'El juego favorito” de Leonard Cohen

martes, 15 de noviembre de 2016 · 13:05
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Aunque los más prestigiosos diarios del mundo publicaron panegíricos sobre las canciones, poemas, narraciones y la figura del artista judío canadiense Leonard Cohen a su muerte, ocurrida el jueves 10, son pocos en México quienes conocían su amplia obra a fondo. Desde luego, su pieza “Suzanne” fue un himno para la generación de los años sesenta cuando apareció en disco, y en los ochenta se dejaba oír en los momentos calmos de las discotecas de Europa. Todos sabíamos que era Leonard Cohen, por supuesto, el amigo de su paisana cantautora Joni Mitchell de quien soy fan (y también me extrañaría si algunas “nuevas” como Carla Morrison o Natalia Lafourcade han seguido su trascendental trabajo musical). Fue en los setenta cuando quien esto escribe compró los iniciales discos LPs de Cohen, y el libro de bolsillo con la primera novela semibiográfica suya en inglés, The Favourite Game (“El juego favorito”, Panther, 1973, 218 páginas), publicada originalmente en 1963, misma que no tuvo tanta aceptación como su segunda novela Beautiful Losers (“Hermosos perdedores”). La poesía de Cohen siempre fue objeto de análisis profundos, por tesis para maestría en artes como la pionera de Roy Allan, de la Universidad de British Columbia (1967). The Worlds of Leonard Cohen: A Study of His Poetry (“Los mundos de Leonard Cohen”), que aparece en internet. He traducido algunos capítulos del Libro 1 de aquella primera novela cuyo ejemplar guardo cual reliquia, para sus fans y aquellos que apenas y lo conocen. Así como me fascinaron palabras como “ángel” y “sacro”, repetidas en On The Road de Jack Kerouac, me gustó el uso de “hermosa” y “perfecta” en The Favourite Game, narración que Cohen dividió en cuatro libros. En muchos sentidos, las experiencias del Lawrence Breavman de esta novela corresponden a las que vivió Leonard Cohen en Canadá durante su infancia y adolescencia, antes de optar por abandonar un futuro promisorio como barón de la industria judía para perderse en la poesía y vagabundear rumbo a Nueva York. El artista de Montreal falleció a los 82 años de edad. Su apellido Cohen, así como el nombre kohen (en hebreo ????, “sacerdote”, o plural ???????, “kohanim” o “cohanim”) tiene un estatus especial en el judaísmo, según Wikipedia, un kohen es un descendiente directo de Aarón, hermano de Moisés en La Biblia. El diario en red “¿Judío o no judío?” determinó a su muerte: “Judío al 100% de nacimiento, se interesó en el budismo y se ordenó monje budista. Pero Cohen jamás tuvo conflicto en verse como un judío budista. ‘No busco una nueva religión, estoy feliz con la vieja que tengo, con el judaísmo’.” “El juego favorito” (CAPÍTULO UNO) Breavman conoce una muchacha llamada Shell cuyas orejas fueron perforadas para permitirle usar largos aros de filigrana. Las punciones infectaron y ahora tiene una pequeña cicatriz en cada lóbulo. Él las descubrió detrás de su cabello. Una bala irrumpió en la carne del brazo de su padre cuando salía de una trinchera. Para un hombre que padece trombosis coronaria, es reconfortante portar una herida producida en combate. En la sien derecha, Breavman tiene una cicatriz que Krantz le marcó con una pala. Problemas por un muñeco de nieve. Krantz quería usar escorias para los ojos. Breavman estaba, y sigue estando, contra el uso de materiales foráneos para la decoración de los monigotes de nieve. Nada de bufandas de lana, sombrero, anteojos. En la misma vena, no aprueba que se inserten zanahorias en las bocas de calabazas talladas, ni que se claven con alfileres en orejas