Adelanto de Libros

"Un blues en la penumbra", novela de Tere Estrada

En julio próximo Teresa Estrada Rodríguez cumplirá 33 años de irrumpir por las arenas del rock. Ahora busca recaudar fondos para documentar la memoria del rock femenino nacional, inspirada en su diccionario Sirenas al ataque. Aquí presentamos un fragmento de su novela "Un blues en la penumbra".
viernes, 16 de abril de 2021 · 07:51

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El próximo mes de julio Teresa Estrada Rodríguez (1967) cumplirá 33 años de irrumpir por las arenas del rock. Ha viajado con sus melodías por Colombia, Dinamarca, El Salvador, Estados Unidos, la India y Nepal, además de sobrevivir hace casi dos décadas cuando padeció una eclampsia, tras morir su primera hijita a 10 días de nacida.

Tere Estrada busca ahora recaudar fondos que sirvan para documentar la memoria del rock femenino nacional, inspirada en su diccionario Sirenas al ataque. Historia de las rockeras mexicanas (Océano, 2008. 432 páginas).

Las aportaciones van desde 100 pesos hasta cinco mil, en el abanico de nueve “recompensas”, por ejemplo: quien envíe 100 pesos obtendrá el álbum Encuentros cercanos conmigo (1997) de Tere Estrada; la recompensa más alta consiste en que a los que colaboren con cinco mil pesos ella ofrecerá una charla sobre la historia de las rockeras en México de una hora (presencial o virtual), más créditos y entrada a la première de esta primera etapa del largometraje Sirenas al ataque. (https://www.tere-estrada.com.mx/ y sirenasalataque@yahoo.com.mx)

“En diciembre pasado --dice la llamada “Sirena del rock mexicano”--, cuando presentamos mi novela y el video-clip de Un blues en la penumbra con un equipo de trabajo cinematográfico increíble, junto a la directora Susana Moctezuma y la fotógrafa Jessica Adriana Ruiz, les planteé la posibilidad de comenzar el largometraje de la historia del rock femenino en México, y ambas felices de participar conmigo en el documental”.

A continuación, fragmento del segundo capítulo de la novela independiente Un blues en la penumbra de Teresa Estrada, que acaba de ponerse a la venta.

Nubes con formas de labios

El día que nació Joaquina, las nubes tenían formas de labios.

Augusta, su madre, estaba en el patio de su casa. De estatura media, cabello negro chino y corto, ojos negros, cantarina y gritona esa mañana se dirigía al mercado. Compraría cazón para hacer tamales. En una mano traía una bolsa de mandado y en la otra cargaba a su primogénita Consuelo de dos años.

De pronto sintió como una especie de una espada caliente abriéndole las caderas. Aventó la bolsa y le dijo a Consuelo “corre por tu abuela”. Se abrazó de un árbol y empezó a gritar “este bebé se me sale, ¡auxilio, mamá!”. La abuela Cecilia preparaba caldo de camarón en la cocina. Era de tez morena, pequeña y delgada. Usaba raya en medio y se peinaba con dos trenzas. Era mandona y dicharachera.

--¡Abu, mamá malita! --dijo Consuelo y se limpió los mocos con el delantal de la abuela.

Cecilia brincó como pez en la red. Vació el agua caliente que había preparado para los camarones en una cubeta, corrió al baño por una toalla y unas tijeras.

--Pero si todavía te falta un mes hija ¡Este bebé trae prisa!

La vecina de al lado lavaba ropa en el patio y canturreaba “Amor perdido, si como dicen es cierto que vives dichoso sin mí”. Mientras un canto de calandrias la acompañaba. Los patios de ambas casas las dividían unos matorrales.

--Vecinita, ya va a parir Augusta. Le encargo a mi nieta un momento.

--No se apure, échemela para acá.

--¡Mamá malita, mamá malita! --sollozaba Consuelo y se jalaba del cabello.

La vecina cargó a la chiquilla y la llevó adentro de su casa.

--¡Tranquila, nena! Al rato vas a ver a un nuevo bebé.

Augusta miró al cielo pidiendo ayuda. Sentía que las venitas de los ojos le iban a explotar. Las nubes se movían lentamente simulaban unos labios haciendo la letra O. El sol del puerto de Acapulco quemaba a pesar del otoño. Olía a camarones y a flor de azahar. La parturienta en una contracción zangoloteó el árbol mientras gritaba y una naranja le cayó en la cabeza. La abuela Cecilia en un rápido movimiento atrapó al bebé antes que cayera al suelo.

--¡Te tengo!¡Aquí se queda! ¡Es una nena, Augusta! --dijo y cortó el cordón.

La bebé empezó a llorar. Dio sus primeras bocanadas de aire a la 1:14 de la tarde del 28 de noviembre de 1950. Augusta sintió alivio. Se recostó en el pasto, empapada en sudor y sangre acurrucó a su hija en su seno.

