Betsy Pecanins, un fuego azul que arde por dentro

viernes, 23 de diciembre de 2016 · 10:35
Al dar a conocer el fallecimiento de la cantautora Betsy Pecanins el martes 13, los medios informativos nacionales la encasillaron como “La reina del blues”. Sin embargo, su sentimiento brilló en géneros como el rock, la canción vernácula mexicana, el rap poético, la música sinfónica, las improvisaciones de jazz, y su voz fue pionera del canto nuevo mexicano a partir de los años setenta. El compositor y director de orquesta chiapaneco Federico Álvarez del Toro, esposo de Betsy y su primer compañero musical, ofrece un texto intimista acerca de su relación. Y en recuadro aparte, amigos, artistas y alumnos de la intérprete recuerdan su lucha contra la enfermedad y el dolor, su legado sonoro y su generosidad como faro para las nuevas generaciones. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Compartí con Betsy Pecanins una etapa de varios años intensos que recuerdo como plenos y creativos, no sólo para nosotros, sino para toda una generación de cantantes con voces privilegiadas, compositores académicos y populares que emergían del movimiento social de la contracultura que se había gestado desde los años sesenta. Entre España y el franquismo, Estados Unidos convulsionado en la conquista de los derechos civiles y Latinoamérica en proceso de liberarse de las dictaduras, se había gestado un caldo de cultivo ideológico en los países, donde la poesía, la música y la literatura habían creado una nueva cultura universal y un puente sobre aguas turbulentas. Con Juan Manuel Serrat en el exilio como punta de lanza y armado con versos de Machado o Miguel Hernández, la poesía adquirió un papel protagónico que inspiró a los trovadores nacientes de América y convirgió con los cantos germinales del sur de Estados Unidos que gestaron el blues en los campos de algodón. Cantantes como Alberta Hunter, Koko Taylor y B. B. King deambulaban por las carreteras, las granjas rurales y los barrios marginales urbanos, precedidos de músicos básicos que con una pequeña guitarra de cuerdas desgastadas y humildes habían creado sin saberlo un compás ternario, un pulso de corazón que a la fecha es el fundamento de los más sofisticados creadores musicales. Cuántos dolores interraciales se juntan para dar paso al lamento y la esperanza de un nuevo movimiento mundial, donde la música trasciende su papel artístico como lenguaje y también sirve de mensajera entre los jóvenes, cobijados por los dos descendientes que dio a luz el blues: el jazz y el rock como nueva cultura universal. Es en ese contexto que una niña especial, nacida en medio de desierto americano, en Yuma, Arizona, con la carga genética corporal de raíces históricas, la historia de la cultura catalana y la expresión natural afroamericana, introducirá un extraño gen: el fraseo natural del blues en el misterio y la conformación vocal de una cantante blanca. Porque todo lo que Betsy cantaba sonaba a blues y a veces había que luchar con ello, cuando las canciones estaban en español y se inclinaban a un género mas lírico. No olvidemos la energía espiritual del desierto, la sequedad que es pie de lucha en los elementos vivientes y biológicos para hacer posible la sobrevivencia en un ambiente hostil. En ese entorno dramático, Betsy aparece como una fruta dulce, como una tuna y una pequeña flor, dispuesta a sobrevivir y dispuesta a emigrar con el viento pero improntada por el espíritu de la música. Una calamidad más en su cuerpo, que se convertiría en un dolor crónico enfrentándola a la adversidad de por vida, una espina en el vientre, un veneno interior que tuvo que operarse, le impediría más tarde tener hijos y la mantendría en perpetuo riesgo de vida. Su madre, Ana María Pecanins, tendría que lidiar con un cuerpo sensible, delicado y acompañarla a luchar varias veces por su sobrevivencia y existencia al borde del abismo. En el interior de Betsy, un fuego que se consumía a sí mismo en la pequeña niña, surgiría cada vez que cantara, un don, una cualidad que la vida otorgaba a este ser, una afinación perfecta y capacidad expresiva capaz de conmover las rocas y convocar las almas de la nueva generación de creadores y cantantes del movimiento popular de la canción. En el México de los setenta empezaban a convivir en una encrucijada la música académica y la popular derribando barreras, muros y prejuicios culturales impuestos por un formalismo excesivo de varias décadas. ¿Cómo empezó mi historia con ella, antes de grabar nuestras canciones, tener una hija y compartir incontables aventuras artísticas? De la manera más casual, como sucede la vida: los encuentros y las confluencias donde intervienen azar, destino, búsquedas y hallazgos. Una familia libanesa, los Escaip Karam, y las actrices Xibajas me hablaron de ella por primera vez (“fuimos a una fiesta y escuchamos cantar a una joven muchacha que electrizó nuestra piel”), por lo que estuve atento a la siguiente vez que escuchara nombrar ese extraño apellido, Pecanins, más ubicado en el ámbito pictórico de coleccionistas plásticos que de la música. La oportunidad llegó pronto, porque en esa época los cantantes emergentes o marginales se movían con rapidez en pequeños foros universitarios o centros culturales independientes, como El Ágora, la Gandhi, la Casa del Lago y la Sala Chopin, sin mayor pretensión que ofrecer su talento y dejar escuchar su voz. En 1979 se presentaba Betsy con el joven Miguel Mehl, quien la acompañaba al piano, y realizaban una confluencia intercultural de expresiones, jazz, blues, baladas e improvisaciones; era un espectáculo inocente. Betsy, muy menudita, salía con su guitarra, se