Bicentenario de Manuel Tolsá

jueves, 29 de diciembre de 2016 · 14:26
Este sábado 24 se cumplieron 200 años de la muerte de Manuel Tolsá, “valenciano universal”, arquitecto y escultor que a fines del siglo XVIII “firmó una obra inigualable que ha marcado para siempre la fisonomía moderna mexicana”. Joaquín Bérchez, historiador del arte de la arquitectura, publicó en el suplemento cultural del periódico Levante el texto “Un clasicismo vivido: Tolsá en México”, que el propio autor envió también a Proceso. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La figura de Manuel Tolsá Sarrió (Enguera, Valencia, 1757–México, 1816), de quien se cumple el 200 aniversario de su fallecimiento, apenas si necesita presentación. Su nombre está sólidamente unido a la escultura y arquitectura del momento académico mexicano de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Si como nos recuerda Antonio Muñoz Molina a propósito de las vindicaciones póstumas de artistas y escritores, éstas suelen estar atravesadas por esa suerte melancólica de gloria que no llega a conocer quien ha muerto, en el caso de Tolsá hemos de convenir que tuvo la ventura de conocerla con creces en vida, por más que sospechemos que no debió de vislumbrar esa posteridad casi sin límites en la que se asienta su legado ­artístico. Autor de la estatua ecuestre de Carlos IV, el famoso “Caballito”, el Colegio de Minería, los palacios del Apartado y el de Buenavista, todos en la Ciudad de México, el Ciprés de la Catedral de Puebla, el Hospicio Cabañas en Guadalajara, o la remodelación exterior de la Catedral Metropolitana, pocos artistas de la época virreinal han gozado de su fortuna histórica. Y si Tolsá fue ya celebrado por sus contemporáneos como el Fidias valenciano o como el Padre de las Artes en América, también hay que decir que la imagen moderna e ilustrada de la Ciudad de México, debida a su versátil actividad artística, tuvo el raro privilegio de ser disfrutada, vivida por todo tipo de públicos y, lo que es más aún decisivo, en todos los momentos históricos. La persistencia en el tiempo de su obra sobrepasó sin fisuras el tránsito de la época virreinal a la del México independiente. A quienes en la actualidad nos acercamos a sus obras (en especial al Colegio de Minería y la Catedral), nos sorprende cómo dota a sus edificios de una poética de arquitecto que fragua en un distintivo sello de ciudad, el “estilo Tolsá”. Formado artísticamente en España, primero en los aledaños de la Real Academia de San Carlos de Valencia y después en Madrid, en la de San Fernando, Tolsá fue nombrado en 1790 director de la sección de escultura de la Academia de Bellas Artes de San Carlos de México. La aventura americana de Tolsá fue seguida por el pintor Rafael Ximeno y el grabador José Joaquín Fabregat, lo que se tradujo en la instalación, casi simultánea, de tres valencianos en la dirección de la Academia de San Carlos de la Nueva España. Nada más arribar a tierras mexicanas, en 1791, desplegó una intensa actividad artística que le llevaría a encargarse de las empresas artísticas más notables del último arte virreinal en México. Valenciano dispuesto, de talante emprendedor y resolutivo, sorprendió a la sociedad novohispana con la estatua ecuestre de Carlos IV, alabada en su inauguración por el cosmopolita Alexander von Humboldt, quien al verla evocó la de Marco Aurelio en el Capitolio de Roma, por el paralelismo de su composición escultórica, al tiempo que destacó la importancia y complejidad de su fundición en bronce. En el Colegio o palacio de Minería (1797-1811) –“primer establecimiento del mundo consagrado a la ciencia de las minas” (Serge Gruzinski)–, Tolsá dejaría toda una lección del particular consumo de la arquitectura y del lenguaje clásico que podía alcanzar el profesional que era, avezado en las artes del diseño, con su distintiva síntesis de escultura y arquitectura. De grandioso volumen exento y fachadas articuladas en tres cuerpos, transitan por este edificio modos compositivos de un rotundo porte miguelangelesco, vitalizados en el lejano ámbito virreinal con una contundencia clásica insólita. En un día soleado vale la pena detenerse ante el espectáculo que depara la cambiante atmósfera de esta fachada principal, con sus exhibicionistas columnas. Y nos asombramos ante la capacidad de Tolsá para aportar rostros a una misma arquitectura con el concurso de las sombras arrojadas sobre el orden arquitectónico clásico. Nada más