'Crónicas I”, de Bob Dylan, en Malpaso

jueves, 27 de septiembre de 2018 · 09:12
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Dicen que Bob Dylan es la fuente menos confiable para conocer la vida de Bob Dylan y seguramente es verdad, aunque también resulta cierto que el lector quedará encantado leyendo los cinco capítulos de sus memorias Crónicas 1 (Malpaso Ediciones. Traducción al castellano de Miquel Izquierdo, prólogo de Benjamín Prado. 281 páginas, www.malpaso.com). Como cuenta en este libro el propio cantautor judío-estadunidense Dylan (Robert Allen Zimmerman, su nombre real, nacido en Dulth, Minnesota, en mayo 24 de 1941): “Si has de mentir, hazlo deprisa y lo mejor que sepas.” Hemos escogido un fragmento de la cuarta parte de esta biografía, publicada originalmente en 2004, acerca del año de 1987 --tras una gira con Tom Petty y durante los conciertos junto a Grateful Dead, previos a la grabación del álbum 26 de Dylan Oh Mercy--. Los demás capítulos son: “Pulir la partitura”, “La tierra perdida”, “New Morning”, y “Río de hielo”). “Oh Mercy” Había estado en una gira de dieciocho meses con Tom Petty and The Heartbreakers. Iba a ser la última. Había perdido por completo la inspiración. Toda la que tenía, ya fuera mucha o poca, había decrecido, se había disipado. Tom estaba en la cúspide y yo en el fondo del barranco. No podía superar la desventaja. Todo había caído por tierra. Mis propias canciones me resultaban ajenas, ya no poseía la habilidad de tocar su fibra ni de penetrar bajo la superficie. Mi momento de gloria había pasado. Sólo me quedaba un canturreo hueco en la cabeza, y ya estaba ansioso por liar los bártulos y retirarme. Daría otro concierto con Petty, cobraría mi parte de la pingüe recaudación y me iría a casa. Como suele decirse, estaba acabado. Si no tenía cuidado acabaría despotricando contra la pared en un desvarío. El espejo se había vuelto del revés y me mostraba el futuro: un viejo actor hurgando en los cubos de basura junto al teatro donde había cosechado sus viejos éxitos. Yo había compuesto innumerables canciones, pero no tocaba muchas en vivo. Creo que mi repertorio se reducía a unas veinte. Las demás se me antojaban demasiado crípticas, impulsadas por una fuerza oscura, y ya no era capaz de hacer nada radicalmente creativo con ellas. Era como llevar conmigo a todas partes un paquete de carne podrida. No entendía de dónde venían. La chispa se apagó y la cerrilla se consumió. Empecé a interpretar el material maquinalmente. Por mucho que lo intentara, los motores no se ponían en marcha. Benmont Tench, uno de los músicos del grupo de Petty, siempre me pedía casi implorante que incluyera otros temas en las actuaciones: -“Chimes of Freedom”, ¿lo probamos? ¿Y “My Back Pages”, o “Spanish Harlem Incident?”. Yo siempre me inventaba alguna excusa patética. De hecho, no sé quién se excusaba, pues le había cerrado la puerta a mi propio yo. El problema residía en que después de confiar durante tanto tiempo en el instinto o la intuición, ambas musas se habían convertido en buitres que me estaban dejando en los huesos. Incluso la espontaneidad se había convertido en una cabra ciega. No había atado bien las balas de paja y el viento empezaba a asustarme. La gira con Petty se dividió en varias etapas, y durante uno de los recesos, uno de los organizadores, Elliot Roberts, me contrató para unas actuaciones con The Grateful Dead. Me hacía falta ensayar con el grupo para aquellos bolos, así que me fui a San Rafael para reunirme con ellos. Pensé que sería tan fácil como saltar la comba. Después de más o menos una hora, me quedó claro que el grupo quería ensayar más canciones de las que yo solía interpretar con Petty. Querían repasarlo todo, los temas que les gustaban, los menos conocidos. Me hallaba en una situación peculiar y oía en mi cabeza el chirrido de los frenos. Si lo hubiera salido, quizá no me habría apuntado. No sentía algo particular por ninguna de aquellas canciones y no sabía cómo cargarlas de