'Otras vidas. Tres novelas cortas”, de Amado Nervo
Ciudad de México (apro).- Publicado en 1905, Otras vidas reúne tres de las once novelas cortas escritas por Amado Nervo: Pascual Aguilera, El bachiller y El donador de almas. Gracias a la recuperación del formato original del volumen, esta trilogía cobra nueva vida en el centenario luctuoso del escritor y diplomático nacido en Tepic: Otras vidas. Tres novelas cortas (UNAM/ Gobierno de Nayarit, 247 páginas).
Dicho libro conmemorativo destaca asimismo por los textos de Gustavo Jiménez Aguirre (edición y notas); Antonio Echevarría García (presentación), así como el epílogo en dos partes del novelista, ensayista, dramaturgo y traductor Juan Villoro. Ofrecemos a nuestros lectores el comienzo de la primera.
Un novelista transgresor (I)
Amado Nervo se sometió a una extraña paradoja: fue el escritor más famoso de su tiempo y poco después la crítica lo condenó a un exilio póstumo. Las mujeres de América Latina siguieron recitando La amada inmóvil hasta convertirse en abuelas, pero los nuevos poetas lo relegaron al azucarado panteón de la cursilería. Su influencia literaria se advierte más en las canciones románticas de Agustín Lara, el “músico-poeta”, que en la poesía contemporánea.
“Hasta ahora la posteridad no ha hecho nada por nosotros”, dijo el incontrovertible Oscar Wilde. Nadie puede garantizar la reputación que tendrá después de muerto. Nervo parecía hecho para la consagración permanente. Nacido en Tepic, en 1870, cumplió la promesa, esencial para los poetas románticos, de llevar una vida breve. Falleció en 1919 a los 49, en Montevideo, donde estaba a cargo de la legación diplomática mexicana. Fue sepultado en la actual Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México el 12 de noviembre, Día del Cartero, coincidencia que perfeccionó su condición de mensajero espiritual.
De acuerdo con Carlos Monsiváis, durante casi un siglo, esas exequias fueron las más concurridas en la historia de México. Ni Pedro Infante, ni Cantinflas, ni María Félix, ni el Chavo del Ocho congregaron a tanta gente. Sólo otro catalizador del sentimiento, Juan Gabriel, pudo romper ese récord de necrológica devoción.
Antes de recibir un último adiós en la capital, durante medio año el poeta embalsamado protagonizó homenajes luctuosos en los puertos de América Latina donde se detuvo el barco que portaba su cadáver. Sus poemas se recitaban en los muelles y miles de pañuelos despedían la embarcación, oportunamente pintada de negro, que parecía dirigirse al mitológico río Estigia.
Nervo fue amado por una época en que los recitales de poesía brindaban la principal alternativa en las iglesias. En un país que entonces contaba con 26 seminarios y sólo 12 preparatorias, la educación religiosa era el principal contacto con la cultura. Los salones donde oficiaban los declamadores aparecieron como una variante laica de la misa.
Desde que pronunció la oración fúnebre Manuel Gutiérrez Nájera, a los 25 años, Nervo adquirió el prestigio del orador iluminado. Sus copiosas colaboraciones en periódicos de España y América Latina lo convirtieron en heraldo de novedades en los más variados campos. Entre otros muchos asuntos, fue cronista de bailes de sociedad, promotor de tendencias teosóficas, comentarista deportivo, adalid de la poesía modernista y precursor de la ciencia ficción. Poeta cívico, compuso loas a los Niños Héroes y la Raza de Bronce que serían recitadas durante décadas en las escuelas.
Además, supo cultivar su personaje. Maestro de la pose, se retrató con estudiada escuela. Su rostro, de frente despejada y semblante melancólico, transmitía una expresión perfectamente calculada y sus dedos esbeltos ostentaban el anillo de quien sabe escribir de joyas. Su amistad con Rubén Darío y sus estancias en dos capitales de la cultura, París y Madrid, consolidaron su reputación como miembro del parnaso donde se beben elíxires prohibidos, se departe con las musas y se está dispuesto a morir de amor.