acceder al patio se impone la disciplinada monumentalidad de sus lienzos, auténticas fachadas balconadas volcadas al patio, con la rutilante presencia de las columnas jónicas de volutas angulares por las que Tolsá sintió una particular atracción, extraídas de Sébastien Leclerc, con sus protagonistas festones que cuelgan, rectos –como bucles– del capitel. Coda del conjunto del Colegio de Minería, la escalera principal, al fondo, transforma el patio en una majestuosa antesala. Sus múltiples mesetas pobladas por columnas que fugan ópticamente con las del patio, con su dramatismo escénico, hace que por instantes nos sintamos habitantes de una estancia piranesiana. Arquitectura para solemnidades sin domicilio Con la remodelación compositiva de la imagen externa de la Catedral Metropolitana, Tolsá daría un salto decisivo en sus cualidades de escultor y experto en el adorno arquitectónico. Entre 1797 y 1813 desplegó una nueva concepción compositiva de la catedral que, sin alterar lo realizado, dio un nuevo giro a su fisonomía general. Confirió una mayor visualización de la catedral desde la inmensa Plaza Mayor, para lo que resaltó el frente de la nave principal con una vigorosa plataforma a modo de atalaya, con ristras de balaustres y gigantescos pebeteros clásicos que extendió por todo el templo. En el centro dispuso un macizo cuerpo cúbico, en realidad caja del reloj, coronado por esculturas de las Virtudes Teologales. La cúpula fue objeto de una nueva composición. Elevó el bajo cuerpo de luces de la antigua cúpula del siglo XVIII y pobló su superficie con estiradas ventanas, resaltados frontones, columnas, balcones y balaustres, y en el cénit, una espigada, casi ingrávida, linterna. Arquitectura, pues, de voluntad extrovertida, la compostura de la catedral de México no fue sólo una obra pasiva apta para ser mirada desde una complaciente perspectiva arquitectónica. También estuvo pensada como una activa atalaya desde la que se puede gozar el paisaje circundante, la transitada Plaza Mayor, el Valle de México. Aún hoy, con la recuperación monumental del Centro Histórico de la Ciudad de México, la catedral remodelada mantiene los cometidos para la que fue concebida, por más que haya cambiado la mentalidad artística que acompañó su construcción o los valores afectivos de la mirada sobre la ciudad y sus contornos. Como en un juego de espejos, seguimos sorprendiéndonos al contemplar –ahora también desde las elevadas terrazas de hoteles y restaurantes que perfilan el perímetro del Zócalo– la vigencia de este balcón cívico que es la catedral y su fachada. El espectáculo de la actual escenografía de la catedral adornada por Tolsá, con sus bóvedas y balcones frecuentados por curiosos turistas poseídos por una gestualidad alborozada, sigue suscitando en nosotros una singular emoción, acaso la de testificar una vez más esa eterna e inconsciente liturgia humana, ávida, bulliciosa o reflexiva, ante el placer, vértigo, de la mirada volcada al paisaje, miradas que Tolsá supo fabricar y escenificar desde un educado y jovial clasicismo. Es casi seguro que para el propio Tolsá ese poderoso porvenir de su obra fue invisible. Aunque se nos antoja imaginar que para quien llegó a concebir la arquitectura con tan humano proceder (“Da consuelo al triste, alivio al enfermo, al sano recreo y al afligido hace olvidar sus cuidados”, comentaría en su proyecto para la Alameda de la Ciudad de México del año 1802), la mudanza perpetua de sus usos y modos de vivirla, tan propia del lugar, del natural mexicano, habría sido recibida con singular satisfacción. Incluido el jocoso comentario que hizo de su obra más famosa, el Colegio de Minería, el escritor y cronista de sociedad Manuel Gutiérrez Nájera. En 1886, con motivo de la fiesta que se organizó al presidente de la República Porfirio Díaz, escribía: “Si los españoles habían decidido que la única industria posible en México era la minería…, nosotros hemos resuelto que Minería es el único edificio en el que se puede bailar, comer, repartir premio. Minería –concluía– está condenada por el cielo a ser como un hospicio sempiterno de todas las solemnidades que no tienen domicilio”. (*) Nacido en 1950, catedrático de la Universidad de Valencia entre 1992 y 2010, exhibió una selección de sus imágenes en La obra de Manuel Tolsá vista desde el lente de Joaquín Bérchez (junio de 2013), en el Palacio de Minería de la UNAM.

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