Novela 'Los niños de la estrella amarilla”

martes, 29 de agosto de 2017 · 14:22
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En la novela Los niños de la estrella amarilla. La esperanza encontrada en Le Chambon-Sur-Lignon (Harper Collins México, 302 páginas), el autor español Mario Escobar nos muestra el mundo de la inocencia infantil en medio de la vorágine de la segunda Guerra Mundial, a través de los ojos de Jacob y Moisés Stein, un par de niños judíos alemanes que debe huir de París. Ambos protagonistas intentarán escapar de La ciudad luz cuando la policía comienza las redadas para capturar a los judíos extranjeros. Su azaroso trayecto confrontará su mundo infantil con aquel de una crueldad inimaginable que sacudió la Europa de la década de los cuarentas, en un viaje a una madurez forzada; pero también es un vistazo al corazón de la gente comprometida con la causa del bien. La llegada de Jacob y Moisés Stein a Le Chambon-sur-Lignon (Alto Loira, Auvernia) proporcionará al lector el conocimiento de la historia de este pueblo galo y de sus valientes habitantes, como el pastor André Trocmé y su mujer, Magda; Roger Darcissac y el cura Edouard Theis, quienes organizaron el movimiento de resistencia pacífica y lideraron a esta real comunidad de hugonotes, cuyo aprecio por la libertad les impuso convertirla en uno de los pocos oasis para los judíos perseguidos en la Francia de aquella era bélica. Dividida en tres partes, Los niños de la estrella amarilla atrapa al lector y lo lleva junto con los dos infantes Stein a descubrir que, en un mundo de maldad infinita, hay siempre un destello de luz que ilumina las profundidades más tenebrosas, aunque el costo del sacrificio sea muy alto. Enseguida, ofrecemos a nuestros lectores algunas de las primeras páginas de esta edición Harper Collins (que comienzan con la frase del Talmud: “Quien salva una vida salva al mundo entero”), misma que al final incluye fotografías en blanco y negro, una cronología y un epílogo (www.marioescobar.es). Prólogo París, 23 de mayo de 1941 “Cada generación atesora la esperanza de que el mundo vuelva a comenzar”. Aquellas fueron las últimas palabras de su padre en la estación del tren. Se había puesto en cuclillas con su traje gris recién planchado hasta quedar a la altura de su hijo Moisés. El niño le había mirado con sus grandes ojos negros y había suspirado, sin comprender del todo lo que su padre quería decirle. La estación se llenó de un humo blanco con un extraño perfume dulzón. Su madre los miró con los ojos inflamados por las lágrimas y los pómulos enrojecidos, como si acabara de realizar un esfuerzo sobrehumano. Moisés aún recordaba sus guantes blancos y finos, el tacto frío y húmedo de aquella pasada primavera y la sensación de que su pequeño mundo se desgarraba por completo. Su padre intentó esbozar una sonrisa bajo su fino bigote castaño; pero al final, su rostro se torció en una mueca dolorosa. El más pequeño se aferró a las piernas de su madre, su falda de lana verde se pegó a su nariz empapada por las lágrimas. Jana pasó la mano por el pelo rubio y se agachó, aprisionó los dos mofletes rosados de su hijo pequeño y le besó con sus labios púrpuras, mientras sus lágrimas se unían a las del pequeño. Jacob tiró de su hermano, el tren dio el último bufido y el vapor comenzó a salir de los pistones como si aquel inmenso armazón de hierro y madera estuviera suspirando por las almas que tenía que separar. Su tía Judith los abrazó por el pecho, con un gesto mezcla de protección e inquietud. A su alrededor, los soldados alemanes se movían como polillas atraídas por la luz, y aunque aquella mañana no se habían puesto las estrellas amarillas sobre su pecho, en algunos momentos la mujer pensaba que los nazis podían detectarlos solo repasándolos con sus miradas azules y pétreas. Eleazar y Jana se giraron, sus abrigos comenzaron a revolotear entre el gentío que comenzaba a sacudir sus manos en señal de despedida. En medio de aquel interminable océano de brazos en alto, Jacob y Moisés vieron a sus padres hundirse en la nada hasta desaparecer por completo. Moisés agarró la mano de su tía, la apretó con fuerza, como si quisiera asegurarse de que al menos ella se quedaría a su lado. Judith giró la cabeza y observó el pelo cortado a tazón de su sobrino; sus mechas rubias brillaron bajo el sol que se colaba por los tragaluces de la estación. Después miró al otro niño. Jacob parecía impasible, con el pelo castaño oscuro, rizado y sus ojos negros y grandes. Su expresión era de enfado, casi de ira. La noche anterior había suplicado a sus padres que se los llevaran de París, que se portarían bien, pero Eleazar y Jana no podían cargar con ellos, al menos hasta que tuvieran un lugar en el que esconderse. A los niños no les harían nada y tía Judith era demasiado vieja para huir. Ella los había acogido seis años antes, cuando ya no aguantaron más la presión en Berlín. En cierto sentido, la tía Judith era más francesa que alemana, nadie la molestaría. Salieron de la estación cuando el cielo comenzó a ponerse de un azul plomizo y las primeras gotas frías empezaron a derramarse sobre el empedrado. La mujer abrió su paraguas verde y los tres se cobijaron en silencio, intentando resguardarse de un chaparrón tan intenso que nada podría evitar que llegaran empapados a su pequeño departamento al otro lado de París, justo donde la ciudad perdía su belleza para convertirse en un escenario desconchado y gris en el que el glamour de los cafés y los hermosos restaurantes parecía un espejismo lejano. Tomaron el metro, después un trolebús oxidado y ruidoso. Los dos chicos se acomodaron en el sillón de madera delantero, mientras su tía se sentó justo detrás, dejando que sus ojos intentaran desahogarse del esfuerzo por no llorar. Moisés miró a su hermano, que aún permanecía con el ceño fruncido; sus pecas se mezclaban con las gotas de lluvia y sus labios rojos fruncidos parecían a punto de estallar. Él no entendía el mundo, su hermano siempre le llamaba el “inconsciente”; pero sabía que lo que había sucedido era lo suficientemente malo para que sus padres tuvieran que dejarlos. Nunca habían estado solos. Para él, su madre era una extensión de sí mismo. Por las noches, a pesar de las protestas de su padre, dormía pegado a ella, como si el simple contacto de su piel le tranquilizase. Su olor era el único perfume que soportaba y sabía que en sus hermosos ojos verdes siempre estaría a salvo. El pequeño miró por los cristales sucios, las figuras fantasmagóricas de los transeúntes se confundían con los camiones de reparto y las viejas carretas que dejaban las calles inundadas de la pestilencia de sus caballos de carga. Aquel era su mundo, él había nacido en Alemania, pero no recordaba nada de su país. Su madre aún le hablaba en su idioma, aunque él siempre respondía en francés, como si de alguna manera quisiera dejar atrás aquel lugar del que habían tenido que escapar. ¿A dónde irían ahora? Sentía que el mundo comenzaba a cerrarse tras sus pasos, como cuando en el patio del colegio los compañeros le evitaban, como si la estrella amarilla de su pecho les produjera algún tipo de temor o náusea. “Los niños de la estrella amarilla” los llamaban; pero él siempre había pensado que las estrellas eran luces que Dios había creado para que la noche no llegara a devorarlo todo. Sin embargo, el mundo ahora parecía un firmamento huérfano de estrellas, oscuro y frío como el armario en que siempre se escondía para gastar una broma a sus padres y del que deseaba salir lo antes posible, para que la inmensa negrura no terminara por engullirlo para siempre.

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