Vuelta a la vida

domingo, 25 de agosto de 2013 · 11:49

             A Alejandro Reyes, compañero de orfandad.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Parece que en ese momento lo que resta del espíritu acaba por fundirse con el universo; ya sea de un sonido, o de una partícula, o del aliento de una voluntad superior, todo se reduce a la chispa que le dio origen al infinito. O quizá sea la nada que se reconvierte en lo inconmensurable, en la esencia donde convergen el tiempo y el espacio… Se elevan, entonces, dentro de una evanescente nube color gris para depositarse, ya irreconocibles, sobre un área circundada de lajas de piedra llamada La Kiba. La elección del sitio, localizado en un punto estratégico de la pirámide de Cuicuilco tuvo, según dicen, una función ritual tendiente a medir la trayectoria de los astros. Ya está claro cuál es su destino final. Impensables las Iglesias y los camposantos. La desembocadura del río de la Plata en la Argentina queda también descartada, no tanto por su lejanía, sino porque no hubo un deseo expreso que así lo pidiera. Son sólo elucubraciones emanadas de la dificultad de convivir con ellas. Tienen una permanencia prolongada entre los libros sobrevivientes de su biblioteca. Los de medicina fueron donados a la Universidad y los de historia ocuparon una sección apartada donde se accede ocasionalmente. Los que encontraron acomodo inmediato fueron los de literatura y los de arte. Otros inclasificables fueron regalados. Esa segunda noche es infausta siendo imposible esquivar los arañazos del día. A ellas les toma varias horas readquirir la temperatura donde la vida ya no se manifiesta. El cansancio se agudiza gracias a la morbosidad de quienes administran la industria del más allá. Un vacío irreal invade los rincones; en sueños reaparece el fuego. Hay que volver a casa, con una sensación que todavía se clava como aguijón en el plexo solar. El dolor y la inaugurada orfandad queman. Las cenizas están aún calientes en la urna que es entregada sin ceremonias. Siniestro es el lugar y es arduo recordar su ubicación. Los contados acompañantes reconfortan con sus palabras de duelo. Cuesta trabajo creer que el cuerpo dilate tanto en transformarse. La piel y la entraña[1] arden rápido pero los huesos son reacios a la urgencia de las llamas. Han de transcurrir varias horas donde se oyen conversaciones sin estar presente con la humanidad entera. No acuden todos los que deberían, mas bastan los que están para conjurar una espera que raspa. Uno de ellos, amigo desde siempre, comenta que la muerte más bella que le viene en mente es la de Tolstoi, quien pidió ser enterrado en medio del bosque, sin lápida, y sin las innecesarias mediaciones de los vicarios de Cristo. Seleccionado con un amor que era complicado expresar en vida, el atavío se adhiere a la carne. La corbata más fina y el casimir más sobrio se confunden en una danza macabra que huele a chamusquina. El cuello de la camisa ya no cierra; la extracción de la dentadura tampoco ayuda para no verlo como un remedo paterno. Lo internan, pues, en un reducto del infierno. Antes de proceder con el mandato solicitan que se le reconozca por última vez. Sin atinar a nada, con los empellones del desgaste, aviene un beso sin respuesta. La piel sabe agria, despidiendo un frío que calcina el alma. Es embrollado recordar los rostros. Muchos de los enlutados se despiden contentos por haber cumplido. Era tan desagradable como ineludible. Hay otros que permanecen a la vera del ataúd. Algunos abrazan sin convicción y comentan idioteces para pasar el rato. Las voces se van sobreponiendo a un silencio que se exigió de antemano. Varias coronas sustituyen a sus donantes; las flores despiden sus perfumes. Como él lo hubiera preferido, no hay sermones, ni guardias de honor. Se agota la necesidad de mirarlo; de lejos se nota que le cruzaron los brazos. El velatorio del ISSSTE es el lugar justo. El cortejo en camino a San Fernando aporta un breve descanso. La escena recién sufrida tiene atisbos de epopeya. Los suspiros se mezclan con las emanaciones de formol. Surge una necesidad de aferrase a los recuerdos luminosos, mas un embotamiento emocional impide cualquier rememoración. Sólo se consigue verlo como una masa inerte que aguarda, como los demás cuerpos estacionados en la morgue del Instituto Nacional de Cardiología, a que se proceda con el trámite que lo convertirá en cenizas. Hay que esperar sentado frente a él mientras se experimentan dentelladas indefinibles. La primera visión es muy áspera, se le suma la temperatura de congelador y la luz mortecina que se refleja en las superficies de metal. En una plancha de cemento, con la indignidad