Pasión musical de Herrera de la Fuente

martes, 16 de diciembre de 2014 · 18:04
MÉXICO, D.F. (apro).- El pasado 5 de diciembre falleció a la edad de 88 años el conductor de orquesta capitalino Luis Herrera de la Fuente, a quien Gerardo Estrada, ahora al frente del Auditorio Nacional, consideraba “un elemento indispensable dentro del Instituto Nacional de Bellas Artes, en el que laboró 30 años, 18 de los cuales fungió como director de la Orquesta Sinfónica Nacional”. En la presentación de Estrada (cuando estaba al frente del INBA) para el libro Luis Herrera de la Fuente. Un testimonio de la cultura del siglo XX (Dirección General de Publicaciones, INBA, 1995. 194 págs.), el funcionario añadía sobre el músico: “Es pedagogo, conocedor inigualable de las demás disciplinas artísticas y pensador profundo. En cuanto a la música fue organista, pianista, cantante, violinista, paleógrafo musical: luego se convirtió en una figura de reconocimiento mundial en la dirección de orquestas y continuó desarrollando la composición; es decir, una función de los tres niveles en la creación musical: la composición, la interpretación y la dirección”. Herrera de la Fuente nace el 25 de abril en la Ciudad de México. En 1923 se traslada a la Ciudad de México con su familia a Texcoco, Estado de México, donde un año después inicia estudios de piano con la maestra María Olvera. Para 1927 lo vemos de vuelta en la capital, aprendiendo el instrumento con el profesor Luis G. Saloma. En 1935 estudia composición con José F. Vázquez e ingresa como pianista en Radio Educación. Realiza su examen como pianista en el Anfiteatro Bolívar en 1940 y un año más tarde entra como discotecario a Radio Universidad. En 1945 organiza y dirige la Orquesta de Cámara de Radio Universidad. El 24 de junio de 1946 estrena su Sonata para piano y el 23 de julio de 1948 con la Orquesta Sinfónica del Conservatorio, Dos movimientos para orquesta. Subdirector de la Orquesta Sinfónica Nacional en 1949, viaja a Zurich, Suiza, para estudiar dirección orquestal con Hermann Scherchen. Ya en 1953 se le halla en Perugia, Italia, donde cursa Historia del Arte y en 1959 es nombrado titular de la Orquesta Sinfónica de Chile. Posteriormente, sería la batuta de las siguientes: Sinfónica Nacional de Perú (1965), Sinfónica de Xalapa (1975), Filarmónica de las Américas (su fundador en 1976), Oklahoma Symphony Orchestra (1978), Sinfónica de Minería (1985), Sinfónica Nacional de México (1989) y Filarmónica de la Ciudad de México (1990). En 1992 fue nombrado director del Festival Internacional de Música de Morelia. Medalla Bellas Artes 1996, en 2003 se le concedió la medalla de oro José Vasconcelos y en 2005, el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Entre sus grabaciones destacan los discos varios de Música Mexicana en el sello Musart/CENIDIM; La noche de los mayas con la Orquesta Sinfónica de Xalapa (RCA Víctor, 1980); Misa Guadalupana (EMI Capitol 1986), Gershwin. Rapsody in Blue (EMI Angel 1984), Orff. Carmina Burana (England, WH Smith 1992), Grandes del romanticismo en México y Compositores mexicanos del siglo XX (Spartacus, 1993). A su vez, el crítico operístico Eduardo Lizalde escribió: “Muy considerable es también, en materia de registros, la heredad que en grabaciones de video consumó Herrera de la Fuente como expositor y director a partir de 1976, cuando emprendió otra compleja y no bien evaluada aventura: la fundación de la Filarmónica de las Américas, para cuyos atriles convocó a concurso a los mejores músicos de Latinoamérica entera, que ofreció notables conciertos con solistas de primera magnitud y que, por desgracia, tuvo muy corta vida.” Enseguida, ofrecemos una selección de textos tomados de Luis Herrera de la Fuente. Un testimonio de la cultura del siglo XX, donde el finado director de