--Por fin te conozco mi niña. Ya no me dejabas dormir ¡Parecías delfín enjaulado!

--¿Cómo ves Augusta? ¿Qué tal si se llama Joaquina? Igual que tu tía recién difunta —comentó Cecilia tratando de encontrarle parecido a la niña con alguno de sus ancestros.

Augusta accedió. Joaquina tenía labios gruesos, tan gruesos como los del panadero de la vuelta de su casa. En cambio Ramiro, su esposo, los tenía muy delgados.

--¡San Juditas, hoy que es tu mero día te encomiendo a mi bebé! —expresó Augusta y santiguó a la niña.

Días antes que naciera Joaquina, Augusta veía formas de labios en lugares inesperados: en el agua con jabón de los trastos, en la arena de playa Caleta, en el espejo del baño. Todas estas imágenes le recordaban a Lázaro, su panadero predilecto, que tantas mañanas había dejado su hamaca oliendo a sudor.

Lo conoció una mañana lluviosa. Lo invitó a tomar un cafecito mientras pasaba la lluvia. Lázaro traía mojada la camisa, se podían ver sus pezones erectos. Augusta lo sentó en la cocina.

--Ahora vengo, voy por una toalla --dijo y se movió sigilosamente al baño para no despertar a su hija Consuelo.

Lázaro prestó atención al movimiento de caderas de Augusta. Mami pero qué bote pensó y suspiro pausadamente. Lázaro tenía cuerpo atlético. Todas las tardes se iba a correr a playa Condesa. Su padre era un árabe que visitaba Acapulco frecuentemente para ofrecer sus mercancías. Su mamá trabajaba para él en el servicio doméstico. Le heredó unos deslumbrantes ojos cafés con cejas tupidas y unos labios carnosos. Lázaro sintió frío, su espalda estaba empapada. Observó la cocina. Debajo de la ventana estaba el fregadero, con trastos sucios. Al lado derecho de la ventana había unas repisas con frascos de hierbas y abajo estaba la estufa de leña. Olía a café con leche, a tierra mojada y a frijoles recién hechos. Augusta regresó con la toalla. Al dársela a Lázaro, rozó con sus dedos el antebrazo de éste. Las miradas se cruzaron, Lázaro sonrió de medio lado y Augusta sintió encendidas sus mejillas. Así se inició la amistad y el principio mañanero de llevarle el pan.

En la parte de atrás de la casa donde ponían las hamacas para ver los atardeceres acapulqueños, una de las mañanas de charla y cafecito no se aguantaron las ganas. Augusta subía su falda, Lázaro hacía lo demás. A su hija Consuelo le daba té de tila por la noche para que se despertara más tarde y a Lázaro le pedía que llegara más temprano. Así pasó un mes y se amaron de lunes a viernes después del cafecito de las 6:30 de la mañana.

Lázaro le cantaba en las mañanas “Muñequita de Squire…borras mi tristeza con tu boca sensual”. Augusta no podía dormir sólo de pensar que en la madrugada su piel se incendiaría nuevamente.

Un lunes Lázaro ya no llegó a las citas. Augusta lo esperó ardientemente por varios días. Dos semanas más tarde llegó otro panadero. Le contó que Lázaro se había ofrecido como cargador en un barco que iba San Francisco. Augusta sintió mucha tristeza, como si le hubieran quitado el caldo de pescado de por vida. Pero no podía quedarse deprimida en la cama, había que atender a la pequeña Consuelo y su cuerpo empezó a delatar su estado: las náuseas matutinas eran insoportables. Ramiro su esposo trabajaba como mesero en un barco y se ausentaba por meses. Llegaría en un mes. Por su cabeza rondaban pensamientos que la torturaban:

Ramiro no puede saber que él no es el padre. Si se entera me corre y cómo le hago para mantener yo sola a dos criaturas. Con Lázaro no cuento y ni siquiera sabe que tendrá un hijo. ¡Lástima!, nos entendíamos tan bien en la hamaquita.

--¡Hola mi mesero mareado! Te tengo una buena noticia.

--¿Qué pasó, mi chula?

--Estoy esperando un bebé.

--¡A poco!, si últimamente usted no me ha dejado meterle mano.

--Acuérdate viejo, esa vez que te tomaste media botella de ron de una sentada en tu cumpleaños, yo te cargué hasta la cama y ahí nos dimos nuestros arrimones.

--Pos yo no me acuerdo.

--Pos yo sí y aquí está el resultado.

Cuando Joaquina tenía un mes de nacida llegó su papá a conocerla.

--Vieja, ¿a quién se parece esta criatura?

--No sé, viejo --contestó viendo al piso.

--Se me hace que se parece a mi tío Lauro. ¡Mira nomás que trompita! --expresó y apretó los labios de la bebé.

Comentarios