Pautas de sangre

domingo, 8 de septiembre de 2013 · 14:48
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El 8 de septiembre de este año se celebra el cuarto centenario luctuoso del príncipe Don Carlo Gesualdo da Venosa (1566-1613), a quien se recuerda, no tanto por la trascendencia que tiene su legado musical ?fue uno de los compositores más atrevidos del Renacimiento?, sino por los hechos sádicos de los que fue protagonista. Con respecto a la presencia que tiene su música en nuestro país, debemos decir que se interpreta muy poco, y no sólo por las dificultades para afinarla ?está plagada de cromatismos y de osadías armónicas que, ya desde su tiempo, le pararon los pelos de punta a sus oyentes?, sino, más bien, por la sensación de desasosiego que produce en públicos e intérpretes por igual. En innumerables ocasiones se ha dicho que su obra está imbricada con los terribles estados de locura intermitente que se cree que padeció. Pero, ¿quién es el personaje y de qué se le acusa?... Comencemos, precisamente, por la manera en que muere, pues con ella nos haremos una idea precisa de las perturbaciones de su psiquis. No en balde su biografía ha dado pie para sonetos, cuentos, novelas, óperas y un dilatado etcétera.[1] Como asentamos, su defunción tiene lugar hace exactamente cuatro siglos en el inexpugnable castillo de su propiedad en Avellino, provincia de Nápoles. El sujeto casi nunca sale a la calle y vive dedicado por entero a la música, la que compone y la que escucha en las voces de cantantes contratados para que le den placer a él y a su segunda mujer. Hace un par de semanas que avino el fallecimiento de su segundo hijo y Don Carlo lo atribuye a un castigo divino por los pecados que ha cometido. A partir de entonces deja de bañarse e instruye a sus sirvientes para que lo flagelen cotidianamente. Para tal efecto se desnuda de pies a cabeza y ordena que se utilicen látigos de cuero que han de mojarse para que azoten eficazmente la piel. La leyenda refiere que las sesiones de azotes se acompañaban de música y que debían llevarse a cabo hasta que las heridas manaran sangre o hasta que llegara la pérdida de conocimiento, lo que sucediera primero. Sin importar la acumulación de llagas, suciedad e infecciones, Don Carlo decreta que no ha penado lo suficiente y pide que las sesiones se intensifiquen sin hacerle caso a sus eventuales súplicas para detenerlas. Deben infligirse los mayores tormentos que el cuerpo aguante, los del alma él solo los padece durante sus largas depresiones y renovados insomnios. Es así, que los sirvientes lo atan y dan prueba de obediencia ciega, el problema es que un día se les pasa la mano y, transcurrido un tiempo razonable para que vuelva en sí, advierten que el príncipe ya no lo hace. En cuanto a la valía de su producción musical debemos anotar que Gesualdo es uno de los representantes más destacados del Madrigal, género que, en la famosa Seconda Prattica renacentista, había de darle una precedencia absoluta a la palabra sobre la música. En esto, Gesualdo alcanza límites de obsesión maniaca. En su enfermiza musicalización de textos poéticos, notamos que deforma cualquier atisbo de melodía con tal de lograr el énfasis sonoro que cada palabra amerita. En las poesías de sus obras, muchas de ellas también escritas por él, encontramos una tendencia reiterada para referirse al dolor, al llanto, a la crueldad, a las sombras y a la languidez. [2] Expuesto lo anterior, sobre todo habiendo cumplido con el deber moral de hablar de su música y sus particularidades, podemos incurrir en el relato de las vicisitudes que le dieron fama imperecedera. Sin dejarnos arrastrar por el morbo, bastará con consignar los hechos conocidos para que la nota periodística ocupe la sección roja de cualquier publicación, máxime cuando en estos tiempos que corren vemos que la violencia y el sadismo tocan cimas que, para sus perpetradores, lindan con lo sublime. Es la sublimación de la crueldad que roza los postulados de lo que hoy también se vende como arte. Ya ha habido pintores que usan su propia sangre como material pictórico, fotógrafos que exponen sus reportajes gráficos de morgues y