me animaba a ir, él podría conseguirnos trabajo. No había muchas oportunidades para mí en Tucson. David no cautivó público en el First Step y se vio obligado a cerrar. Yo decidí pensar acerca de trasladarme a Los Ángeles. Tenía 18 años y me acababa de inscribir para el semestre de primavera en la Universidad de Arizona, en Tucson. Hice planes para viajar a la costa y visité a Bobby de nuevo durante las vacaciones primaverales de 1965... Bobby estaba ansioso en presentarme a un guitarrista que había conocido, su nombre era Kenny Edwards. Trabajaba en la tienda de guitarras McCabe’s que se hallaba por el lobby frontal del club Ash Grove, en Melrose, por entonces la meca de música folk en la Costa Oeste… Encontramos a Kenny sentado con una guitarra tocando su brillante versión de “Roll Out the Barrel”… Sugirió movilizarnos del lobby al espacio escénico del Ash Grove para oir a una nueva banda llamada los Rising Sons. Kenny admiraba a sus dos guitarristas, Taj Mahal y Ry Cooder. Si bien estaban muy chavos, tocaban como demonios… Yendo hacia la playa, Malcolm y Bobby comenzaron a platicar sobre una nueva banda de L.A. bautizada como los Byrds que tocaba folk rock, un híbrido que estaba pegando en la Costa Oeste. Eventualmente los fuimos a ver al Trip, un nuevo club en Sunset Strip que tenía show de luces supuestamente para brindar una experiencia psicodélica con la música. Tan pronto escuché sus sabrosas armonías, me sentí mesmerizar. Reconocí a Chris Hillman por una banda bluegrass que había escuchado, los Scottsville Squirrel Barkers. En esa agrupación él tocaba mandolina. Ahora estaba en la guitarra bajo con un grupo eléctrico que usaba cortes de pelo tipo  Beatle. Me quedó claro que la música en Los Ángeles ascendía a otros niveles. Empecé a hacer planes para mudarme a L.A. por finales del semestre primaveral. (…) Un amigo músico había ofrecido darme un aventón a la costa. Cumpliría una gira por el norte de L.A. y se ofreció para colocarme en mi destino. Mis padres no estaban de acuerdo e intentaron hablar conmigo para disuadirme. Cuando se convencieron de que no iba a cambiar de opinión, mi papá se metió a la habitación adjunta y regresó con la guitarra acústica Martin que su padre había comprado nuevecita en 1898. Cuando papá comenzó a cantar de joven, mi abuelo le había regalado el instrumento diciendo: “Ahora que tienes guitarra, nunca tendrás hambre”. Mi padre me extendió la guitarra con las mismas palabras en español. Enseguida, sacó su cartera y me dio 30 dólares. Los hice durar un mes. La única cosa que recuerdo de aquel largo aventón a través del desierto en la noche fue el remordimiento que me dio por haber desobedecido a mis padres. Aun estaba muy atada a ellos y siempre me habían tratado con amabilidad. Me sentí horrible por haberlos lastimado y causarles preocupaciones. No había nada que hacer. Mi nueva vida estaba empezando a cobrar forma. (http://books.simonandschuster.com/Simple-Dreams/Linda-Ronstadt/9781451668728)

Comentarios