sentaba en un banco alto, se escondía detrás de su instrumento, pero cuando empezaba a cantar (con potencia inusual y expresividad estremecedora) sacaba lágrimas a la audiencia. “Viendo tus ojos” En esos años yo buscaba una voz para un grupo de sencillas canciones que había compuesto y relajar el estrés que conlleva la música académica de concierto; al conocer a Betsy se dio una inmediata comunicación que nos llevaría a la colaboración conjunta en la música popular y, en ocasiones, gracias a su afinación y conocimiento, al terreno sinfónico. Para Betsy sería su primer disco grabado y para mí el segundo (el primero había sido como solista interpretando piezas para laúd de la época de Shakespeare con la disquera EMI y como tesis del Conservatorio Nacional). Viendo tus ojos le pusimos a este álbum que tuvo varias suertes, como el contar con la presentación escrita del poeta Efraín Huerta en la contraportada y el respaldo del sello Pentagrama, recién aventurado en la producción de material nuevo. En las presentaciones en vivo empezaron a combinarse las piezas de su catálogo, canciones catalanas y algunos blues que había rescatado de un repertorio apenas conocido por especialistas. Un concierto especial en el Teatro de la Ciudad para dar a conocer nuestro disco fue estratégico para lo que vendría. A este multitudinario evento acudió Julio Barreto, un uruguayo recién llegado a México, con un concepto nuevo: el Café Concert, que urgía estrenar y para quien ya contaba con Alfredo Zitarrosa; se ubicaba en Avenida Universidad y sería en adelante un sitio de reunión intelectual y público más culto y exigente. En la colonia Condesa, donde vivíamos, se gestaba un movimiento de artistas para rescatar el inmueble como propiedad, por en ese entonces sólo sitio de usufructuo. Se unieron Margie Bermejo, Tania Libertad, Eugenia León, Óscar Chávez, Amparo Ochoa, los pintores Gabriel Macotela, Brian Nissen, Roger von Gunten y varios creadores más. Fue un movimiento de solidaridad multidisciplinario cual parteaguas en la lucha por preservar la dignidad cultural histórica de distintos edificios y museos. En tanto, el trabajo creativo individual de Betsy se volvía una búsqueda cada vez más interesante, y se inclinaba a utilizar un instrumental poco usual en la canción como el oboe, el cello y otros, combinados con la base rítmica, el piano, contrabajo acústico y la guitarra. Así grabó Vent an Veus (“Viento con voces”), todo en catalán, su primer atrevimiento que dio luz a un hermoso álbum con la colaboración de sus amigos los hermanos Toussaint. Vivíamos entonces ya juntos y formábamos una hermosa familia donde prevalecía un grupo de mujeres de intensidad fabulosa, las mayores líderes Montserrat, Tere y Ana María –precursoras y fundadoras de la Galería Pecanins, promotoras de la vanguardia–, y de la generación de sus hijas, sobresalientes todas: Yani, Ingrid, Walter, Maritza y Betsy, vinculadas al cine, la pintura, la música, las artes. Estrenaba entonces mis partituras con las sinfónicas que habían abierto sus puertas a los compositores, y en ese camino Betsy me acompañó como mezzosoprano; grabamos Gneiss con la Sinfónica del Estado de México, El Espiritu de la Tierra y la suite Espejos. Nos apoyábamos y aconsejábamos en todo; fui también fiel acompañante de sus trabajos discográficos posteriores, y viajamos a Los Angeles para convivir con el legendario Papa John Creach y Dwight Soullinger, quienes practicaban el blues en serio en las grandes ligas. Otro trabajo conjunto fue Mujeres, donde logramos el milagro discográfico de conjuntar diferentes voces con nuestras amigas Tania Libertad y Amparo Ochoa, quienes donaron su participación a una casa hogar de niños de Chiapas. En ese álbum escribí para cada una composiciones originales y personales, tratando de interpretar con humildad la condición de cada una de ellas. A Betsy le hice versos a capella, una pieza llamada “Obsidiana” –donde se habla de sus orígenes, de su misteriosa voz, y como mujer–. Ahora me doy cuenta que ella estaba en la cima y mejor momento de su voz, con un dominio absoluto de los rangos grave, intermedio y altos. En adelante, incursionó en varios géneros y amplió su discografía, conservando siempre un fraseo característico donde aparecía la cadencia de la séptima en su música, característica en el rock, el jazz y blues. También ganó presencia escénica, se plantaba en el escenario y su pequeña figura se agigantaba y llenaba como un sol los teatros. Su mamá Ana María fue siempre una figura más allá como protectora, promotora y defensora del quehacer de los artistas. Me apoyó muchísimo en mi carrera y organizaba frecuentes encuentros en su casa con personalidades como Charles Santos, Joel Thome y Manuel Enríquez para que escucharan las composiciones. A Mario Lavista lo veía frecuentemente, era vecino y su generosidad no tenía límites, así como la de Joaquín Gutiérrez Heras. Con el tiempo, las carreras musicales cobraron intensidad y factura, haciendo incompartibles los tiempos por las exigencias de los oficios y la dedicación que necesitan. Seguimos senderos paralelos, pero siempre conectados, y cuando se requirió volver a ser pareja para poder hacer propicia la llegada de nuestra hija Anna Teresa, estuvimos muy unidos. El tiempo ha pasado y se hace notorio el que Betsy nunca cedió a intereses comerciales ni hizo concesiones que afectaran su integridad; tuvo su precio a la larga, y sacrificios… En la última década sufrió pérdidas humanas esenciales. Pero nunca se perdió a sí misma, y hasta el final es lo más cercano a lo que Octavio Paz llamó “Un resplandor de soles”.

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