orquesta en primera persona redacta acerca de temas musicales o sobre la llamada “tercera edad” y asimismo, se recogen partes biográficas de la entrevista de Emilio Cárdenas Elourdy contenida en dicho volumen. Palabras del músico Mi primer recuerdo… No sé si es de vida o de muerte. Vivíamos en un edificio que estaba frente al “Caballito”, era el del periódico El Heraldo, mi abuelo paterno trabajaba allí. Ocupábamos parte de la planta alta. No sé si es mi primer recuerdo o mi primera sensación de vida. Lo que está aquí grabado es un sobresalto mío y un susto tremendo de mi madre. Tendría yo ocho o nueve meses; mi nana me sentó en el borde de la ventana para que me entretuviera mirando a la calle, y me dejó allí. Mi madre entró a la habitación y se aproximó sin hacer ruido hasta que me abrazó. Yo, al sentirme sujetado, grité y lloré por un buen rato; en fin, ese es mi primer recuerdo; si mi madre no hubiera llegado no tendría ninguno, ahí habría acabado todo. (…) Yo no soy académico en nada; incluso la dirección de orquesta la ejerzo sin título. Todo lo que hablo, lo hablo como curioso, por haber metido la nariz en muchas cosas, nunca acaba uno de saciar su curiosidad… Cuando yo tenía 5 o 6 años, mi abuelo me sentaba en sus rodillas y me leía de la Colección Araluce. Claro, primero la Ilíada, la Odisea, y luego la Eneida, y después las biografías de compositores y de pintores, semillas de la fantasía (…) Mi abuelo tenía una hermosa voz; también mi madre… Ambos cantaban muy bien; mi abuelo sí sabía música, se la enseñaron los curas de su pueblo, Tepetlaostoc, en el Estado de México, cerca de Texcoco. Todavía cuando era niño, íbamos a Tepetlaostoc a caballo; ahora pasa la carretera muy cerca, en cinco minutos uno está allí. Decía que mi abuelo era músico, aunque no profesional; formó un coro y él lo dirigía. Mi madre, no; ella cantaba, tocaba el piano, tocaba muy bien la guitarra y la mandolina, pero como decimos en el lenguaje coloquial de hoy los músicos: “de olla”, o sea, de oído. Mi padre también estudió un poco de música; violín en el Conservatorio y también tocaba la mandolina. Vivimos en Texcoco una temporada. Se reunían allí con los amigos que tocaban instrumentos. Sábados y domingos en la tarde me los pasaba oyendo la música que hacían mis familiares con sus amigos; sus estudiantinas, sus pequeños grupos. Pero antes de eso, yo ya había tenido conexión con la música… Había entonces temporadas de ópera que organizaba un empresario particular, el maestro Pierson; daba cuatro óperas distintas a la semana. Todavía no había subvención del gobierno como condición sine qua non para realizar ese tipo de actividades. Era igual que en Europa. Allá, la ópera fue en el siglo XIX el espectáculo-negocio por excelencia. Gracias a eso se enriqueció el repertorio y floreció el genio de los compositores. Mi madre iba sola a la ópera, cosa inusitada en aquellos tiempos. Mi padre asistía a las cuatro óperas a la semana. Iban allá arriba, a lo más barato, no había numerados, había que llegar temprano a ganar lugar… Y un día se cantaba Aída, una de las óperas preferidas de mi madre; durante el segundo acto empezó a sentir dolores de parto: era yo, tocando la puerta de su vientre. En el intermedio, salieron volados; estaba allí muy cerca de su casa, en el número 8 de la misma calle de Mesones, a cincuenta metros del monumental edificio de Las Vizcaínas. Estuve a punto de nacer en el segundo acto de Aída. He ahí mi conexión con la música. Mi madre vivió 97 años. Hasta el fin de sus días, me reclamó: “Por tu culpa me perdí el dúo de Amonasro y Aída: Rivedrai la Foresta Imbalsamata”… Había un piano en mi casa y yo, como todos los niños, rascaba las teclas… Estudié música y fui músico profesional en mi adolescencia y en mi primera juventud. El oficio musical