Fascinante biografía sobre Humboldt, de Andrea Wulf

martes, 11 de abril de 2017 · 10:39
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Como una maravilla literaria podemos calificar el reciente volumen acerca de la vida, viajes y pensamiento del barón Alexander von Humboldt, escrito por Andrea Wulf, y que aparece en nuestro idioma bajo el título de La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt (Taurus. Memorias y biografías. 578 páginas con ilustraciones y mapas. México, 2017). Según la autora en el prólogo, “La invención de la naturaleza es mi intento por redescubrir a Humboldt y devolverle al lugar que le corresponde en el panteón de la naturaleza y la ciencia. Es también un intento de comprender por qué pensamos como lo hacemos hoy sobre el mundo natural”. Para ella, Humboldt ha quedado en el olvido por Europa y Estados Unidos debido al sentimiento antialemán derivado desde la Primera Guerra Mundial. Este fascinante estudio de Wulf sobre Friedrich Wilhelm Heinrich Alexander Freiherr von Humboldt (Berlín, septiembre 14 de 1769 - mayo 5 de 1859) comprende cinco partes: I.-“Punto de partida: El nacimiento de las ideas” (Comienzos. Imaginación y naturaleza: Johann Wolfang von Goethe y Humboldt. En busca de un destino.) II.-“Llegada: La recopilación de las ideas” (Sudamérica. Los Llanos y el Orinoco. A través de los Andes. Chimborazo. Política y naturaleza: Thomas Jefferson y Humboldt.) III.-“Regreso: La ordenación de las ideas” (Europa. Berlín. París. Revoluciones y naturaleza: Simón Bolívar y Humboldt. Londres. Sin parar de dar vueltas: maladie centrifuge.) IV.-“Influencia: La difusión de las ideas” (Regreso a Berlín. Rusia. Evolución y naturaleza: Charles Darwin y Humboldt. El Cosmos de Humboldt. Poesía, Ciencia y Naturaleza: Henry David Thoreau y Humboldt.) V.-“Nuevos mundos: La evolución de las ideas” (El hombre más grade desde el Diluvio. Hombre y naturaleza: George Perkins Marsh y Humboldt. Arte, ecología y Naturaleza: Ernst Haeckel y Humboldt. Preservacionismo y Naturaleza: John Muir y Humboldt.) Fragmento A continuación y por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, ofrecemos para nuestros lectores un fragmento de este volumen de Andrea Wulf, cuyo original en inglés se intitula The Invention of Nature (2015), traducido magistralmente al español por María Luisa Rodríguez Tapia, del capítulo que cierra la segunda parte del libro, “Política y naturaleza. Thomas Jefferson y Humboldt” (páginas 129 a 146). “Con Jefferson en EEUU […] Era mayo de 1804, y Humboldt, (Carlos) Montúfar y su criado, José, iban en barco desde Cuba hasta la costa este de Estados Unidos… Después de salir de Guayaquil en febrero de 1803, habían pasado un año en México; Humboldt había estado la mayor parte del tiempo en Ciudad de México, la capital administrativa del virreinato de Nueva España, la vasta colonia que incluía México, partes de California y de Centroamérica y Florida. Había visitado los extensos archivos y bibliotecas coloniales, y solo había interrumpido sus investigaciones para hacer unas cuantas expediciones a minas, manantiales de aguas termales y más volcanes. […] A finales de 1804, semanas después de salir de La Habana, Humboldt y su pequeño equipo desembarcaron en Filadelfia. […] Después de desembarcar en Filadelfia, Humboldt se intercambió cartas con el presidente, y (Thomas) Jefferson le invitó a Washington. […] Los viajeros tardaron tres días y medio en viajar desde Filadelfia y, por fin, llegaron a Washington el 1 de junio. […] Durante los días siguientes se reunieron varias veces. […] Durante los días que pasaron juntos, Jefferson, (Dolley) Madison y (Albert) Gallatin bombardearon a Humboldt a preguntas sobre México. […] Jefferson llevaba meses intentando obtener cualquier detalle sobre su nuevo territorio de Luisiana y sobre México, y de pronto se encontró con mucho más de lo que se podía imaginar. […] La cuestión más acuciante para el presidente era la frontera en disputa entre México y Estados Unidos. Los españoles afirmaban que el límite era el río Sabina, en lo que hoy es el límite oriental de Texas, pero los estadunidenses decían que era el Río Grande, que hoy forma parte de la frontera oeste del estado. Estaba en cuestión la posesión de una gran franja de territorio, porque entre los dos ríos se encuentra todo el estado actual de Texas […] Humboldt dio a Jefferson diecinueve páginas abarrotadas con extractos de sus notas, ordenados en apartados como “tabla de estadísticas”, “población”, “agricultura, fabricantes, comercios”, “ejército”, etcétera. A eso añadió dos páginas sobre la región fronteriza con México y en particular sobre la zona en disputa que tanto interesaba al presidente. […] Destrucción ambiental y colonialismo Durante su semana en Washington, los hombres hablaron de la naturaleza y de política, de cultivos y suelos y de la construcción de naciones. Humboldt, como Jefferson, creía que una república agraria era la única que podía aportar la felicidad y la independencia. El colonialismo, por el