"Relatos salvajes", biografía de Graham Nash

miércoles, 17 de septiembre de 2014 · 16:39
MÉXICO, D.F. (apro).- Hace poco menos de un año que apareció la biografía Wild Tales (“Relatos salvajes”) del cantautor inglés Graham Nash (Blackpool, 2 de febrero 1942), quien conquistó la gloria y la fama a finales de los años sesentas en el Festival de Woodstock con los norteamericanos Stephen Stills, del grupo Buffalo Springfield, y Dave Crosby, de The Byrds, en el trío denominado Crosby, Stills & Nash. La excelencia armónica que Crosby, Stills & Nash lograron con sus tres voces y magníficas canciones a lo largo de varios discos les brindó un lugar privilegiado en la historia de la música popular, al lado de duetos como Los Everly Brothers o Simon & Garfunkel, así como los coros que hicieron inmortales a Los Beatles y a Los Beach Boys. Nash había sido miembro del exitoso conjunto británico The Hollies, pero cuando se produjo su encuentro en Los Ángeles, California, con Crosby y Stills en casa de la extraordinaria compositora canadiense Joni Mitchell, su destino quedaría sellado para siempre. Reproducimos a continuación el pasaje narrativo de aquella génesis musical que devendría en el trío Crosby, Stills & Nash, contado por Graham Nash en sus memorias Wild Tales (Penguin Random House Company, 2013) aún sin publicar al castellano, en traducción de Roberto Ponce para nuestros lectores. Agosto 1968 El Sol apenas se oculta por el firmamento poniente mientras el taxi llega a Laurel Canyon, bañando las colinas de Hollywood con el fogonazo dorado del verano. Estamos a escasos minutos de la locura de Sunset Strip, pero es otro mundo… Es el sitio en donde las personas de alma libertaria justo, como la mía, hacían las cosas que yo anhelaba hacer: ser creativo y tocar música. Sentí entonces el jalón de Laurel Canyon, su espíritu comunitario. ¡Hombre, aquello parecía mi propio hogar!, nos detuvimos frente a una cabañita de la avenida Lookout Mountain. No era un área exclusiva, sino simplemente un bungalow con un dormitorio, una joyita de casa… y un adorable jardincito atrás. Había un pequeño árbol echando raíces junto a la entrada. Una camioneta Volkswagen verde se hallaba estacionada junto al buzón de correo en la curva. Adentro, las luces desprendían su brillantez y pude escuchar el tintineo de una charla elevarse al unísono. Sabía que ella estaría acompañada, pues le llamé por teléfono desde el aeropuerto. Y conocía a los que estarían con ella. De cualquier forma, me entró la incertidumbre de si acaso no los iba a interrumpir. Coloqué el estuche con mi guitarra en el piso y reflexioné otra vez acerca del lugar en donde me hallaba y lo que hacía allí. En el fondo, seguía siendo un chavo del norte de Inglaterra, de una zona cuya influencia me marcaba todavía. Por supuesto, estaba consciente de ser una estrella del rock inglés que había logrado éxito. Pero mi pasado me hacía sentir que yo no era lo suficientemente cool y que quizás me encontraba fuera de mi elemento. ¡Ay, pero qué demonios! Ya había corrido por todo tipo de situaciones en los últimos diez años. No me iba a detener a estas alturas de la vida. De pronto, Joni Mitchell se hallaba en la puerta y ya nada más importaba. Habían transcurrido unos cuantos meses desde la última vez que nos vimos (cuando nos conocimos por primera ocasión), pero nuestro conecte fue instantáneo. Joni venía toda ella en un gran paquete: mujer amorosa similar a una sílfide, con atractivo natural como de molinos de fuego y una cualidad discreta que parecía alumbrar su interior. Era de una belleza tan enorme como su talento y me sentí girar en su órbita, cautivado por las ganas de conquistarla. Detrás de ella, sentados en la mesa del comedor, los dos tipos que esperaba encontrar acababan su cena. Al momento de echarles el ojo, sonreí. --¡Hola, Willy! –David Crosby gritó llamándome por el apodo reservado a mis amigos más cercanos. Era él uno de aquellos tipos formidables que uno jamás puede evitar querer, un carácter gregario, irreverente como el que más, voz simpática e increíble sentido del humor. Lo había conocido casi un par de años atrás, cuando todavía era integrante de The Byrds, y nos hicimos