lo ejercité en muy distintas áreas y muy distintas jerarquías. Pero frecuentaba un grupo de amigos que se reunían bajo el femenino e inteligente manto de Magda Montoya, famosa bailarina y maestra de danza, además de guapa; durante muchos años fue una amiga mía muy estimada, muy querida. Luego, este monstruo de ciudad nos tragó a todos… Al terminar las clases de la escuela de danza de la Universidad, que dirigía Magda, se iba formando la chorcha de jovenazos; íbamos allá a charlar, a tomar café, discurrir. En ese grupo estaban Juan Rulfo, Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia, que se casó con Magda; un joven escritor y filólogo peruano, Pepe Durand, y yo. Y mi comezón era escribir, no por contagio sino porque tenía esa tentación interna; un error alimentado por las voces y los temas de mis amigos. De hecho, un poco escribí. Pero había otro gusano roedor: la arquitectura. Afortunadamente, pronto me convencí de que no tenía facultades naturales para ello aunque tuviera el gusto, el hambre. Aún hoy, tal vez, la arquitectura es lo que más me conmueve. (…) Mi maestro de composición fue Stanislao Mejía… Curiosamente, hice la carrera de composición --si le podemos llamar carrera-- tres veces de la alfa a la omega, completa; por curiosidad y otras cosas, repetí la experiencia con el maestro José F. Vázquez, que fue director de la Orquesta de la Universidad… Luego vino la inmigración española y con ella llegó Rodolfo Halffter, un prestigio en sí mismo, derivado de su obra y del halo de sus dos maestros: Manuel de Falla y Schoenberg. Rodolfo me aceptó como discípulo (…) Tal vez de los compositores que me penetran más, el más antiguo es Claudio Monteverdi, compositor del siglo XVII que escribió las primeras óperas donde la voz humana ya no era solamente un instrumento sino una materia expresiva que se manifestaba dentro de la persona en la voz, porque así lo reclamó aquel tipo de melodía y de armonía… Luego, tal vez, en la cúspide, en lo más intenso que recuerdo de la música está Johann Sebastian Bach. Creo que no he estudiado a ningún otro autor la cantidad de horas como a él. Luego, Mozart, Beethoven, Brahms, Ravel. (…) De los músicos mexicanos que son de la edad que yo tengo, recuerdo solamente al compositor Carlos Jiménez Mabarak. Él y yo tenemos una cosa en común, incluso alguna vez lo comentamos: él no perteneció a clan alguno y yo tampoco… Jiménez Mabarak fue un compositor independiente y yo no tuve trato con músicos de la edad que yo tenía. (…) En nuestra Ciudad de México podíamos tener cerca y oír su voz a gente muy auténtica, muy valiosa. Tal vez la misma dimensión de la ciudad lo permitía. Aquellos Frida y Diego; El Coronelazo (David Alfaro Siqueiros), Orozco (me lo encontraba con frecuencia en el tranvía De la Rosa), Martín Luis (Guzmán), Novo, Usigli, Miguel Covarrubias, las Campobello y María Asúnsolo; Pita Amor… Como que eran gente de carne y hueso; de peso específico, viva realidad humana, incendio de pasiones, cualidades y defectos. Un México y una vida, claro, irrepetibles. Cuando vino Iturbi dio cuarenta y tantos conciertos en su primera visita. (Claudio) Arrau también dio cuarenta y tantos conciertos en su primera visita: gente de inmenso nombre, personalidad. Completísimos. Hoy no se da eso. (…) Todo es un proceso interminable, porque si un individuo estudia la música o la ejerce, ve que a la música nunca se le acaba de llegar; siempre va a ser más grande que nosotros… Los problemas que tienen los muchachos de hoy son exactamente los mismos que tenía yo y que habían tenido mis maestros. Quiero aclarar que no es una cuestión de maestros, porque en México hay excelentes. Lo que no propicia el desarrollo al ciento por ciento del talento mexicano es el sistema educativo. Siempre se están ensayando planes de estudio