El rapto (Primera parte)

viernes, 12 de junio de 2015 · 22:35
MÉXICO, D.F. (Proceso).- No hay familia que pueda eximirse de contar con historias oscuras en las que, a manera de abalorios, se ensartan los destinos de sus miembros y, a menudo, se puebla el árbol de sus genealogías. Con esta aseveración en el aire, hemos de proceder con la narración de un hecho delictivo de cuyas consecuencias emanó el origen de una rama familiar que sigue expandiéndose e, inclusive, derivaría la escritura misma de estas líneas. Como es natural, en la relatoría de hechos y de personas la selección es inevitable, así como su posterior salida de escena. Vayamos pues, a los primeros años del México Independiente. La fecha es imprecisa, mas no la ubicación: nos situamos en la hermosa ciudad de Saltillo, en el futuro Estado Libre y Soberano de Coahuila de Zaragoza. Fue así que un tal Mr. Prince, irlandés de nacimiento, se afincó en la comarca coahuilense dejando su pasado a la espalda, sobre todo las hambrunas y la carencia de oportunidades. Podemos suponer que al no encontrar ninguna mina que pudiera darle la prosperidad anhelada, optó por fundar una fábrica de hilados a la que bautizó con el antiguo nombre latino de su tierra: La Hibernia. No pasó mucho tiempo para que el advenedizo industrial comenzara a hacer fortuna y se volviera un atractivo prospecto de marido. Es de presumirse que el irlandés había llegado célibe, aunque no hubiese importado que no lo fuera a la hora de rehacer su vida en el nuevo lugar de elección. El caso es que ahí hace su aparición la señorita María Elena Rojo, con quien decide matrimoniarse y con quien procrea descendencia. De la numerosa prole Prince Rojo aquella que nos interesa es la niña Margarita, ya que fue ella quien dio las mayores muestras de talento musical de la familia. Margarita Prince recibió lecciones de piano de su propia madre y también tuvo una maestra particular, de esas que mitigaban su soltería bordando y aleccionando párvulos sobre el taburete de un destartalado piano vertical. Lo siguiente que sabemos de la maestra Margarita es que se volvió consciente, a muy temprana edad, de la urgencia de crear en Saltillo algún centro educativo que pudiera aminorar el rezago artístico reinante abriendo, por ende, la primera academia musical de la ciudad. Como nombre llevó el de Academia Santa Cecilia y por sus aulas desfilarían decenas de educandos. Asimismo, la maestra Prince tuvo una especial predilección por el bel canto y no dejó pasar oportunidad para presentar dentro de su academia recitales con las obras del repertorio lírico en boga. Como era de esperarse, ni ella ni sus pupilos podían perderse las funciones que ofrecían las compañías itinerantes de ópera y zarzuela que llegaban a México, procedentes de Europa, vía La Habana o Nueva York. Debe haber sido ahí, al cabo de una gala operística de una compañía italiana[1] cuando Margarita conoció al hombre que habría de trastocarle el destino. Era un violinista de la orquesta, al parecer de buen porte, que se llamaba Enrico Zanardi. No sabemos mucho de su romance, empero, la decisión de unirse llegó espontánea y en poco tiempo se celebraron los esponsales con pompa y el despliegue esperado de ejecuciones musicales. Alumnos de la maestra y colegas de ambos formaron un grupo para cumplir egregiamente con las porciones sonoras de la misa. Para Zanardi, la decisión de abandonar la compañía itinerante de ópera fue tan fácil como allegarse un puesto de maestro en la academia de su esposa, para el cual le sirvió de mucho ser extranjero, y nada menos que del mismo país que fue cuna del Renacimiento y de la música de concierto. Ignoramos qué tan diestro era como violinista, sin embargo, podemos estar seguros que era lo suficientemente bueno como para estar por encima del nivel ordinario que se escuchaba en ese entonces por esas partes de la república. Una mañana, transcurrido el tiempo reglamentario para que eso sucediera, Margarita se percató de su embarazo y la noticia fue recibida con júbilo. Sólo había que alimentarse bien, evitar caídas y esperar que la criatura se desarrollara con la benignidad que el amor materno podía depararle. No sería raro que tanto Margarita como Enrico tocaran juntos para despertar el interés por la música del heredero, o la heredera en camino, de hecho, desde que se habían conocido, la ejecución del repertorio para violín y piano había sido uno de los asideros más sólidos de la relación conyugal. Las sonatas del