contrario, representaba la destrucción. Los españoles habían llegado a Sudamérica para conseguir oro y madera, “mediante la violencia o el trueque”, decía Humboldt, y movidos exclusivamente por “una avaricia insaciable”. Habían aniquilado antiguas civilizaciones, tribus nativas y bosques venerables. El retrato que pintaba Humboldt de Latinoamérica tenía los vivos colores de una realidad brutal, apoyados en hechos, datos y estadísticas. En su visita a las minas de México, Humboldt no sólo las había estudiado desde el punto de vista de la geología y la productividad, sino también en sus efectos perjudiciales sobre grandes segmentos de la población. En una mina le había escandalizado ver que, en un turno, a los trabajadores indígenas les obligaban a subir unos 23,000 escalones cargados con rocas enormes. Los usaban como “máquinas humanas”, esclavos en todo menos en el nombre, debido a un sistema laboral –el llamado repartimiento— que les hacía trabajar para los españoles a cambio de poco o nada. Obligados a comprar artículos sobrevaluados a los administradores coloniales, los trabajadores se veían arrastrados a una espiral de deuda y dependencia. El rey de España tenía incluso el monopolio de la nieve en Quito, Lima y otras ciudades coloniales para utilizarla en la fabricación de sorbetes para los ricos. Era absurdo, decía Humboldt, que una cosa “caída del cielo” tuviera que pertenecer a la corona española. En su opinión, la política y la economía de un gobierno colonial estaban basadas en la “inmoralidad”. Durante sus viajes, se había asombrado al ver que los administradores coloniales (igual que los guías, los anfitriones que los habían acogido y los misioneros) le habían animado constantemente –a él, antiguo inspector de minas— a buscar metales y piedras preciosas. Humboldt había tenido que explicar muchas veces que aquello era un error. ¿Para qué –preguntaba— iban a necesitar oro y gemas, si vivían en unas tierras en la que no había más que “rascar un poco para producir cosechas abundantes”? ¿No era esa su vía hacia la libertad y la prosperidad? Con demasiada frecuencia, Humboldt había visto poblaciones que morían de hambre y tierras antes fértiles que se habían vuelto estériles. En el valle de Aragua, en el lago Valencia (Venezuela), por ejemplo, había visto cómo el deseo de tener vestimentas de colores había provocado la pobreza y la dependencia entre la población local, porque el índigo, una planta fácil de cultivar que producía un tinte azul, había sustituido al maíz y otros cultivos comestibles. El índigo, más que ninguna otra planta, “empobrecía el suelo”, había anotado Humboldt. La tierra parecía agotada y, al cabo de unos años, predijo, no volvería a crecer nunca nada más. Estaban explotando el suelo “como una mina”. Más tarde, en Cuba, Humboldt había visto que habían eliminado los bosques de grandes partes de la isla para plantar caña de azúcar. En todas partes había visto que los cultivos comercializables habían reemplazado a “esos vegetales que proporcionan alimento”. Cuba no producía mucho aparte del azúcar, lo cual significaba que, sin las importaciones de otras colonias, “la isla moriría de hambre”, decía. Eran todos los ingredientes para la dependencia y la injusticia. Del mismo modo, los habitantes de la región de Cumaná cultivaban tanta caña de azúcar y tanto índigo que estaban obligados a comprar a otros países alimentos que podían haber cultivado ellos perfectamente. Los monocultivos y los cultivos comercializables no creaban una sociedad feliz, afirmaba. Lo que hacía falta era una agricultura de subsistencia, con cultivos comestibles y variados, con cosas como plátanos, quinoa, maíz y patatas. Humboldt fue el primero que relacionó el colonialismo con la destrucción del medio ambiente. Sus reflexiones le llevaban una y otra vez a la naturaleza como un complejo entramado de vida pero también al lugar del hombre dentro de él. En el río Apure había visto la devastación causada por los españoles al intentar controlar las riadas anuales construyendo una presa. Para empeorar más las cosas, habían talado los árboles que sujetaban las orillas como “una pared muy firme”, con el resultado de que las aguas furiosas arrastraban más tierras cada año. En la meseta de la Ciudad de México, Humboldt había visto cómo un lago que alimentaba el sistema de riego local había quedado reducido a una charca superficial, de forma que los valles que dependían de él se habían vuelto estériles. En todo el mundo, decía Humboldt, los ingenieros hidráulicos eran responsables de locuras semejantes. Hablaba de naturaleza, ecología, poder imperial y política, y los relacionaba entre sí. Criticaba el reparto injusto de tierras, los monocultivos, la violencia contra los grupos tribales y las condiciones de trabajo de los indígenas; todos, temas que siguen siendo hoy muy relevantes. Humboldt tenía una perspectiva única sobre las consecuencias medioambientales y económicas de la explotación de los recursos que encerraba la tierra. Por ejemplo, ponía en tela de juicio