que cambian cada sexenio, de tal manera que no ha perdurado ningún sistema que permita llegar a alguna parte. Es sólo una búsqueda continua de caminos. Y si uno se pasa la vida probando caminos, no recorre ninguno, y así no se llega a ninguna parte. Lo grave de nuestro país no está produciendo en materia musical el producto que nuestra materia prima reclama por su calidad. Creo que el talento musical en México es de primer orden, equiparable al de los países más brillantes, sólo que la educación ha estado siempre a un nivel muy inferior al talento. (…) ¿Por qué nos atrapa la música? Quizá precisamente porque no refleja la vida ni la interpreta, sino que la contiene y la crea en cuanto empieza a sonar. En cuanto empieza a sonar, comienza a moverse y nosotros con ella. No sólo anímica, sino físicamente también: la cabeza, la mano, el pie. Mientras va moviéndose, va creando vida por sí misma y dentro de nosotros; cuando hemos entrado en su movimiento, somos parte de esa vida; nuestro ser biológico y psíquico comparte sus vicisitudes, sus conflictos; vive su mismo efímero destino. Y cuando la música calla, su influjo sigue operando en nosotros durante un tiempo variable, al margen de nuestra voluntad, en el consciente y en el subconsciente. Hemos quedado inmersos no sólo en lo vital, sino en lo poético. (…) La música es, pues, un medio de expresión y de comunicación. Empero, de expresión y comunicación abstractas. No de una pena en particular sino de la pena; no de una alegría en particular, por ejemplo, la de sacarse la lotería, sino de la alegría. No del amor de Juan por María o de Graciela por Nicolás, sino del amor, y así, de una ternura, de una tragedia, de una victoria, de un éxtasis. En suma, la música expresa, sugiere, comunica la tensión, la paz, descubre la esencia del hombre en sus infinitos matices, grados y calidades, el fuego prometéico en el campo de la batalla del alma humana. (…) Sin embargo, refiriéndonos al individuo en particular, no cabe duda de que la “tercera edad” otorga dimensiones e intensidades desconocidas antes de ella. Parece que solamente una vida en condición de etapa final hace penetrar en el hombre sensaciones, sentimientos, estados de la inteligencia y del alma, que si bien no son nuevos, sí son diferentes en cuanto a las zonas que abarcan dentro del ser, en cuanto a los grados de tensión y profundidad que parecen taladrar nuestra estructura toda. La melancolía, la nostalgia, aunque pueden parecer depresivas, son riquezas del alma expandidas por los años, que las procesa y convierte en sustancia de recuerdos y de belleza. Luego, y para terminar, aquello que sigue vigente o que puede seguir vigente y que es casi el sentido, la esencia, la razón misma de la vida: el amor. La palabra amor, que ocupa los labios desde nuestra temprana edad y que nunca encuentra un significado definido, sino que más bien parece hacer coincidir sus latidos con los latidos de nosotros mismos en cada etapa de nuestro diario vivir. El amor es sinónimo de la verdad. En esto, cada uno de nosotros ponemos nuestro yo personal, nuestra forma personal, nuestra composición interna. En esto, nos manifestamos y nos encontramos; y si hay amor, no hay soledad. Tal vez podamos aplicar aquellas ultra citadas palabras del poeta: “Si tienes un hueco en tu vida, llénalo de amor…”. Suenan suficientemente cursis y por ello apropiadas para que las pronuncie un anciano; pero, como diría Galileo, e pur si muove. No hay duda; el amor está vigente en la “tercera edad”: puede, como la vida entera, alimentarla, llenarla, conformarla con el más intenso y bello de los significados, de los sentimientos; envolverla en aquella luz última del instante último que con tanta vehemencia Goethe quería capturar.

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