de la bata de hospital, yace desde la madrugada. El transporte que lo llevará al velatorio puede demorar un par de horas en llegar. La duermevela de la primera noche no trae consuelo, al contrario, el cúmulo de pendientes arrasa con los retazos de sueño. No hay nadie más que se haga cargo. En algunos espasmos de memoria se insinúa una liberación personal, pero en otros se atropellan las palabras no dichas y los perdones no concedidos. Van en ambas direcciones. Late con violencia el anhelo de evadirse. No hay quien lo otorgue. Cuando suena el teléfono del piso de terapia intensiva la noticia no causa agitación. Hablan para confirmar lo que ya se ha presentido. Son las 12:30 a. m. del 31 de agosto de 1993 y la enfermera transmite el recado. El paciente de la cama 23 acaba de fallecer. Unas horas antes de surcar el umbral de lo incognoscible tiene lugar un hecho reiterado que sacude a quienes lo atestiguan. Es importante hacerlo público. Atónitos, los médicos explican las lecturas del electrocardiógrafo y cómo deben interpretarse. El paciente de la cama 23 lleva dos semanas de estar internado y seis días de sobrevivir en un coma inducido. Un tubo lo conecta a un pulmón artificial y una serie de electrodos se le adhieren al tórax, en la zona del corazón. Dicen que si puede escuchar y que es recomendable hablar con él. Ha habido enfermos en situaciones análogas que al oír ciertas voces o al entender ciertas aseveraciones les escurren lágrimas. En su caso no ha habido respuesta a los entrecortados parlamentos que se han intentado en las restringidas visitas. Son tres, de media hora cada una, espaciadas a lo largo del día. El antecedente para explicar el fenómeno tiene que ver con una petición hecha en vida, en el sentido de que al paciente le habría gustado morir con música, pero no una música aleatoria, sino la que su hijo quisiera tocarle en el violín. En algún momento se reniega de la deshumanización que se vive en los hospitales, mas para el hijo en cuestión significa desatender los deseos paternos, librándose de hacerlo. Ante a la certitud de no poder, ni querer, llevar el instrumento, el vástago piensa que puede sustituir sus malogradas ejecuciones con la audición de discos compactos; se le ocurre en el penúltimo día. Para la primera escoge un impromtu de Schubert[2] por el que el agonizante padre nutre una predilección. Con los audífonos emitiendo las frases musicales hay un movimiento perceptible en el electrocardiógrafo. La presión arterial cuya lectura registra un 19 de frecuencia aumenta a 45, al tiempo que acaba la pieza. Al día siguiente se presenta con el allegro de una sonata para viola de gamba de Bach y el aumento de la presión arterial se registra incluso con más ímpetu. Al inicio de la obra la presión ronda los linderos de la muerte y hacia la mitad alcanza casi la de una persona en plenitud. Hay que comunicar lo que sucede. Los galenos tienen perplejidades pero acceden a reunirse en el siguiente turno de visita. Cuando el sujeto reaparece con el lector de discos se le dice que debe preparase para el desenlace, lo más probable es que el paciente ya no pase la noche. Al conectar los audífonos la pantalla del aparato muestra un 15 de presión que se corrobora con el color amarillento de la piel. Quizá sea la última música que escuche en este mundo. Se le suministra el último movimiento de la sonata para violín de César Franck y el milagro de volver a la vida se renueva. Para estupefacción de todos con cada exposición del tema la cuenta numérica crece. En los acordes finales su presión arterial es la de un hombre con un corazón fuerte… Así es la fusión del espíritu con el cosmos. El tiempo y el espacio convergen en la esencia donde lo inconmensurable se reconvierte en la nada; aunque más bien parece que de un sonido surge la chispa donde la vida se vuelve infinita. A veinte años de distancia, los dos colaboradores de PROCESO, padre e hijo, vuelven a unirse en las bondades terapéuticas de la música…


[1] Alusión explícita al título del libro de Julio Scherer García, se hace porque fue uno de los presentes. También a él se debe la mención siguiente sobre Tolstoi.
[2] Para escuchar las obras referenciadas pulse las ventanas de audio correspondientes. Audio 1: Impromtu n° 3, D. 899 de Franz Peter Schubert. (Alfred Brendel, piano. PHILIPS, 1989). Audio 2: Allegro de la sonata BWV 1029 para viola de gamba de Johann Sebastian Bach. (Mischa Maisky, chelo. Marha Argerich, piano. DEUTSCHE GRAMMOPHON, 1985). Audio 3: Allegretto poco mosso de la Sonata para violín de César Franck. (Arthur Grumiaux, violín. István Hajdu, piano. PHILIPS, 1994)

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