Los recuerdos de Amandititita sobre Rockdrigo

viernes, 18 de septiembre de 2015 · 22:34
MÉXICO, D.F. (apro).- El jueves 19 de septiembre de 1985 sucumbió entre los sismos Rodrigo Eduardo González Guzmán, alias Rockdrigo González, autor de la célebre rola “Estación del Metro Balderas”, y además de un centenar de canciones urbanas, dejó una hija nacida en Tampico, Tamaulipas, en 1979. La llamó Amanda Lalena. Al paso de los años, la pequeña se convirtió en la popular cantautora Amandititita, Reina de la anarcocumbia, quien recientemente participó en un homenaje a su padre en su puerto natal, donde fue nombrado “Artista Tamaulipeco del año 2015”. El Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes publicó entonces dos libros en uno, con tiraje de mil ejemplares: Rockdrigo González. Tiempo de híbridos/El sacerdote rupestre (91 páginas). El prólogo lo escribió Nora de la Cruz (Estado de México, 1983), y se incluyó la memorable prosa “El Manifiesto Rupestre 1984” del propio Rockdrigo. La publicación incluyó los textos “Si volviera el amor”, de Alejandro Arteaga (Ciudad de México, 1977); “Metro Balderas”, por Silvia Aguilar Zéleny (Sonora, 1973); “Tanque lleno y rol”, de Jesús Vicente García (Ciudad de México, 1979); “La conciencia de clases y una ciudad cactus dentro de la garganta”, de Brenda Ríos (Acapulco, 1975); “Rockdrigo, el profeta telúrico”, de Armando Vega-Gil (D.F., 1955), además de los recuerdos de Amanda Lalena González en “El trazo que se desdibuja”. Es precisamente este último texto de Amandititita --firmado por Amanda Lalena—que, por amabilidad de Genoveva González Guzmán, hermana de Rockdrigo, (presente en los homenajes por estos días en la Ciudad de México), reproducimos a continuación para nuestros lectores. El trazo que se desdibuja “Me dijeron que yo era hija de Rockdrigo y luego me dijeron un montón de otras cosas: buenas, malas y escabrosas. Especulaciones ofensivas y recreaciones hermosas de una realidad sin testigos. Me dijeron que mi padre era una leyenda y que yo me tenía que sentir orgullosa de él, que estaba muy avanzado para su época, que era un visionario, que era muy buen amigo, que era un mal amigo, que era desconfiado y le gustaba el trago. Me aseguraron que se retorcía en su tumba por las canciones que yo componía, que yo era una vergüenza, y me dijeron que tengo su talento. La gente tiene muchas opiniones y una extraña fascinación por hablar en nombre de alguien que no les puede llevar la contraria: “Rockdrigo y yo fuimos amigos íntimos”; “Rockdrigo hubiera querido…”; “Rockdrigo estaría en la lucha”; “si Rockdrigo estuviera vivo…” Toda mi vida he navegado entre este absurdo parloteo, intentando conservar la dignidad y el frío de no hacer más leña del árbol caído. Sin temor a equivocarme, diré que no soy gracias a Rockdrigo, sino pese a él. Nunca llegamos a la edad en la que estemos listos para asimilar la muerte de nuestros padres; sin embargo, cuando la infancia es interrumpida por esa pérdida, establecer una relación desde la ausencia es casi imposible. Enhebras una historia hecha de lo que te cuentan, dibujas un trazo que se desdibuja, intentas encontrar una forma para quedarte. Una idea que constantemente se convierte en duda. Nada te resulta fidedigno porque no cuentas con un pasado que le dé legitimidad a tu historia. Tu vida se vuelve un cuento que te leyeron y terminaste por escribir. Yo continúo delineando esa silueta, vacilando entre la comprensión y el enojo, entre el amor y el hartazgo, puntualizando mis convicciones, con el tiempo cada vez más reacia sigo coloreándolo con colores rotos. Escribo canciones. Muy distintas a las suyas, sin duda alguna. Mis letras son coloquiales, sencillas y populares, sin más pretensión que hacer reír: la cumbia es el único ritmo compatible con las historias que invento. Aunque a Rockdrigo y a mí nos separe un abismo, coincidimos en el amor a la crónica, en la crítica social y en la búsqueda del significado, me atrevo a decir espiritual, a través de la urbanidad. En una época donde el lector es un ave que está por extinguirse, las letras de las canciones son uno de los últimos recursos que quedan para crear conciencia. La canción es una herramienta de construcción, para ver la realidad con otra óptica. Italo Calvino –en su libro Seis propuestas para el próximo milenio— plantea una forma para sobrevivir en el mundo actual mediante la visión indirecta, de la misma manera que Perseo vence a la Medusa. Calvino hace una analogía entre el escudo de Perseo y el arte, y compara a la Medusa con la realidad, una realidad que nos trata de volver piedra; solamente por medio de la visión indirecta (es decir, gracias al