cuates de volada. Algo entre nosotros hacía click precisamente cada vez que andábamos juntos. Estábamos en idéntica frecuencia. Nos gustaba la misma música e igual tipo de chicas, incluyendo a Joni de quien él había sido pareja meses atrás. Este Croz era un tipo que no se andaba por las ramas y decía las cosas como las veía. Además, siempre traía la mejor mota de Los Ángeles --tal vez la más ponedora del mundo. El tipo a su lado era Stephen Stills, un guitarrista formidable que acababa de abandonar el grupo Buffalo Springfield, uno de los más efectivos de L.A., nos habíamos conocido mejor durante mi última visita a los Estados Unidos. Se le consideraba una suerte de leyenda underground, un tipo que tocaba con estatura personal, al lado de Hendrix o Clapton totalmente único, con un chorro de buenas canciones originales. Ambos estaban de muy buen talante, y sentí como si estuviesen cocinando algo. Verlos así me relajó. Aparte, Joni los amaba de verdad. Stephen había tocado en su primer álbum producido por David. Los tres eran grandes cuates, juntos se hallaban realmente a gusto y dispuestos a enrolarme en su círculo. Crosby ya había fumado antes de que yo llegara allí y se hallaba pasado y arriba, así que traté de colocarme a su nivel. Debieron haber tocado algo de música pues había varias guitarras dispersas por doquier y yo traía la mía, ya que en el ambiente de Laurel Canyon las personas invariablemente solían llegar con sus guitarras para cenar. De hecho, la gente cargaba sus liras a donde fuera, eran parte de su forma de ser. En cierto momento, alguien diría con puntualidad relojera: “Les voy a tocar la canción que estoy componiendo…” No había pasado ni media hora desde mi llegada, cuando David le dio un golpe a Stephen en el brazo, diciendo: “¡Oye, tócale a Willy la canción que acabas de componer!” La primera canción     Stephen, hundido en un sillón próximo a una antigüedad de carrusel con figura de cerdo, desenfundó su guitarra y la pulsó. Sonó varios acordes con la plumilla para una hermosa introducción, al tiempo que David se paró a su lado y se le unió cantando el siguiente verso:
En la mañana, cuando te levantes ¿pensarás en mí y cómo me dejaste llorando?
Sus formidables armonías, llenando el aire, iban en pares –Stephen en la melodía y David más bajo—rivalizando con los Everly Brothers.
¿Estás pensando en teléfonos y managers y a dónde irás al mediodía?
Quedé absolutamente atrapado. La canción “You Don’t Have to Cry” (“No tienes por qué llorar”) era un cañonazo y sus voces la convertían en un cañonazo doble. Cuando escuchas una cosa así, te das cuenta inmediatamente de que se trata de algo muy especial. Las palabras y las melodías congeniaban a la perfección. La cantaron y yo dije: “¡Carajo, es una canción fabulosa!” Miré a Joan, quien estaba sentada al piano y le lancé una sonrisa antes de preguntarles: “¿Les importaría volver a cantarla?” Se miraron mutuamente, alzaron los hombros y respondieron “okey”. La segunda vez me concentré en la letra y la forma en que sus voces se acompasaban y opacaban entre sí. La tenor de David cristalizando a una altura aterciopelada, mientras que la de Stephen, áspera y con menor disciplina, iba cargando raíces del rock sureño. De ninguna manera competían sino que más bien se complementaban. Y poseían un vibrato natural, el cual adquiría sombras como de alerta. Esos tipos sí que sabían cantar. Pero igual yo. Y cuando terminaron la pieza, les dije: “Muy bien, les voy a pedir algo. Cántenla de vuelta.” Tres veces la misma pieza. Supongo que debieron pensar que me había puesto demasiado pacheco. Pero yo soy inglés y por ser su invitado, me aceptaron pensando: “Bueno, vamos a divertir a este cuate”. Ahora bien, yo suelo aprender rápido, así que pronto memoricé la letra y me imaginé cómo acoplar mi voz en armonía, la había escuchado internamente y pensaba: “Sé lo que tengo que hacer, sé hacia dónde ir, ¡lo sé, lo sé!” Cuando Stephen empezó la introducción nuevamente, me puse de pie a su izquierda y al empezar ellos dos a cantar, lancé mi voz desde la primera nota: ¡aquí voy! Controlé el aire, el fraseo, la tonada. Emití mi armonía sobre la de Stephen y los tres alzamos el vuelo.