de pepino. Su madre considera que todo su cuerpo es una cicatriz crecida sobre una perfección anterior que buscó en espejos, ventanas y tapacubos. Los niños muestran sus cicatrices cuales medallas. Los amantes las usan como secretos por revelar. Una cicatriz es lo que ocurre cuando el mundo está hecho carne. Es sencillo exhibir una herida, las orgullosas cicatrices del combate. Lo difícil es presumir un grano. (CAPÍTULO DOS) Los Breavman fundaron y presidieron la mayoría de las instituciones que crearon para la comunidad judía de Montreal, la más poderosa en el mundo actual. El chiste que cuenta la ciudad dice así: Los judíos son la conciencia del mundo y los Breavman son la conciencia de los judíos. “Y yo soy la conciencia de los Breavman”, añade Lawrence Breavman. “De hecho, somos los únicos judíos que quedan, o sea, súper cristianos, ciudadanos de primera con educación.” El sentir del presente, si es que existe alguien que se moleste en darle sentido, es que los Breaveman están en declive. “Cuidado –les advierte Lawrence Breavman a sus primos ejecutivos--, o sus hijos van a hablar con acentos.” Hace diez años, Breavman compiló el Código de Breavman: Somos unos caballeros victorianos de creencias hebraicas. No lo podemos comprobar, pero estamos suficientemente seguros de que cualquier otro judío con dinero, lo obtuvo en el mercado negro. No deseamos unirnos a los clubes cristianos o degradar nuestra sangre a través de matrimonios familiares. Queremos ser vistos como camaradas, unificados por nuestra clase, educación, poder, distinguirnos por nuestros ritos en el hogar. Nos negamos a traspasar la línea de circuncisión. Fuimos los primeros en civilizarse y bebemos menos que ustedes, escandalosa bola de borrachos sedientos. (CAPÍTULO SIETE) Vuelve acá, nalgona Bertha, y anímame a subirte al árbol de la tortura. Aléjame de los camastros de las mujeres fáciles. Saca todo tu provecho. La mujer que gocé la noche anterior, traiciona al hombre que le paga la renta. Es así como muchas mañanas Breavman evocaba el espíritu de Bertha, en sus años veinteañeros. Es así como sus huesos volvían a su anchura de coronel. Su nariz abriga desde una impresionante prominencia semítica hasta una infancia en las tinieblas de los gentiles. Los vellos del cuerpo se dispersan en soplos a través de los años como un oasis maldito. Él es lo suficientemente ligero para escalar troncos y ramas del manzano. Los japos y los alemanes se equivocaron. “¿Tocarás ahora, Bertha?” Él la ha seguido hasta las partes precarias del árbol. “¡Más alto!”, ella le ordena. Incluso las ramas tiemblan. El sol atrapa la flauta de ella, convierte la madera pulida en un instante de cromo. “¿Qué pasa?” “Antes debes decir alguna cosa acerca de Dios.” “Dios es un pendejo.” “Oh, esa no vale. Yo no voy a tocar a cambio de eso.” El cielo es azul y las nubes se mueven. Hay algunas frutas podridas algunos kilómetros debajo de ellos. “Que Dios sea oda.” “Eres un miedoso. Algo horriblemente asqueroso y terrible. Di la palabra verdadera.” “¡Que Dios se joda!” Anhela que el viento feroz lo eleve hacia la cumbre y lo arroje desmembrado sobre el pasto. “¡QUE DIOS SE JODA!” Breavman alcanza a ver a Krantz, quien está acostado junto a un calcetín arremangado y deshilacha una pelota de beisbol. “Oye, Krantz, escucha esto. ¡QUE DIOS SE JODA!” Breavman nunca había oído su voz tan pura. El aire es un micrófono. Bertha altera su frágil posición para golpear su mejilla con la flauta. “¡Lengua viperina!” “Fue idea tuya.” Ella golpea de vuelta buscando misericordia y arranca manzanas al tiempo que sacude las ramas. La voz de ella enmudece mientras va cayendo. Por un