"Los reyes del pueblo que no existe"

lunes, 2 de marzo de 2015 · 13:09
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Agua pasa por mi casa… Si algo les sobra a los habitantes de San Marcos es agua. El agua se lo llevó todo: amigos, hijos, familias, aisló a los animales, destruyó casas. “No los extrañamos porque nadie los corrió, ellos quisieron irse”, cuenta Jaime. Sin embargo, técnicamente los corrió el gobierno. Mazatlán crecía tanto que la población urbana demandaba el vital líquido. La presa Picacho se construyó para garantizar agua potable para los próximos treinta años, con el pequeño detalle de que inundaría y por lo tanto desaparecería del mapa varios pueblos. Algo que la lengua fría del gobierno llama “daños colaterales”. Entre ellos está San Marcos, donde viven aferradas tres familias, las que se quedaron a pesar del desalojo y la reubicación. A la gente reubicada les dieron nuevas casas, “pero los dejaron sin agua”, dice una de las habitantes en medio de las calles que parecen canales. Los reyes del pueblo que no existe (México, 2014), dirigida por la joven estudiante del CUEC (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos) Betzabé García cuenta la historia de aquellos que aman tanto sus raíces que se han adaptado a su nueva realidad. “Quería contarlo como lo viví yo, que cuando llegué lo primero que vi fue un Cristo inundado en medio de la presa. Quería justo generar esas preguntas: ¿Por qué se quedaron?, ¿por qué están ahí?”, cuenta García. Y este punto de partida se desarrolla en ésta, su ópera prima, que alarga la alucinación hasta los créditos finales. Los recuerdos se quedan, la gente se va. “Eso es lo más bonito, muchacho, los recuerdos”, dice Yeya, una de las protagonistas. La sencilla tortillería funciona sin percatarse de las calles desiertas, una vaca (que quedó sin siquiera una pareja después del diluvio en una isla donde se come las tortillas), y la iglesia que se mantiene limpia gracias a una pareja agradecida con Dios. Las escenas de este real Apocalipsis son retratadas por Diego Tenorio con una fuerza simbólica que estruja el alma. En medio de lo negro, una puerta inundada de luz. La cámara en la punta de la lancha oscilando, una oscilación que durante toda la película se siente entre la vida y la muerte. El fotógrafo rememora: “Al principio pretendíamos hacer una película sobre la lucha de los pueblos desalojados, pero en el camino descubrimos que centrarnos en el arraigo de las familias permitía más cercanía con el público". De esta forma logran involucrar al público, porque no importa la posición política sino la empatía que se logra crear ante las personas que se enfrentan a una injusticia. Se siente un íntimo acercamiento del equipo de producción con los habitantes. La existencia de la cámara no se niega ni se esconde, se asume. Ésta y sus portadores se sienten como fantasmas en un pueblo fantasma, un lugar donde, eso sí, los escasos pobladores no se acercan a las ánimas del panteón. Los personajes están constantemente contando historias y recuerdos a sus amigos foráneos, los que están detrás de los aparatos. La cámara flota y se balancea entre las calles inundadas como en un sueño, guiada por un particular lanchero, quizá representando a Caronte. El viejo San Marcos se ha convertido en una belleza melancólica. Entre los escombros toca para nadie una banda de niños. El pueblo rompe la delgada línea entre lo destruido y lo replanteado. El filme te invita a ver con otros ojos un lugar que para algunos no existe y para otros es el único y elegido hogar. Los Reyes del pueblo que no existe está de gira por el país con Documentales Ambulante. Es imperdible. Sus presentaciones más próximas son Veracruz, Zacatecas y Coahuila. Consulte la cartelera en ambulante.com.mx. También estará en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (FICG).

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