arte) podemos mirar la realidad. En la década de los setentas y ochentas, el contenido en las letras era mucho más interesante que en la actualidad; en este aspecto, el rock en español se ha desnutrido. La mayoría de las canciones hablan de amor en redundantes rimas y muestran una extraña obsesión por hablar de sentimientos, ignorando los otros aspectos de la vida. Las letras de Rockdrigo penetran las apariencias, deshojan la sociedad, se ríen de las posturas de los seres humanos. Esas canciones nos sirven como escudo a Perseo. Al ser tampiqueña, comprendo que Rockdrigo se fuera de Tampico, no sin antes sacar una radiografía del puerto y sus habitantes: tres o cuatro canciones sobre una ciudad hermosa y también, como la mayoría de las provincias, conservadora y opresiva. Tampico es maravilloso pero termina donde comienza el mar. En cambio, el DF no acaba nunca. Esto es para mí una desventaja en lugar de una virtud: es un nido de peligros trenzado de felicidad y fatiga; habitamos entre la libertad y la paranoia. Esa ciudad es la representación de uno de esos grandes amores que mal nos pagan: nunca lo cambiaríamos, pero pocos sobrevivimos a él. En uno de sus desplantes, la ciudad se fisura: 19 de septiembre de 1985. Y por la grieta se lleva a miles de sus habitantes. Yo llegué al DF un año después del terremoto; continuaba en ruinas. Mi madre estaba obsesionada con hacerle homenajes a Rockdrigo y que se diera a conocer su legado. Si me preguntan mi opinión, no me parece bien; pero pienso que no tenía nada mejor que hacer. Los primeros homenajes se realizaban en el edificio de ocho pisos donde murió mi padre. Ese edificio se había desplomado y sobre los escombros, que seguían intactos, se realizaba estos eventos año con año. Recuerdo que teníamos que escalar para llegar a la cima; mi madre ponía veladoras y flores mientras yo jugaba con otros niños entre muebles rotos, ropa, piedras y fierros. En el transcurso de la noche llegaban decenas de admiradores con guitarras acústicas, flores y veladores. Cantaban alrededor de una fogata todo el repertorio de Rockdrigo, mientras compartían botellas de mezcal y bolsas con cerveza. Al pasar el tiempo, poco a poco, fueron removiendo los escombros, hasta que un 19 de septiembre, por ahí del 88, encontramos el terreno completamente baldío. Para el año siguiente, habían hecho un estacionamiento público: levantaron una barda que nos impedía entrar. Recuerdo que sentí sosiego porque al menos para mí, esos eventos eran terribles. Los homenajes continuaron con disciplina en el parque frente al edificio, pero mi madre enfermó y se alejó de ese mundo. En el Metro Balderas se develó una placa y posteriormente una estatua. Mi madre murió. Durante los años en que la ciudad se reconstruyó fui armando mi propio carácter. Encontré en la literatura un refugio maravilloso: me dediqué a leer, a escribir poemas y a conocer gente de un mundo que no tuviera nada que ver con el de Rockdrigo. Decisión acertada: durante mi adolescencia me di cuenta que la única forma de relacionarme con mi padre era desvincularme de todo lo que rodeaba a ese icono del que tanta gente tiene mucho que decir. Hasta que, por un extraño azar, terminé dedicándome a lo mismo; azar o tal vez un acto inconsciente, un intento de conectar o comprender. Cuando cumplí 23 años de edad formé con unas amigas un grupo musical, con el único fin de divertirnos. Pero el escenario es como un país maravilloso del que nadie se quiere ir; descubrí que todo me resultó fácil: no tuve que tocar muchas puertas, en poco tiempo saqué mi primer disco, todo fluyó para que yo tuviera esta profesión. Aunque jamás le dije a los medios que era hija de Rockdrigo, en un programa de televisión eso salió a la luz. Recuerdo que al otro día tenía miles de insultos en mi página de Internet y reclamos en mi correo electrónico, llamadas telefónicas de sus examigos. Mucha gente se sentía ofendida, todos creían derecho a emitir juicios sobre mis decisiones; me escupían palabras con el intento de emborronar el trazo que había dibujado de mi padre. No lo lograron. Para cuidar la delicada silueta que he pintado, para proteger mi cariño, tengo una estrategia. Ya no suelo asistir a homenajes. No hurgo en una época acabada; me mantengo en un margen de espectador. Y como se me hunde el pecho cuando escucho su voz, sólo lo escucho poco y cuando estoy a solas. De los primeros años de mi infancia recuerdo lúcidamente a un hombre dulce, de anteojos, un padre amoroso; su nombre era Rodrigo Eduardo. Él me llamaba por mi segundo nombre: Lalena. No hablo ni hablaré de ese tiempo. Aquellos días son sólo míos”.

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