segundo, Krantz y Breavman la miran caer girando en una posición que jamás habría podido lograr en el gimnasio. Ellos gritan en pos de teléfonos. Más tarde, el blando rostro sajón de ella es anestesiado por cristales enmarcados de duro acero. Un hueso astillado del brazo se le ha escapado por la piel. Al partir la ambulancia Breavman susurró. “Krantz, algo especial le sucedió a mi voz.” “No, nada.” “En serio. Puede hacer que sucedan cosas.” “Estás loco.” “¿Quieres oír mis acordes?” “No.” “Te prometo no hablar durante una semana. Te prometo aprender cómo hacerlos sonar yo mero. De ese modo, el número de personas que saben cómo tocar seguirá siendo el mismo.” “¿Y eso qué tiene de bueno?” “Es obvio, Krantz.” (CAPÍTULO NUEVE) Los japos y alemanes fueron hermosos enemigos. Tenían dentaduras afiladas o monóculos crueles y daban órdenes en inglés crudo a salivazos. Ellos comenzaron la guerra por su naturaleza. Los barcos de la Cruz Roja debían ser bombardeados, todos los paracaidistas ametrallados. Sus uniformes eran rígidos e iban adornados con calaveras. Se mantenían erguidos al comer y se reían cuando les imploraban clemencia. No hacían nada bélico sin un acercamiento de júbilo perverso. Lo mejor eran sus torturas. Para obtener secretos, para hacer jabones, para dar ejemplo a pueblos de héroes. Pero sobre todo, torturaban por diversión, pues era su naturaleza. Historietas de comic, películas, programas de radio centraban su entretenimiento en los actos de tortura. Nada fascina tanto a un niño como un cuento de tortura. Con la más lúcida de las conciencias, con una intensidad patriótica, los niños soñaban, hablaban, representaban orgías de abuso físico. Las fantasías eran liberadas para vagabundear en una misión de reconocimiento desde Calvary hasta Dachau. Los niños europeos padecían hambre mientras los padres urdían intrigas y morían. Ahí fue donde crecimos entre juguetes de látigo. (CAPÍTULO DÉCIMO) Tenían a Lisa, tenían el garaje, necesitaban la cuerda, la cuerda roja emblema de la sangre. No podían entrar a un garaje profundo sin la cuerda roja. (…) Hay modos en que los chavos pueden penetrar en garajes, graneros, desvanes, de igual manera que entran a los grandes salones y las capillas familiares. Garajes, graneros y capillas son siempre más antiguos que los edificios adjuntos a los cuales se hallan pegados. Poseen el reverente aire oscuro de los inmensos cajones de cocina. Son museos amigables. Adentro estaba oscuro, olía a aceite y a las hojas del último otoño que a su caída se hacían astillas en movimiento. Trozos de metal, las puntas de pala y latas, vislumbrando humedad. “Tú eres la americana”, dijo Krantz. “No, yo no soy”, dijo Lisa. “Tú eres la americana”, dijo Breavman. “Dos contra una.” El cañón de artillería de Breavman y Krantz era bastante pesado. Lisa cargó sus amadas maniobras entre la oscuridad con los brazos bien extendidos. “Ejejejejejejej” tartamudearon sus armas de fuego. Ella fue herida. Ella se lanzó en espectacular picada, saltando con un paracaídas en el último instante. Columpiando los pies de un lado a otro ella flotó por los cielos, mirando hacia abajo, en el conocimiento de que tenía las horas contadas. Ella es una perfecta bailarina, Breavman pensó. Ella vio a los germanos acercarse. “Achtung. Heil Hitler. Eres prisionera del Tercer Reich.” “Ya me he comido los planos.” “Saffémos kkómo jjassérte kkantárr.” La pusieron boca abajo en la camilla. “Sólo en las pompas.” Chispas, son blancas, son completamente blancas. De la cuerda roja recibió su trasero los latigazos sin dolor. “Voltéate”, le ordenó Breavman. “La orden fue: sólo en las pompas”, Lisa protestó. “Eso fue la última