MÉXICO, D.F. (apro).- De la inmensidad del espacio y su negritud nos trasladamos a la infinitud y luminosidad de la nieve: si el vacío galáctico angustia sobremanera, el espacio que ocupa la nieve no es más reconfortante: ambos son igual de inclementes y no por eso menos hermosos. Eso es lo que se aprende luego de ver Gravedad de Alfonso Cuarón y Aningaaq de Jonás Cuarón.
El cortometraje Aningaaq es una suerte de espejo de Gravedad, entre ambas cintas forman un todo que nos confronta con nuestra condición vital: la mortandad.
El corto de Jonás gira en torno a una familia de esquimales en donde el patriarca recibe de pronto una llamada en su radio de onda corta de una mujer... Lo que él no sabe es que está hablando con una mujer que lucha por sobrevivir en el espacio... Lo que ella no sabe es que Aningaaq tiene sus propios problemas.
Esta historia es la pieza que faltaba en el rompecabezas existencial que es Gravedad. Entre las dos son una misma obra de arte; Aningaaq taladra nuestra sensibilidad, es tan hermosa y conmovedora que hasta duele.
Aningaaq redimensiona Gravedad y la convierte en una obra trascendental en la historia del cine; la trama, que despertaba incomodidades en la cinta de Alfonso, se resignifica y nos damos cuenta de que quizá no podría ser diferente.
Quien está en desventaja es Aningaaq, pues sin Gravedad prácticamente carece de sentido. Si uno no ha visto la cinta de Alfonso, podría interesarse medianamente en la cinta de Jonás, pero las cosas cambian cuando se conoce la existencia de ambas.
Lo anterior de alguna manera constituye una declaración acerca de la vida: Nos resignificamos a través del otro; cuando entendemos que somos una pequeña parte de algo más grande que nosotros, nos dejamos ir y pasamos a formar parte del Todo, del Universo.