Esperando a Godot, en la puesta de José Luis Cruz

martes, 8 de septiembre de 2015 · 00:03
MÉXICO, D.F. (apro).- Godot es el domador del circo de la existencia. Godot es la noción misma de porvenir. Godot es una lata de refresco helada, es la jubilación, es el viaje a la playa, es la visita de un presidente municipal, es la espera, la espera es el sentido de lo que no lo tiene y nunca se ha esperado tanto como hoy. Godot es el primer anhelo, la ilusión primigenia que acompaña al alba. Publicada en 1952, Esperando a Godot, de Samuel Beckett, el genial escritor irlandés, quien hiciera del francés su propia lengua, sigue siendo hoy una de las piezas teatrales más subversivas y rebeldes de la historia. Situada dentro del teatro del absurdo, que más allá de los bastos análisis realizados en torno a su naturaleza resultó más que en una experimentación, en una forma creativa necesaria para un mundo en el que, tras presenciar una guerra --además de toda clase de horrores ideológicos y de formas de degradación personal y colectiva--, los lenguajes convencionales del arte, las unidades aristotélicas no alcanzaban ya para plantear las angustias y los convulsos cuestionamientos metafísicos y filosóficos que ineludiblemente se adherían al espíritu del artista. Si bien Esperando a Godot es una obra sobre el tiempo y la espera, lo es también sobre el sinsentido de cada una de las estructuras en torno a las que gira la llamada “vida normal”. Vladimir y Estragón son dos desposeídos que viven al margen del mundo, ya que el sistema socialmente organizado castiga con la expulsión, con el destierro, a aquellos que se han desligado de lo que Max Horkheimer denominó “razón instrumental”. Esa razón profundamente deshumanizada que logra que el mal se ejerza ya no solamente desde la estupidez, sino también desde el llamado pensamiento lúcido, calculado y honrosamente inteligente. De esta manera, ambos personajes, a quienes la vida ni siquiera ha desnudado, sino que ha dejado en harapos, esperan a Godot. Sin embargo, es precisamente esta condición la que les permite entregarse a juegos y reflexiones, ya que de alguna manera estos dos personajes han escapado de la prohibición de desperdiciar el tiempo, es decir, de escucharse a sí mismos. Ambos viven en un estado cercano al nihilismo, pero en el que --contrario a lo planteado por Nietzsche-- no cuentan con ningún recurso que permita crear nuevos valores, una especie de limbo ontológico en el que aun la muerte misma se vuelve el más intrascendente de los eventos, cuando el muerto está fuera de la realidad conocida por los demás: “Juntos, hubiéramos sido los primeros en arrojarnos desde la torre Eiffel. Entonces sí que lo pasábamos bien. Ahora ya es demasiado tarde. Ni siquiera nos dejarían subir”. De esta forma, la espera se transforma en la única base que sostiene no solamente la permanencia de los personajes en la realidad, sino la realidad misma. La puesta en escena de Esperando a Godot, dirigida por el talentosísimo José Luís Cruz --quien pese a elegir siempre grandes textos como Las Bacantes de Eurípides o Los Negros de Jean Genet, acostumbra redefinirlos de manera que el espectador presencia algo desconocido hasta el momento--, logra la construcción de un hecho escénico de grandes magnitudes tanto intelectuales como estéticas, radicaliza el contenido, nos lleva eficazmente a través de matices que van de los cómico a lo desgarrador y sostiene magistralmente un tono alto hasta llegar al límite. El trazo escénico destaca por su firmeza y claridad y, si ciertamente el montaje no es artificioso en lo absoluto, los recursos se utilizan de tal modo que la iluminación por sí misma habla de estados espirituales y la música es la ideal en el momento preciso. La carga existencialista del texto se fortalece, ya que si para Sartre “El infierno son los otros”, la opinión y la mirada escrutadora de los demás, para Beckett el otro es el bálsamo, el sentido detrás del sentido. Vladimir (David Ostrosky) y Estragón (Josafat Luna) aparentemente no tienen nada que perder, pero precisamente por no tenerlo han construido una amistad verídica que se vuelve el absoluto, un universo con reglas particulares, relámpagos de afecto que son aprovechados por el director para plantear el significado de la proximidad humana mediante extraordinarios juegos de clown. Con la aparición en escena de Pozzo (Sergio Acosta) y Lucky (Evaristo Valverde) se va de una dimensión a otra. Pozzo --encarnación de aquello que Walter Benjamin llamó “capitalismo como religión”-- sostiene con Lucky una relación de amo-esclavo en la que incluso se sugiere que Lucky (Afortunado), quien es capaz de pensar si su amo se lo ordena, aunque a la manera del hombre moderno, es decir, desordenada, llena de información inconexa, y poco reflexiva, es quien no quiere separarse de su verdugo. Así, se llega a un estado tal que las miradas e, incluso, la tensión y distensión muscular de los actores se vuelven parte del drama, en un gran despliegue tanto de capacidad actoral como física. En esta versión la hipertextualidad se acrecienta, Lucky es esclavo de una máquina voraz, la máquina voraz esclava de la ceguera, de la oscuridad, de la nada. El niño (Andrea Acosta) llega para entregar su mensaje, lo hace tímidamente, sin memoria, porque quien sirve a esa abstracta fuerza no debe recordar, no debe preguntarse nada, su función es el sometimiento, aunque alcanza a entender que Godot golpea a su hermano, golpea a los otros, pero no a nosotros. La obra remite a otras manifestaciones, referentes plásticos y cinematográficos caen como gotas de agua sobre el escenario, obras de Gauguin llegan a la mente a través de la expresión de un rostro, El Grito de Münch se vislumbra en una reacción de dolor, las grandes películas de Chaplin nos vienen a la memoria. El efecto se logra mediante una espléndida dirección de actores y un extraordinario trabajo de los mismos, todo esto en el marco de una sensación agridulce que se hace profunda cuando pensamos en que quizás Pozzo y Lucky son nuestro guión vivencial; en que quizás Vladimir y Estragón no son solamente los vaguitos que reposan en cada esquina, en que tal vez somos todos nosotros al ser despojados de las formas. Esperando a Godot resurge en esta versión como una nueva posibilidad de entendimiento de la situación en la que vivimos, instalados como suspendidos en el tiempo, y nos recuerda que siempre “dan a luz a caballo sobre una tumba”. Este texto fue escrito por Carla Patricia González Canseco, autora del libro de cuentos y poemas El gato prohibido y de la novela En el cuerpo de Mefisto. La obra, se escenifica sólo hasta este mes en el Círculo Teatral ubicado en la calle Veracruz 107, colonia Condesa. Se espera su reposición en otro espacio teatral de la Ciudad de México en los siguientes meses.

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