romanticismo alemán,[2] junto a las transcripciones de temas de ópera eran el pan cotidiano sobre el que los esposos imprimían su propia identidad artística. Nada ni nadie hubiera podido prevenir a Margarita sobre una posible desavenencia con su consorte, puesto que Enrico era siempre cariñoso y no dejaba de agradecerle que pronto lo hiciera padre. No obstante, la tragedia ya estaba incubándose. Al momento del parto no se presentaron complicaciones y en medio de la habitación de la morada Zanardi Prince resonó el primer llanto de una hermosa niña que habría de recibir el nombre de Nicoletta, en honor de la madre de Enrico, quien había fallecido al darlo a luz, allá en el pueblo de Monza, que era a localidad lombarda de donde descendía la familia del premuroso violinista. El regocijo paterno era evidente para todos, al grado que Zanardi no tenía empacho en declarar que la niña era una legítima poseedora de los encantos femeninos de su familia. Tenía ojos azules, la piel rosada y un cabello reluciente color rubio cenizo. Margarita disentía sobre la posibilidad de que la hermosura de la niña dimanara exclusivamente del lado de Enrico, aduciendo que también del costado Prince había ojos claros y cabelleras blondas, mas las discusiones se disolvían con algún comentario jocoso que enmascaraba el celo excesivo de Zanardi. El comentario glosaba generalmente sobre los ojos oscuros y el pelo negro azabache de su mujer. Como ya dijimos, la tragedia estaba en gestación pero Margarita no contaba todavía con elementos para presentirla. Cuando la pequeña Nicoletta dijo por vez primera Babbo, apelativo italiano para papá, Zanardi enloqueció de orgullo y se jactó de que eso hubiera sucedido antes de que pronunciara Mamma… Margarita tampoco presintió peligro alguno y continuó con los cuidados delegados en su condición femenina. Con motivo del tercer cumpleaños de la pequeña el envanecido violinista organizó un viaje a la ciudad de México, en el que habría de presumir ante sus conocidos de la capital las mieles de su reciente paternidad. El viaje fue largo y penoso, debido en parte a la gran cantidad de baúles que el matrimonio traía consigo. Ajuares de toda laya para madre e hija, con tal de que pudieran mudarse de ropa la veces que quisieran. Zanardi eligió un hotel de postín en la zona aledaña al Zócalo y en breve la serie de visitas sociales estuvo confirmada. Hasta que, en una tarde infausta, el italiano le ordenó a Margarita que vistiera a la niña como a una princesa y que la acicalara en toda regla. Cuando eso se acató Zanardi pronunció las últimas palabras que la mujer escucharía de su boca: “Te esperamos abajo, mientras te arreglas”, al tiempo que abandonaba la habitación tomado de la mano de la niña. Minutos más tarde Margarita descendió al vestíbulo del hotel encontrándose con que su marido y su niña habían, simplemente, desaparecido. Nadie supo darle pistas y en las primeras horas aguardó a que en cualquier momento aparecieran por la puerta principal. Como eso no acaeció dio parte a las autoridades policiales y buscó su rastro en clínicas y nosocomios. No hubo nada que hacer salvo darlos por extraviados y rogar para que la providencia se apiadara de su desconsuelo de madre. De regreso en Saltillo, con el corazón en inacabable zozobra, Margarita no cejó en sus empeños por localizar a sus seres queridos. Tuvieron que transcurrir varios meses hasta que un conocido le dio el pitazo de que alguien había reconocido a Zanardi como miembro de la orquesta de un circo que viajaba por el interior de la República. Le revelaron igualmente que su niña también estaba integrada en los números circenses. De ahí en adelante la vida de la maestra Prince se volvería una pesadilla que sólo se aliviaba al presentarse, con la esperanza a flor de piel, en todas las carpas de circo que iban de paso. Nunca hubo reencuentro y nunca se cerró la herida. El destino tendría que reservarle una segunda familia para que su pena lograra mitigarse. (Continuará) [1] Se sugiere la escucha de un aria de la ópera Norma, o el infanticidio de Bellini. Audio 1: Vincenzo Bellini – Aria Casta diva de Norma. (Cecilia Bartoli, mezzosoprano. Orchestra La Scintilla. Adam Fisher, director. DECCA, 2007) [2] Se recomienda la audición de una sonata de Schubert. Audio 2: Franz Peter Schubert – Allegro Giusto de la Sonatina en sol menor D. 408. (Arthur Grumiaux, violín. Robert Veyron-Lacroix, piano. PHILIPS, 1990)

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