Estás vivieeeeeeeendo una realidad que abandoné hace años y casi me mata. A la laaaaaaaarga…
¡Qué sonido! Estábamos bien templados como piel de tambor. Una armonía de tres partes sin fallas. Sonamos tan dulce, tan hermosamente increíble, que al minuto de la canción nos soltamos locos de risa, en especial cuando llegamos al coro. ¡Habíamos perdido el juicio! “¡Guau! Espérame un segundo… ¿Qué chingaos fue eso?” Los tres éramos freaks de las armonías y proveníamos de conjuntos que habían refinado las partes vocales en pares como un arte: Los Hollies, Springfield y The Byrds. Pero el sonido que acabábamos de lograr era diferente, de una frescura inusual. Nunca habíamos oído nada parecido. Era como los Everly Brothers con plus. Y al mismo tiempo, resultaba tan sencillo: sólo una guitarra acústica y tres tipos cantando como si fuesen uno. A David y a Stephen les agarró como un shock. No estoy seguro si alguna vez pensaron en que la canción podía darse a tres voces, pero así es como yo la oí de entrada. Crosby repetía de oreja a oreja: “¡Esto es lo mejor que he escuchado en mi vida!” --¿Te sonó tan increíble a ti como me sonó a mí? –le pregunté a Joni. --Sí, me parece que sonó bastante increíble. Algo mágico había ocurrido y todos lo sabíamos. Cuando cantas con dos o más personas y lo haces bien, el todo llega a ser mejor que la suma de las partes y aquello que produces hace que cualquier cosa se eleve sobre la faz del planeta. Los tres nos pusimos a levitar y era muy agradable. La vibra fue tan intensa que resultaba difícil hacer tierra. Conseguimos una alegría espectacular por haber hallado algo nuevo, un sonido original y diferente a cualquier otra onda que existía a nuestro alrededor. Todos lo sentimos así, lo sabíamos. Ahí estaba, tangible, completa en un minuto de amistad. La queríamos nuestra. Pero dudamos en darla a conocer, como si tuviésemos pena de hablar acerca de ella, de revelar el secreto por si el día de mañana esa alegría ya no estuviera ahí entre nosotros. Aparte, existían muchas barricadas en nuestros caminos. Para cantar con esos dos tipos yo tenía que cortar mis lazos con Los Hollies –y no era fácil porque, en primera, eran mis colegas; amaba a esos compañeros. Allan Clarke y yo nos conocíamos desde los seis años de edad y yo era parte integral de la banda. Debía rescindir mi contrato, retirar las regalías de mis canciones y eso era muy problemático; pero podría hacerlo... “Tenemos que hacer funcionar esto”, dijo Stephen Stills y yo asentí: “No hay otra pinche alternativa, tenemos que ponernos a trabajar para hacer que esto funcione.” No me cabía la menor duda. En el momento en que escuché aquel sonido supe que el resto de mi vida se encaminaba hacia una dirección nueva, única. No sería una senda de ida y vuelta. Ya no había de otra.

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