'Pita Amor. La undécima musa”, de Michael K. Schuelsser
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Por cumplirse el primer centenario del nacimiento de la poeta Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein (Ciudad de México, mayo 30 de 1918-mayo 8 del 2000), quien fuera conocida en el mundo literario nacional como Pita Amor, Editorial Aguilar vuelve a publicar el libro de Michael K. Schuessler Pita Amor. La undécima musa.
El prólogo de la reconocida periodista y escritora Elena Poniatowska Amor (París, 19 de mayo de 1932), sobrina de Pita Amor, refiere al comienzo de esta edición conmemorativa para Penguin Random House Grupo Editorial:
“Conocí a Michael en abril de 1991, cuando participé en el ‘Symposium on Female Discourses: Present, Past and Future’, organizado, en parte, por la doctora Susan Schaffer del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de California, Los Ángeles. Allí tuve el gusto de escuchar su ponencia sobre la poetisa mexicana: ‘El caso mitológico: Guadalupe Amor y la construcción/destrucción del poético femenino’. Jamás había oído una presentación de esa envergadura sobre mi ilustre y estrambótica tía. Michael proyectó diapositivas de los cuadros pintados por Diego Rivera, Roberto Montenegro y Raúl Anguiano que la mostraban en las más diversas poses y grados de desnudez. También escuchamos una grabación de su voz diciendo su propia poesía, acompañada por la música de Amparo Rubín. Finalmente, Michael nos introdujo a la vida y obra de Guadalupe Amor citando a Alfonso Reyes: ‘Silencio… y nada de comparaciones odiosas, aquí se trata de un caso mitológico’.”
Indudablemente, Pita Amor es una transgresora y un ser diferente de la literatura mexicana, del tamaño y encanto de Nahui Ollin, Frida Kahlo y Remedios Varo, explica Aguilar:
“Pita Amor pintó con las palabras un mundo voluptuoso, erótico y profundo. El trabajo de Schuessler, para acercar a las nuevas generaciones a esta mujer intensa e inolvidable, es sencillamente extraordinario”.
Doctor en Lenguas y Literatura Hispánicas, egresado de la Universidad de California, Los Ángeles; miembro del Sistema Nacional de Investigadores, profesor titular del Departamento de Humanidades en la Universidad Autónoma Metropolitana, Cuajimalpa, en la Ciudad de México, y experto en la cultura mexicana, el autor ha publicado, entre otros volúmenes: Artes de fundación: teatro evangelizador y pintura mural en la Nueva España; Peregrina, mi idilio socialista con Felipe Carrillo Puerto; Perdidos en la tradición y Elenísima, cuya edición en inglés fue nominada al Premio Pulitzer.
A continuación, ofrecemos para nuestros lectores una parte del prefacio de Michael K. Schuessler para esta conmemoración del centenario de Pita Amor, por cortesía de Aguilar (Penguin Random House Grupo Editorial).
Fragmento del prefacio
Me ahogo en mi total egocentrismo;
mas no puedo pensar de otra manera:
que todo morirá cuando yo muera,
que al acabarme empezará el abismo.
¡Qué importa que la vida continúe!
Con mi muerte terminará el universo…
En 1990 yo tenía 23 años y era asiduo de la ciudad de Guadalajara, donde vivía el señor Ángel de la Cruz, declamador de poesía y maestro de la vida y sus secretos. Solía pasar mis vacaciones de verano en esa ciudad, donde pude conocer a otras figuras de la comunidad cultural tapatía como Juan José Arreola, cuyo centenario también celebramos este año, y al compositor Blas Galindo.
El año anterior había iniciado una maestría en letras hispánicas en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA) y, mientras me dedicaba a analizar la obra de Cortázar, Borges, Rulfo y Asturias, me resultaba difícil olvidar a los poetas del mundo hispano que había asimilado --mejor dicho, memorizado-- durante largas e intensas sesiones con el señor Ángel, quien nunca soltaba su vaso de ron Castillo mientras chupaba innumerables “Faros” y, con la paciencia de un santo, me hacía repetir una y otra vez los poemas que formaban parte de su repertorio y que eran, a su vez, reflejo de su alma. Sor Juana Inés de la Cruz, Federico García Lorca, León Felipe, Miguel Hernández y Amado Nervo eran algunos de los poetas cuyos versos, siempre rimados, más lo apasionaban. Entre los autores para mí desconocidos, como Ángela Figuera Aymerich, José Zacarías Taillet y Carlos Rivas Larrauri, el que más poder ejercía en mi imaginación fue, sin lugar a dudas, Guadalupe Amor, que se distinguía, entre otras cosas, por ser una leyenda viva que en aquel entonces hacía su residencia en los numerosos hoteles de la Zona Rosa, donde rondaba como una especie de “reina honoraria sin sueldo”, como la bautizó su querido amigo Jaime Chávez, y que a veces ofrecía recitales poéticos que eran a su vez de las primeras obras de performance en México y donde asistía un público aún formidable y muy entusiasta.
