Con un hoyo en el piso, el Tamayo apuntala a Cruzvillegas

lunes, 14 de mayo de 2018 · 13:22
CIUDAD DDE MÉXICO (Proceso).- Si bien como exposición es irrelevante, discrecional y muy forzada, Artaud 1936, como proyecto museístico, es sumamente develador. El español Manuel Cirauqui, quien se desempeña en el Museo Guggenheim Bilbao, ha sido su curador en dos etapas: la primera, titulada La sierra de las cosas, se presentó del 10 de febrero al 1 de abril, y la segunda, que se exhibe actualmente bajo el título de La tinta invisible. En la muestra se transparenta la desesperación por apuntalar mercadológicamente la marca Abraham Cruzvillegas; los vínculos de solidaridad mercadológica que tiene el Museo Tamayo con las galerías Kurimanzutto y José García; el colonialismo curatorial de Cirauqui; y la indiferencia del director del museo, Juan Gaitán, ante el respeto y protección del inmueble. Escritor de pensamiento surrealista, actor, director de teatro, dibujante esporádico y teórico cultural, Antonin Artaud (Francia 1896-1948) fue un crítico severo de los imaginarios racionales europeos. Interesado en buscar una espiritualidad que ampliara la conciencia del hombre occidental, Artaud viajó a México para explorar y experimentar la sensibilidad natural y orgánica de su sociedad. Durante su estancia de aproximadamente nueve meses a partir de agosto de 1936, el creador del teatro del terror, además de confrontar el desinterés que existía por la cultura indígena y la ansiedad por apropiarse y ser parte de la cultura europea, se integró entre los tarahumaras experimentando la ritualidad espiritual del peyote. Diseñada a partir de la estancia del también poeta en la Sierra Tarahumara (Chihuahua), la muestra exhibe obras vinculadas con estéticas étnicas y circunstancias indígenas realizadas antes y después de su visita. Entre ellas, dos espléndidas máscaras que realizó Germán Cueto en 1924; dos expresivos carbones de José Clemente Orozco de 1947 en los que registra la cultura y el drama de los indígenas; dos pequeñas piezas de sus amigos María Izquierdo y Luis Ortíz Monasterio; tres espejos prehispánicos de obsidiana; tres tambores ceremoniales tarahumaras, y algunos registros de la cultura tarahumara. Piezas y circunstancias que difícilmente pueden considerarse influenciadas por el “legado artístico, literario y de vida” de Antonin Artaud. Sustentada en una narrativa eurocentrista que contradice los valores, la actitud y la sensibilidad del poeta, Artaud 1936, La tinta invisible, en el contexto de las prácticas contemporáneas, integra algunas obras que construyen su identidad en el efectismo de su estética. En concreto, me refiero a las propuestas de Abraham Cruzvillegas y la pareja Rometti-Costales. Perteneciente al establo de la tan mercadológicamente-profesional galería Kurimanzutto, Cruzvillegas, desde la severa descalificación que tuvo por su intervención en la Sala de turbinas de la Galería Tate de Londres en 2015, ha gozado de una notoria promoción legitimatoria. En la segunda etapa de Artaud 1936, participa con cuatro piezas, entre las que destaca una acción de reciente creación que consistió en romper, con un mazo y a través de movimientos repetitivos –como los que provoca el peyote en los ritos tarahumaras–, un fragmento del piso del patio central del museo. Registrada a través de tres testimonios –un video, el mazo como escultura, y el hoyo que quedó en el piso–, la acción, provocativa, efectista y absurda, evidencia el desprecio que tiene Gaitán por el inmueble a su cargo. Integrada también con aproximadamente cuatro delgadas y anodinas varas de huizache de tamaño medio que, intervenidas con tallas simples y gestuales se recargan de una en una en distintas paredes –cortesía de la galería José Garcia y los artistas Rometti-Costales–, la muestra evidencia que la función del Museo Tamayo es servir al mercado.

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