"Oz, el poderoso", y el poder de la fe

jueves, 25 de abril de 2013 · 21:17
MÉXICO, D.F. (apro).- La cinta Oz, el poderoso (Oz The Great and Powerful, EU-2013) es una mediocre secuela de la historia escrita por Lyman Frank Baum, El mago de Oz, que cuenta los orígenes del poderoso brujo que ayudó a Dorita a regresar a su hogar, Kansas, luego de que un tornado la llevará a la maravillosa tierra de Oz. La desabrida cinta dirigida por Sam Raimi presenta a Oz u Óscar (James Franco), un mago cuya habilidad con las mujeres y egoísmo se compara con su habilidad para realizar sus grandes trucos: Oz es un gran prestidigitador, quizá no como Tomás Alva Edison o David Copperfield, pero es grande. Oz no desea ser uno de esos hombres buenos de Kansas, como lo era su padre, esos que contraen matrimonio, son buenos padres de familia y ayudan a los necesitados; Oz busca grandeza, pero no está dispuesto a trabajar por ella, nuestro protagonista lo quiere todo fácil. La vida de Oz cambia cuando, a bordo de un globo aerostático, es atrapado por un tornado que lo lleva hasta la maravillosa pero no menos peligrosa tierra de Oz, en donde casualmente una profecía dice que algún día llegará un mago con el poder de liberar a la tierra de Oz de las garras de una terrible bruja (Michelle Williams). Oz no está listo para esto, pero la recompensa que le ofrecen dos brujas llamadas Theodora (Mila Kunis) y Evanora (Rachel Weisz) por acabar con la bruja malvada es grande: Oz se convertirá en rey y será rico. El punto de vista de Oz irá cambiando conforme se dé cuenta de que posee un poder del cual debe hacerse responsable. Oz, el poderoso cuenta con un argumento interesante: La ciencia, la riqueza e incluso el amor no tienen sentido sin la fe; la gente necesita creer en algo más grande que ellos mismos, en algo intangible que sólo se halla en el mundo de los sueños. Con el poder de la fe, todo se puede lograr; sin la fe, no existe la magia. Todo lo anterior suena muy bonito, lástima que carezca de la magia para hacernos creer: no creemos en las actuaciones, ni creemos en la motivación de los personajes, ni en sus conflictos; todo parece un mal truco de magia. A Sam Raimi se le olvidó que, sin la capacidad para hacernos creer en sus convenciones, en sus historias… el cine tampoco existiría.

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