'Busca-vidas, recuerdos de un vagabundo”, de Jim Tully

miércoles, 14 de febrero de 2018 · 18:41
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Aparece en castellano un clásico perdido de la literatura estadunidense, Busca-vidas, recuerdos de un vagabundo (Jus, Libreros y Editores, 210 páginas), novela de Jim Tully (1886-1947) traducida del inglés por Andrés Barba. Tully nació en St. Marys, Ohio, de padres irlandeses. Huérfano desde los siete años, pasó seis en un orfanato, y luego de intentar sostenerse fugazmente como ayudante en una granja y de obrero, se lanza a la vida errante. Busca-vidas, recuerdos de un vagabundo es la apasionante aventura de aquellos años cuando vagó por los Estados Unidos. Aparte de empleado en un circo, boxeador y colaborador del gran Charlot Charles Chaplin, Jim Tully escribió otras cuatro novelas autobiográficas: Circus Parade (1927), Shanty Irish (1928), Shadows of Men (1929) y Blood on the Moon (1931). Ofrecemos a nuestros lectores el capítulo inicial de Busca-vidas… libro dedicado a Rupert Hughes (“amigo mío”) y a Chaplin (“poderoso vagabundo”), que comienza citando los versos de la feminista Edna St. Vincent Millay (Rockland, 22 de febrero de 1892-Austerlitz, 19 de octubre de 1950), primera mujer en recibir el Premio Pulitzer de Poesía con “Viaje”: La vía del tren quedó en la distancia y el día es ruidoso, repleto de voces, pero aunque no haya trenes en lontananza, yo escucho el silbato desde entonces. Ya no pasan trenes en la oscuridad del cielo, las noches son tranquilas y para dormir, pero las cenizas rojas aún alzan el vuelo, y el vapor de la locomotora yo creo sentir. Los viejos amigos mi corazón calientan, jamás conoceré amigos más nobles, pero todos los trenes que pasan me tientan, nunca me importó el adónde. Capítulo 1: “St. Marys” Pasado el desfiladero de los años, hasta las experiencias más intensas se desvanecen en la memoria, pero lo que se ha vivido como joven vagabundo permanece hasta que se enfila el último camino a casa. Muchas veces he intentado imaginar lo que podría haber escrito Cervantes sobre sus caminatas por los soleados senderos españoles; o Goldsmith, en su inglés incomparable, sobre los días en los que tuvo que tocar la flauta para ganarse el pan; o el anciano y ciego Homero sobre sus experiencias en los caminos de Grecia: el viejo juglar habría podido inmortalizar incluso al esclavo griego que le preparaba la comida. Realicé tres viajes fallidos antes de convertirme siquiera en un aprendiz de vagabundo. No hay que olvidar que los vagabundos se toman muy en serio su profesión: en el juego hay mucho que aprender y aún más que sufrir. En mis ratos de ocio solía holgazanear cerca del depósito del tren del pueblo de Ohio desde el que emprendí mi carrera como vagabundo. Allí charlaba con buscavidas que me contaban con aire indiferente extraños relatos sobre lugares remotos. Un día conocí a uno, muy joven, que acababa de llegar de California. Había pasado dos meses encerrado en una cárcel del Oeste acusado de vagancia. Estaba orgulloso de sus proezas y hablaba pomposamente de ellas. Hizo que me sintiera avergonzado de mi vida monótona en aquel pueblo monótono. Nos sentamos junto a un puente alto que cruzaba el río St. Marys y él se puso a lanzar piedras a las perezosas aguas del río. Lo observé con atención. Sus movimientos y su forma de hablar eran toscos, como se podía esperar de un muchacho que llevaba vagabundeando desde California. Le habían sacado un ojo en Arkansas y, sobre la cuenca vacía y roja, llevaba un parche de cuero atado a la cabeza con un cordón de zapato. Era un joven fornido y quemado por el sol. Tenía los dedos de la mano derecha amarillos de tantos cigarrillos, era de carácter frívolo y hablaba de aquellos lugares lejanos, más que con reverencia, con un aire descuidado. Lanzó una piedra plana que rebotó sobre el agua como un pez volador hasta hundirse en una pequeña onda circular. —¿Qué pueblo es éste, chico? —St. Marys, señor —respondí humildemente. —No me llames «señor». Me llamo Billy —replicó. Echó una desdeñosa ojeada al pueblo y añadió resoplando—: ¡Por Dios!, te aseguro que no me verán pudrirme en una cloaca como ésta. Más que un pueblo parece una enfermedad. Sólo se vive una vez y uno tiene que aprovechar. —¿Te gusta la vida errante, Bill? —pregunté. Giró