vez”, argumentó el leguleyo Krantz. Ella tuvo que quitarse también la ropa de arriba, y la camilla desapareció por abajo mientras ella volaba en la melancolía otoñal del garaje, tres metros arriba de la tierra rocosa. Ay, ay, ay de mí. Breavman desechó su turno en el uso del látigo. Había flores blancas creciendo por todos los poros de ella. “¿Qué le pasa? Me voy a vestir.” “El Tercer Reich no va a tolerar la insubordinación”, dijo Krantz. “¿La tomamos presa?”, dijo Breavman. “No, capaz de armar un escándalo.” Pero ya había ella dejado de jugar y les dijo que se voltearan para no verla ponerse el vestido. La luz del sol que ella dejó entrar mientras se iba permitió al garaje ser otra vez un garaje. Se sentaron los dos en silencio, perdida la cuerda roja. “Vámonos, Breavman.” “Ella es perfecta, Krantz, ¿no la viste?” Krantz tapó sus oídos con los dedos índice. Caminaron cruzando el árbol de Bertha. Krantz comenzó a correr. “Ella en verdad que era perfecta, Krantz, tienes que admitirlo.” Krantz aceleró su carrera. (CAPÍTULO 27 Y FINAL DEL PRIMER LIBRO) ¿Existe algo de mayor hermosura que una chica con un laúd? No era un laúd. Heather, la sirvienta de los Breavman, prefirió el ukulele. Provenía de Alberta, hablaba con un tañido, se la pasaba cantando lamentos y echando gallitos yodél. Los acordes eran muy difíciles. Breavman le agarraba la mano y se aseguraba que las cuerdas le sacaran callos de los dedos. Conocía a todas las estrellas vaqueras y andaba tras sus autógrafos. Era una guapa y fortachona chamaca de veinte años con mejillas muy rojizas cual muñeca de porcelana. Breavman la escogió como su primera víctima para dormirla. (…) La cacheteó dos veces en la cara, una vez de cada lado, como inquisidor de la Gestapo. Ella recuperó el aliento, sus mejillas se encendieron y brillaron en sonrojos, a la vez que regresaba entre risas de tosidos. Tenía saliva en su barbilla. “¡Quédate quieta, Heather!” Para su absoluta sorpresa, ella dejó de toser. Fue entonces cuando él se dio cuenta de que aún estaba hipnotizada. (…) “Oye, ¡mis pantaletas!” Echas bola entre el sillón y la pared estaban sus anchas pantaletas rosadas y elásticas. Había olvidado dárselas para que se vistiera. Con facilidad y modestia ella se las puso. Él aguardaba por el malvado castigo, la humillación del amo, el colapso de su orgulloso hogar. “¿Qué me estuviste haciendo?”, dijo ella astutamente, apretándole debajo de la barbilla. “¿Qué pasó mientras yo estuve dormida? ¿Eh, eh?” “¿De qué te acuerdas?” Se colocó las manos sobre las caderas y le brindó una gran sonrisa. “Nunca creí que fuera posible. Jamás en la vida.” “No pasó nada, Heather, te lo juro.” “¿Y qué me diría tu madre? Que me busque otro trabajo, supongo.” Volteó a ver el sillón y le dirigió una altiva mirada a él con admiración genuina. “Gente judía.” Suspiró ella. “Educación.” Días después de su asalto imaginario, ella huyó con un soldado desertor. Regresó sola a recoger su ropa y Breavman la miró con envidia cuando sacó su maleta de cartón y el ukulele. Una semana más tarde, la policía militar visitó a la señora Breavman, pero ella no sabía nada de su paradero. ¿Dónde estás, Heather? ¿Por qué no te quedaste para enseñarme cómo entrar a los ardientes ritos de máxima importancia? Yo bien habría logrado volverme una persona de bien. Sin poemas, un barón de la industria… ¿No te gustó cuando salimos juntos? En algunas ocasiones, Breavman sueña pensando que ella se encuentra en algún sitio de este mundo, que la tiene durmiendo bajo el control de su poder. Y un hombre con uniforme andrajoso pregunta: “¿Dónde estás, Heather?”

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