La hora del temblor

jueves, 6 de octubre de 2016 · 09:14
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Comienza con un largo plano-secuencia memorable: Una televisión colocada como salero en medio del lobby del edificio, presenta un noticiario mañanero; el portero abre la puerta, los empleados están llegando temprano; la cámara los recibe, los sigue, a veces los encuentra, se intercambian comentarios, y unos cuantos diálogos bastan para elaborar el catálogo de empleados de una dependencia burocrática –desde el mensajero, la señora de la limpieza, la mujer añejada en su puesto de toda la vida, la chica linda que hereda una plaza y, lotería, el mero jefazo de traje y elegante pisacorbatas. Toda una instalación de arte contemporáneo se monta en el arranque de 7:19 La hora del temblor (México, 2016): Con él “no se asusten” de Lourdes Guerrero (Cassandra, apaciguadora del Canal de las Estrellas), y que el público actual de tableta electrónica sabe que ese aparato de televisión entronizado en el vestíbulo lleno de luz anuncia una de las peores catástrofes que ha padecido la Ciudad de México, el terremoto del 19 de septiembre 1985. Entonces todo se hizo negro; Martín (Héctor Bonilla), a punto de jubilarse después de cuarenta años de trabajo, y Fernando (Damián Bichir), quedan atrapados entre varillas y lozas de concreto, bajo los siete pisos del edificio colapsado. El director Jorge Michel Grau posee un gran don para contar historias de horror, su estilo depende de composiciones bien articuladas para sostener ambientes opresivos y movimientos de cámara concisos; desde Somos lo que hay (2013), historia de una familia de caníbales en una Ciudad de México post-apocalíptica, su técnica se muestra más depurada. El título, 7:19… anuncia su gusto por la precisión, pero la crónica conduce a una dimensión donde el tiempo se anula; la tortura y la claustrofobia de Martín y Fernando, y de los demás personajes atrapados, convertidos en voces y lamentos –opresión que termina por invadir al espectador–, dependen más de la pérdida de noción temporal que de la falta de espacio. Ese lugar sin tiempo y desesperación es, obviamente, el infierno; el tiempo se detiene en la hora del temblor. Ese momento coagulado es un A puerta cerrada (los personajes de Huit clos de Sartre descubren que están en el infierno); a la tortura de quedar sepultados se añade el tormento del convivir con el otro, de ejercer alternadamente como verdugo y víctima. La cámara comparte las sensaciones de Fernando y luego de Martín, el suplicio de estar sepultado a medias, de apenas poder mover las manos, la sed y el sabor a tierra. Con técnicas de actuación diferentes, Héctor Bonilla y Damián Bichir aprovechan al máximo la incomodidad inaudita a la que están sometidos,para abrir espacios afectivos viscerales, donde la emoción se va haciendo más y más real. El juego actoral de Bichir se ha ido decantando cada vez mejor. Y claro, todo este talento no necesitaba una moraleja simplista sobre el poder y la corrupción; el público mexicano entiende muy bien la naturaleza de su sistema político, no es necesario forzar el mensaje.

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