significado. Además, seguramente muchas de ellas sólo las había cantado una vez, en el momento de su grabación. Había tantas que me resultaba imposible distinguir entre ellas, temía que acabara por confundir las palabras de unas y otras. Necesitaba armar bloques de letras para comprender de qué hablaban, y cuando las estudié, especialmente las de las composiciones más antiguas y oscuras, me sentí incapaz de imprimir algo de emoción a aquel material. Me sentía como un bobo y no tenía ganas de quedarme. Es posible que todo aquello fuera un error. A lo mejor me convenía recluirme en una institución mental y pensar en ello. Después de decir que había dejado algo en el hotel, salí a la calle Front y empecé a andar con la cabeza gacha bajo la llovizna. No pensaba volver. Si has de mentir, hazlo deprisa y lo mejor que sepas. Me dirigí calle arriba, unas cinco o seis manzanas, hasta que llegó a mis oídos el son de una banda de jazz algo más adelante. Tras cruzar la puerta de un bar diminuto, paseé la vista por el interior y vi que los músicos tocaban en el otro extremo del local. Llovía y había poca gente. Alguien se reía de algo. Aquello parecía la última parada al tren hacia ninguna parte, y el ambiente estaba cargado de humo. Algo me invitaba a adentrarme, de modo que recorrí la barra larga y estrecha hacia donde se encontraban los músicos, tocando sobre un estrado ante una pared de ladrillo. Me quedé a un metro del escenario, me acodé sobre la barra, pedí un gin-tonic y me volví hacia el cantante. Era un hombre mayor vestido con traje de mohair, tocando con una gorra de plato y una corbata lustrosa. El batería llevaba un vaquero Stetson, y tanto el bajo como el pianista iban pulcramente vestidos. Interpretaban baladas de jazz, comas como “Time on My Hands” y “Gloomy Sunday”. El cantante e recordaba a Billy Eckstine. No era muy enérgico, pero no tenía por qué; aunque estaba relajado demostraba su natural poderío al cantar. De pronto y sin previo aviso, me asaltó la sensación de que el tipo tenía una ventana abierta a mi alma, de que me decía: - Deberías hacerlo así. De repente, comprendí una cosa rápidamente de lo que jamás me había percatado de algo. Percibía el esfuerzo que le costaba reunir esas energías, lo que había para conseguirlas. Sabía de dónde procedían y no era de la voz, aunque fue esta la que me devolvió a mis sentidos de improviso. “Yo solía hacer lo mismo –pensé--. Fue hace mucho tiempo y me salía solo.” Nadie me lo había enseñado. Se trataba de una técnica sumamente elemental y sencilla que había olvidado, como quien olvida cómo atarse los zapatos. Me preguntaba si sería capaz de recuperarla. Al menos, quería una oportunidad para intentarlo. Si de algún modo lograba acercarme al dominio de esa técnica, podría superar aquella carrera de obstáculos. Regresé al ensayo de The Grateful Dead como si nada hubiera pasado, reanudé el trabajo donde lo había dejado, impaciente. Nos pusimos a ensayar una de las canciones que ellos querían, y yo probé a poner en práctica el método que empleaba el viejo cantante. Tenía la corazonada de que algo iba a pasar. De entrada, resultó trabajoso, como taladrar granito. Notaba el sabor de polvo en la boca. Pero, milagrosamente, algo brotó debocado de mi interior. Al principio todo lo que conseguía fue un carraspeo atragantado por la sangre que estalló en el fondo de mi ser primario pero no hizo parada en el cerebro. Nunca antes me había sucedido algo así. Escocía, pero me sacaba del letargo en que me hallaba sumido. El plan no estaba plenamente urdido; iba a necesitar unos cuantos retoques, pero capté la idea, Debía concentrarme al máximo para servirme de más de una estratagema de aquellas canciones sin restringirlas al mero mundo de las palabras. Era toda una revelación. Llevé a cabo aquellos bolos con The Grateful Dead sin una vacilación. Tal vez me habían puesto algo en la bebida, no sé, pero todo lo que se les ocurría me parecía bien. Se debía al viejo cantante de jazz.

Comentarios