Joy Laville y su valor creativo

lunes, 23 de abril de 2018 · 13:37
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Sobre todo ahora, cuando sus poéticas coinciden visualmente con  ciertas preferencias pictóricas del mainstream –como algunas imágenes del espléndido pintor belga Luc Tuymans–, la obra de Joy Laville merece un análisis que ubique su valor creativo al margen del protagonismo intelectual  y pertenencia gremial de su brillante marido: Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928-Mejorada del Campo, Madrid, 1983). Nacida en la isla inglesa de Wight en 1923, Joy Laville llegó a México en 1956 para estudiar pintura e instalarse con su hijo de cinco años en la Ciudad de San Miguel Allende. Después de ser pareja –que no alumna– del pintor suizo nacionalizado mexicano Roger von Günten (Zürich, 1933), Laville conoció en 1964 a Jorge Ibargüengoitia, se convirtió en 1965 en su pareja, y en 1973 en su esposa. Creadora de inquietantes entornos ficticios de una plana luminosidad que sólo se interrumpe por los etéreos y casi inexistentes desnudos femeninos que, cuando los realizaba con las sutiles transparencias de la técnica del pastel, la severa crítica de arte Raquel Tibol calificó como “sorprendentemente encantadores (…): a mitad de camino entre la realidad y el ensueño”, Joy Laville se introdujo, ya como pareja de Ibargüengoitia, en el vigoroso escenario que en los años sesenta se enfrentaba al predominio institucional de las caducas estéticas de la Escuela Mexicana. Seleccionada y también sorprendentemente premiada en la emblemática exhibición Confrontación 66 que organizó el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México en 1966, Joy Laville sustituyó la transparencia de sus acuarelas y pasteles por pinturas en acrílico que mantuvieron la poética etérea, sensual y atemporal de su obra en papel. Con notorias referencias a los cuerpos fugados de Henri Matisse, la restricción cromática de Giorgo Morandi y la espacialidad geométrico-paisajística de Milton Avery, Laville construyó un lenguaje propio de poéticas etéreas, atemporales y falsamente ingenuas, en las que el erotismo femenino se esconde y exhibe en los gestos abstractos que remiten a los senos y el vello púbico. De 1979 y hasta el accidente aéreo en el que perdió la vida Ibargüengoitia en 1983, Laville radicó en Londres, Grecia, Roquetas del Mar en España y París. A partir de 1985 regresó a México para instalarse en Jiutepec, Morelos y, apoyada por la tribu intelectual que rodeaba al gubernamentalmente institucional literato, Premio Nobel y exfuncionario Octavio Paz, fue invitada ese año no sólo a ilustrar el número 100 de la revista Vuelta sino, también, a realizar una exposición individual en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Olvidada durante la última década del siglo XX y primera del XXI, Laville emergió en 2011 a raíz de su exitosa postulación como Premio Nacional de Ciencias y Arte en el área de Bellas Artes. Dueña de un lenguaje propio en el que la claridad de los colores –principalmente azules, rosas y lilas– se contrae para crear planos que remiten a realidades tan intangiblemente reales como la memoria, Joy Laville merece una revisión que, positiva o negativa, la libere de la herencia tribal de Ibargüengoitia.  Este texto se publicó el 22 de abril de 2018 en la edición 2164 de la revista Proceso.

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