levemente la cabeza y me miró con franqueza con su único ojo. —Claro que me gusta, no la cambiaría por nada. No le veo nada bueno al trabajo: sólo trabajan los idiotas. Les silban por la mañana y acuden como si fueran ganado. Te aseguro que eso no es para ti. —Me gustaría largarme de este antro —le dije—, y creo que lo haré. Casi tengo que pagarle a la fábrica para trabajar allí. Le expliqué cómo era mi trabajo y lo que ganaba y él sonrió con desdén. —Déjalo, muchacho, déjalo. No te lo has podido montar peor: sólo sacas para comer y para eso no hay necesidad de hacer nada; hasta los gatos callejeros se las ingenian para conseguir comida. Además —y aquí elevó un poco el tono de voz—, en la carretera se aprenden cosas. ¿Qué diablos vas a aprender aquí? Te apuesto lo que quieras a que en este antro nadie se entera de qué va la vida. Reflexioné sobre aquella filosofía brutal mientras él se levantaba el parche negro y se rascaba la cuenca vacía. Hubo un largo silencio y yo tomé la decisión de abandonar aquel pueblo tan pronto como pudiera; no sin recelo, porque entre toda aquella gente anodina de St. Marys se contaban también algunos amigos míos. En el pueblo había un borracho llegado de quién sabe dónde. Solía hablarme de libros. Cuando estaba bebido, lo que sucedía casi a diario, se jactaba de su pasado: un sendero largo y tortuoso repleto de ciénagas. Se llamaba Jack Raley. Los del pueblo solían invitar a beber al viejo Raley y luego se burlaban de él. A pesar de su indigencia de borracho, de ser un gorrón, de haber caído más bajo que una escupidera y de ser una mosca de taberna, para mí seguía siendo el hombre más rico que conocía en el pueblo porque llevaba en el bolsillo un andrajoso volumen de Voltaire del que siempre me hablaba. Raley había sido tipógrafo itinerante durante muchos años y había llegado al final de su camino en St. Marys. El chico tuerto se quedó en silencio y yo pensé en aquel viejo que se ataba los pantalones de pana con una cinta de maleta a modo de cinturón. Había perdido todos los dientes delanteros menos dos, y habría podido prescindir incluso de éstos sin mucho problema porque rara vez comía. Era un borracho monumental, tal vez el mayor que haya visto en mi vida. Tenía los ojos amarillos e inyectados en sangre, con numerosas venitas como ríos rojos que cruzaran un prado amarillo. Finalmente dije: —Me largaré de aquí, pero odio tener que despedirme de algunas personas. A Bill parecieron animarle aquellas palabras. —Bueno, no puedes llevarte a todo el mundo contigo. Olvídate de este lugar: no es más que una trampa. —Supongo que tienes razón —respondí débilmente. Bill me miró boquiabierto y maravillado ante la posibilidad de que un joven que jamás había salido de su pueblo cuestionara sus palabras. Había cierto tono de reto en su voz cuando se dirigió a mí: —¿Supones que tengo razón? ¡Ja! Pues yo te aseguro que la tengo: sé unas cuantas cosas, no nací ayer. Traté de aplacarlo haciéndole preguntas sobre cómo era la vida errante y su ego juvenil se infló para la ocasión. Me habló de muchas cosas, algunas de las cuales verifiqué luego por experiencia propia. —Muchacho, si decides vivir en la carretera no permitas que ningún viejo vagabundo te tome por tonto. Los perros viejos se vuelven perezosos hasta para rascarse, por eso engañan a los chiquillos y les enseñan a pedir. Saben que la gente prefiere dar limosna a los niños, por eso los utilizan. Mucha gente siente lástima por los chicos que piden en los callejones. Los viejos vagabundos los llaman sus «pillos». Cuando uno anda de aquí para allá no para de encontrarse con esos pequeños mendigos por todas partes. Podría contarte mil historias —dijo el trotamundos de un solo ojo. El silbido de una locomotora nos llegó desde el oeste y enseguida oímos el traqueteo de los vagones. El guardafrenos iba sentado sobre el que pasó inmediatamente tras la locomotora. Llevaba un palo en la mano e iba contemplando el paisaje. Lo envidié. El chico se ajustó el parche al ojo, encogió los hombros y se puso a correr tras el tren gritando: «¡Hasta la vista, chico! ¡Pórtate bien!». Abordó con un pavoneo fantástico y se despidió de mí agitando su mano sucia de cenizas mientras el tren cruzaba el puente rumbo a Lima.

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