nosocomios, compositores que yuxtaponen gritos reales, de dolor o de miedo, dentro de sus partituras y, como vemos todos los días, homicidas que perfeccionan sus técnicas hasta hacer de ellas un subrogado de “creación artística”. En este sentido Gesualdo es también un pionero. Hemos de situarnos en el Palazzo San Severo de Nápoles, residencia conyugal del príncipe. La fecha de los primeros crímenes, 16 de octubre de 1590. Don Carlo tiene 24 años y su esposa 20. Ella se llama María de Ávalos y, a pesar de su corta edad ?se había maridado a los 16 con Gesualdo? ya era viuda por segunda vez. Malas lenguas dijeron que su voraz apetito sexual había ultimado a sus dos esposos previos. Los antecedentes: el príncipe detecta algunas mentiras de su cónyuge aunadas a una desatención amatoria. Orquesta con sus lacayos una falsa salida de cacería que lo tendría ausente un par de días del hogar. Por si acaso, manda hacer una copia de la enorme llave del dormitorio. En plena madrugada de la fecha transcrita irrumpe en el palacete y encuentra in flagrante delicto a su mujer con un tal Fabrizio Caraffa, duque de una localidad cercana. Al parecer llevaban dos años de realizar sus pecaminosos encuentros. Para evitar que alguno de los dos se escape cuenta con la ayuda de los sirvientes que obstruyen la puerta y proporcionan los implementos del castigo. No sabemos que son peores si las injurias que emite el cornudo o los gritos de pavor de los amantes. En primer término Don Carlo los amarra a la cama y luego se orina sobre ellos. Acto seguido comienza a mutilar lentamente los cuerpos. Primero los dedos de las extremidades superiores y luego los de las inferiores. Después vienen las orejas y de acuerdo al acta de la jefatura de policía al duque también le cercena nariz y pene. A María, por embustera, le arranca la lengua con una tenaza. Cuando el delirio se templa Don Carlo recurre al hacha. A él le vuela los brazos y los pies. A ella le parte la vagina en dos y luego la degüella. Para reforzar el escarmiento, a lo que queda del infractor manda que lo vistan con el ajuar más llamativo de la esposa y que, antes del amanecer, lo saquen a la plaza para que todos se rían de él. Por supuesto no faltaron los collares y la pintura labial. A ella dictamina que la metan en un baúl y se la manden a sus suegros para que vean que clase de puta se acomidieron a entregarle en matrimonio. Por su condición noble y por la naturaleza del delito, al príncipe no le corresponde ninguna punición, es más, está en su pleno derecho de hacerse justicia. El inconveniente no serían las leyes sino la venganza de las familias de los ajusticiados, por ende, seguirá el consejo de escapar hacia el mencionado castillo donde, casado en segundas nupcias, ocurrirá su deceso. Empero, a la mañana siguiente de los homicidios se acuerda que hay una criatura nacida en el envenenado vientre de su consorte. Pide que se la traigan y, según algunos biógrafos, al mirarla a los ojos percibe que es fruto de los amores ilícitos de su madre. Espera entonces el arribo de sus músicos para acabar con los vestigios de su agravio. Con cierto resabio de amor paterno ordena algún madrigal apto para conciliar el sueño de los inocentes. Cuando éste resuena en el patio del Palazzo, al bebe lo cuelga de los pies y, antes de flecharlo como a una de sus presas de caza, lo embadurna con la sangre de su madre. Después lo dará de comida a sus mastines napolitanos. También está en su derecho de hacerlo y no recibirá condena. Surge una reflexión: si la justicia humana no penaliza ciertos delitos, sobrevive la esperanza de que los criminales conviertan su existencia en un flagelo inacabable.
 
[1] Son de citar los tres sonetos de Torcuato Tasso, la novela Le Puits de Sainte Claire de Anatole France, el cuento Clone de Julio Cortázar, así como la ópera de Franz Hummel y el Monumentum pro Gesualdo de Igor Stravinsky.
[2] Se recomienda la audición de sus madrigales Mercé, grido piangendo e Io pur respiro in cosí gran dolore. Audios 1 y 2 respectivamente. (Sexteto vocal dirigido por Robert Craft. SONY Essential Classics, 1998)

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