Cuando en el verano de 1990 don Ángel supo que yo planeaba un viaje a la Ciudad de México para hacer algunas investigaciones sobre el México colonial, se le ocurrió que sería el momento perfecto para que yo conociera en carne y hueso a la “Undécima Musa”, “dueña de la tinta americana”. Como el joven entusiasta que era, acepté dichoso el encargo y después de una curiosa búsqueda que me llevó a hoteles, suites, librerías y joyerías, por fin pude localizar a Guadalupe Amor, Pita Amor, en el hotel General Prim, ubicado en la esquina de la calle del mismo nombre y Versalles, en la Colonia Juárez, barrio una vez elegante y donde, hace cien años, el 30 de mayo de 1918, nació Guadalupe Amor Schmidtlein.
El producto de mi búsqueda poética se sintetiza en una procesión de descubrimientos, sobresaltos, aprensiones, y el reconocimiento de estar frente a un genio artístico, aunque a veces --muchas veces-- su comportamiento me sorprendía y no siempre para bien. Pero esa era la Pita en su última encarnación, un ser enigmático, retraído, obsesivo, compulsivo, muchas veces ofensivo. Sin embargo, hallarme frente a frente a este monstruo de la poesía era para mí, a mi corta edad, una experiencia cuyo primer impacto nunca me ha abandonado y que persistiría con la misma fuerza de asombro hasta su muerte en mayo de 2000.
En la década de los noventa, muchos conocían a la Pita que rondaba la Zona Rosa pegando a bastonazos (o paraguazos, dependiendo de la temporada) a los transeúntes, la que siempre colocaba un “pesca-guapos” en su frente, la de la flor marchita ensartada en su corto cabello color caoba, la que usaba unos lentes “fondo de botella” que agrandaban sus ojos, resaltados por un asombroso maquillaje de colores. Si bien Pita era en aquel entonces todavía una figura conocida, esto se debía sobre todo al estrafalario personaje que ella había construido, personaje que, según algunos, se había devorado a la poeta Guadalupe Amor.
Como estudiante de la literatura del Siglo de Oro Español, yo no entendía esta extraña fijación en su persona a pesar de su gran obra lírica y, como resultado, el abandono casi total de su obra poética, repleta de imágenes espirituales –algunas veces místicas– y un ritmo musical perfecto, que hacía eco de las grandes estrofas de sus antepasados literarios españoles: Garcilaso, Lope de Vega, Calderón de la Barca y, en México, sor Juana Inés de la Cruz.
Fue con la intención de enderezar este entuerto que me dediqué durante varios años a indagar sobre la obra literaria de Guadalupe Amor, que tuvo su momento de esplendor en los años cuarenta y cincuenta con la publicación de libros como Polvo y Décimas a Dios. Mis investigaciones me llevaron de regreso a mi ahora alma mater, a los archivos hemerográficos de UCLA, donde, poco a poco, gracias al Diccionario de escritores mexicanos de Aurora Ocampo, pude localizar una gran cantidad de artículos periodísticos dedicados a la poeta y su obra: entrevistas, reseñas, reportajes, perfiles, análisis, etcétera: puras alabanzas. Asombro absoluto. Un genio endiablado. Otra Santa Teresa de Jesús. Poco a poco empecé a asimilar todo este material para luego --en imitación tal vez al trabajo de su sobrina Elena Poniatowska Amor, quien también resguardaba mucho material y no pocos recuerdos de su tía Pita-- ordenarlo e interpretarlo.
El resultado fue este libro, publicado por vez primera en 1995 por Editorial Diana, gracias al “atrevimiento” de mi editor, Fausto Rosales Ortiz, que pudo ver más allá de la “Pita pordiosera”, de la “Abuelita de Batman”, de la “loca de la Zona Rosa”, de la “sombra de lo que fue”. Su primera edición pronto se agotó y al año se hizo otra, y después otras. Creo que a los dos nos sorprendió el éxito del libro, tal vez más a mí que a mis 25 años era requerido en programas con estrellas como Daniela Romo, Ofelia Guilmáin y Jacobo Zabludovsky y enviado a la calle de Hegel, en Polanco, para entregarle un ejemplar a la Doña, María Félix, quien había llamado a la editorial porque quería ver el libro. Cuando le pregunté a Fausto si no lo podía comprar en Sanborns, me informó severamente que iría yo a dejárselo en sus manos. ¡Qué inconsciencia la mía! Lástima que cuando llegué, la señora se acababa de ir a Cuernavaca y, aunque le dejé una nota con mi teléfono, nunca me llamó.