la dependencia de México de los cultivos comercializables y la minería, porque supeditaban el país a las fluctuaciones de los precios en los mercados internacionales. “El único capital que crece con el tiempo –decía—es el producto de la agricultura”. Estaba convencido de que todos los problemas en las colonias eran consecuencia de “las imprudentes actividades de los europeos”. […] Jefferson, esclavista Pese a sus coincidencias, había un tema en el que discrepaban: la esclavitud. Para Humboldt, colonialismo y esclavitud eran esencialmente lo mismo, entrelazados con la relación del hombre con la naturaleza y la explotación de los recursos naturales. Cuando los colonos españoles, pero también los norteamericanos, habían introducido el azúcar, el algodón, el índigo y el café en sus territorios, también habían introducido la esclavitud. En Cuba, por ejemplo, Humboldt había visto que “cada gota de jugo de caña de azúcar cuesta sangre y gemidos”. La esclavitud llegó a la estela de los que los europeos “llaman su civilización”, decía Humboldt, y su “ansia de riqueza”. El primer recuerdo de infancia de Jefferson, según se decía, era de un esclavo que le llevaba sobre un cojín, y, ya de adulto, su sustento dependía del trabajo de los esclavos. […] Humboldt, por el contrario, nunca se cansaba de condenar lo que llamaba “el mayor mal”. Durante su visita a Washington no se atrevió a criticar al presidente en persona, pero sí le dijo al arquitecto y amigo de Jefferson, Thomas Thornton, que la esclavitud era una “vergüenza”. Por supuesto, la abolición de la esclavitud reduciría la producción de algodón en el país, dijo, pero el bienestar general no podía medirse “de acuerdo con el valor de sus exportaciones”. La justicia y la libertad eran más importantes que los números y la riqueza de unos pocos. Que los británicos, franceses y españoles pudieran discutir, como lo hacían, por quién de ellos trataba de forma más humana a sus esclavos era, decía Humboldt, tan absurdo como discutir “si sería más agradable que a uno le rajaran el estómago o que lo azotaran”. La esclavitud era tiranía y durante sus viajes por Latinoamérica había llenado su diario con descripciones de las desdichadas vidas de los esclavos: el dueño de una plantación les obligaba a comer sus propios excrementos, escribió, y otro torturaba a los suyos con agujas. En todas partes, Humboldt había visto las cicatrices de los latigazos en las espaldas. Y los indígenas no recibían un trato mejor. En las misiones del Orinoco, por ejemplo, había oído contar que secuestraban a niños y los vendían como esclavos. Una historia especialmente horrible era la de un misionero que le había arrancado los testículos de un mordisco al criado que trabajaba en su cocina por besar a una joven. […] La institución de la esclavitud era antinatural, porque “lo que va en contra de la naturaleza es injusto, malo y sin validez”. Al contrario de Jefferson, que creía que los negros eran una raza “inferior a los blancos tanto de cuerpo como de mente”, Humboldt insistía en que no había razas superiores ni inferiores. Al margen de la nacionalidad, el color o la religión, todos los seres humanos proceden de una misma raíz. Igual que las familias de plantas, explicaba, que se adaptan de distintas formas a las condiciones geográficas y climáticas pero exhibían las características de “un tipo común”, todos los miembros de la raza humana pertenecían a una misma familia. Todos los hombres eran iguales, subrayaba, y ninguna raza estaba por encima de otra, porque “todas están igualmente diseñadas para la libertad”. La naturaleza era la maestra de Humboldt. Y la mayor lección que le había enseñado era la de la libertad. “La naturaleza es el terreno de la libertad”, decía, porque su equilibrio estaba basado en la diversidad, que también podía servir de modelo para la verdad política y moral. Todo, desde el musgo o el insecto más humilde hasta los elefantes o los robles gigantescos, tenían su función, y juntos formaban la totalidad. La humanidad no era más que una pequeña parte. La propia naturaleza era una república de la libertad. (Andrea Wulf nació en India hacia 1972; se mudó a Alemania de niña y hoy vive en Londres, donde da clases de Historia del Diseño en el Royal College of Art. Es autora de libros como The Brother Gardeners y Founding Gardeners, The revolutionary Generation, Nature and the Shaping of the American Nation, y Chasing Venus, aclamados por la crítica. Ha colaborado con The New York Times, The Sunday Times y The Guardian. Ha dado conferencias en la Royal Geographical Society, la Royal Society de Londres, la American Philosophical Society de Filadelfia y la Biblioteca Pública de Nueva York. Su ejemplar biografía del naturista y explorador prusiano Humboldt le ha hecho merecedora de varios premios, entre los que destaca al mejor volumen científico de 1916 por la Royal Society Insight Investment. Ha sido traducido en 22 países fuera del Reino Unido www.andreawulf.com.)

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