A la distancia, la gestualidad que desmayaba a las mujeres y que garantizó su éxito a principios de siglo XX resulta un tanto ridícula. El poeta en perpetuo contacto con lo sublime ya tiene algo de caricatura. Nervo comparecía en público como un sufriente ejemplar, pararrayos de emociones provocadas por una misteriosa vida íntima cuyo único remedio entre las rimas que medían los latidos del corazón. Como san Agustín en sus Confesiones, sugería que había pasado por el infierno para concebir el paraíso. En forma emblemática aseguró: “A la santidad se llega por la inocencia o por la penitencia”, es decir, por no haber pecado nunca o por pecar mucho y saber arrepentirse. Su camino fue el segundo, el de quien conoce el mal y anhela algo diferente: “Del abismo brota el día”, afirma en un poema de su libro Místicas. Ese podría ser el lema de Amado Nervo, protagonista sentimental de una época donde las pasiones no decían su nombre y donde el poeta era un transgresor tolerado o incluso venerado. Pero los gustos y las costumbres cambian con los vendavales del tiempo y el favorito de esos días acabaría por recibir un doble entierro: el de los sepultureros y el de la crítica.
Su amigo Alfonso Reyes emprendió la titánica edición de sus Obras completas, pero también señaló que la torrencial aventura poética de Nervo exigía ser seleccionada para liberarla de su innecesaria bisutería verbal. En varias ocasiones, el propio Reyes se ocupó de antologarlo. Ramón López Velarde lo consideró su maestro y le dedicó un conmovido obituario. José Emilio Pacheco le gustaba recordar que el último amor de Nervo sería tía del Che Guevara y Monsiváis señaló que el poema “En paz” era el equivalente latinoamericano de la canción “My way”, compuesta por Paul Anka y cantada por Frank Sinatra.
No es común que un artista popular sea al mismo tiempo un autor de ruptura. Nervo representa esa extraña excepción. Quienes condenaron con justicia su exaltado lirismo, también dieron la espalda a zonas más interesantes y poco frecuentes de su variadísima trayectoria. “La fama es una simplificación”, señala Borges, y la de Nervo lo fue en demasía.
¿Qué otros aspectos podemos destacar en él? El poeta nayarita se atrevió a pisar terrenos pocos frecuentados o del todo inéditos en la literatura. Apenas salido de la adolescencia, publicó en Mazatlán crónicas de sociedad en las que practicó con eficacia el “periodismo rosa”, rasgo que no le añade laureles a su prestigio literario, pero confirma su versatilidad en tiempos en que la cultura popular no formaba parte del repertorio intelectual. En el extenso relato “La última guerra”, prefiguró a George Orwell y su Animal Farm. Imaginó tiempos por venir, pero también reivindicó la novedad del pasado.
En 1910 publicó Juana de Asbaje, biografía en la que recuperaba a sor Juana Inés de la Cruz, que llevaba siglos de olvido. En el plano teosófico, puede ser visto como el primer hippie de América Latina; su cercanía al orientalismo y su pacifismo de universal amor fraterno anticipan a la flower generation de los años sesenta. Incluso en la poesía, la parte más convencional y exitosa de su ejecutoria, practicó curiosas transgresiones. Su poema “Andrógino” se apoya en una ambigüedad moral para practicar, simultáneamente, una celebración y una denuncia de un “crimen nuevo” que confunde los sexos.
Aunque la obra de Amado Nervo desafía las etiquetas y el entendimiento reductor, resulta difícil desprenderse de la imagen fija que tenemos de él. En buena medida, porque el propio poeta la fomentó. Como señala Sylvia Molloy, la muerte de la mujer con la que vivía en culposa clandestinidad lo llevó a un “performance del patetismo”: La amada inmóvil, poemario que selló su reputación y se convirtió en clásico escolar. Una pedagogía afecta a lo escabroso inculcó a varias generaciones que ninguna amada vale más que la que ha muerto y el papel de la musa se convirtió en una rutina de fin de curso: una chica se tendía en el escenario con los ojos cerrados mientras un alumno recitaba “empapado por mí lloro…” La vertiente lacrimógena de Nervo tuvo un impacto tan avasallante que pocos recordaron las renovadoras historias que también había escrito.