Estro Armónico

Hijos pintitos de tigre (III)

A los 29 años contrae nupcias con Loreto Espinoza Cervantes, una dama educada aristocráticamente, hija del Conde de Nuestra Señora de Guadalupe del Peñasco, con quien procreará a 12 hijos.
domingo, 15 de agosto de 2021 · 14:11

En las dos entregas anteriores nos enteramos de la trayectoria vital del honorable funcionario público y poeta Francisco Ortega Martínez (1793-1849) quien, con su ejemplo y dedicación, educa a seis hijos, a cual más destacado. Entre éstos, mencionamos a Eulalio María (1820-1875), un brillante jurisconsulto, literato y pianista aficionado, e iniciamos el recorrido por la senda biográfica de Aniceto de los Dolores Luis Gonzaga Ortega del Villar, de quien aseveramos que, ya desde el bautismo, su existencia estuvo signada por la fortuna –un rico minero pavimentó con lingotes de plata el trecho desde la parroquia de Tulancingo hasta la morada familiar para su tránsito como nuevo cristiano–, a lo que añadimos que, ciertamente, las dotes intelectuales, la capacidad de trabajo y el reconocimiento a sus logros fueron una parte sustancial de su enorme riqueza humana, sin embargo, dilucidamos que una salud frágil y las marchas forzadas que se impuso para cumplir cabalmente con su multiplicidad de actividades lo llevaron a la tumba en plenitud de facultades (murió en noviembre de 1875, con apenas 50 años de edad).

Dicho esto, retomemos la narración en el punto donde nos quedamos, es decir, a su regreso a México, a mediados de 1851, después de una estadía de 15 meses en hospitales de Madrid y París en aras de su especialización obstétrica. Mas, pensándolo bien, no nos estorba reafirmar que Aniceto de los Dolores decidió –además, lográndolo, que es algo que muy pocos consiguen con éxito– hilvanar su existencia sobre dos ruecas, una más exigente que la otra: la medicina y la música. En la primera, ya a partir de su estancia en el Establecimiento de Ciencias Médicas, entre 1841 y 1844, comienza a destacar por la brillantez de sus estudios, y en la segunda se consagra desde niño con una pasión irrefrenable que lo obliga a hacer del piano su segunda naturaleza (hubo un oficio al que también le dedicó tiempo, por emulación y directriz paterna: el de ebanista y carpintero).

Abundando sobre su paso por la universidad, es de agregar que, como corolario de su aprendizaje, obtiene el primer lugar en ejercicios de anatomía, y que su tesis –sobre los “Entuertos” que se producen en las mujeres recién paridas– abre brechas importantes en la gineco-obstetricia patria. Sobre su hibridación existencial como pianista, con la búsqueda frenética para robarle tiempo al resto de sus actividades científicas, sus propias palabras son ilustrativas: “La música es mi descanso y mi consuelo. Después de jornadas de mucho trabajo (en general, comenzaba sus días laborales a las siete de la mañana, con una pausa para mal comer entre las dos y las tres de la tarde y de ahí hasta las 10 u 11 de la noche, en que regresaba a su casa para cenar, convivir con su familia y, después, hasta la una o dos de la mañana, momento en que se ponía a “descansar” haciendo música), me siento a mi piano, toco alguna pieza, improviso, divago, y desaparece como por encanto la fatiga, se dilata mi corazón, se aligera mi cerebro.”

En 1852 es invitado a formar parte de una embrionaria Academia de Medicina y, en este rubro, vale apuntar que 12 años más adelante se convertirá en fundador de la Academia Nacional de Medicina, misma que sigue en funciones desde 1864. Para ambas academias se prodiga escribiendo ensayos, algunos de los cuales son verdaderos tratados científicos, en los que amalgama toda su cauda de conocimientos multidisciplinarios para lograr enfoques novedosos y propositivos (conjuga, por ejemplo, la química, la física, la astronomía, la espectroscopía, la acústica, la biología, etc.).

A los 29 años contrae nupcias con Loreto Espinoza Cervantes, una dama educada aristocráticamente, hija del Conde de Nuestra Señora de Guadalupe del Peñasco, con quien procreará a 12 hijos, seis mujeres y seis varones, uno de los cuales no va a sobrevivir la infancia. Sobra decir que el ejemplo educativo absorbido por Aniceto de su propio padre, permeará nítido en sus descendientes, en otras palabras, se dará espacios para impartirles las primeras letras y los conocimientos generales, les dará clases de música y los ayudará en la elección de un oficio. Y en los 11 herederos, los frutos de la dedicación paterna serán loables y extraordinarios (más adelante hablaremos de su tercer hijo, José, el cual será un portento en cuanto a capacidad de trabajo y multidisciplinariedad).

Durante la era de Maximiliano funge como titular del Consejo Superior de Salubridad, Comisionado de Agricultura del Imperio y subdirector de la Casa de Maternidad –fundación emanada del interés de Carlota por los niños expósitos, de quienes procede el nombre que originalmente tuvo–. Es depuesto al caer el Imperio y reinstalado por Juárez en 1868, esta vez como director de la Clínica de Partos. En esa etapa diseña un procedimiento de embriotomía que lleva su nombre, y es el primer médico mexicano que realiza una transfusión a una parturienta con hemorragia severa. Cuando ingresa a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística –la primera del continente y la tercera del mundo– lee una Memoria sobre el cultivo de la caña de azúcar de 65 cuartillas que sigue siendo referencia en su tipo, para botánicos y agricultores.

Y, por si no fuera suficiente, también incursiona en la política, participando, en dos ocasiones, como Regidor del Ayuntamiento de la Ciudad de México y como diputado del H. Congreso de San Luis Potosí. Asimismo, es propuesto como gobernador de este Estado, aunque debe declinar por la precariedad de su salud y por no residir permanentemente ahí.

Con respecto a su vertiente musical, los logros son sorprendentes. En 1866 redacta el Reglamento Orgánico de la Sociedad Filarmónica Mexicana, entidad filantrópica de la que emana el tan ansiado Conservatorio patrio. Redacta también los planes de estudio y es el primer maestro que imparte oficialmente la cátedra de composición teórica en el país. Y todo esto, junto a sus clases para la Escuela de Medicina, de manera gratuita.

Al tiempo de la Restauración de la República, recibe el encargo de escribir la Marcha Nacional que habría de sustituir, por directriz de Juárez, al apologético Himno de Santa Anna colegido por el potosino González Bocanegra y el catalán Nunó. De esta encomienda surge la composición de la Marcha Zaragoza, misma que deviene emblema sonoro nacional durante el resto del juarismo y los primeros años del Porfiriato.

Se volvió tradicional que afuera de su casa, en el número 21 de la actual calle de República de Argentina, se detuvieran los transeúntes para escucharlo tocar el piano, situación que también se daba en casa de su hermano Francisco, quien dirige la Escuela Nacional de Medicina de 1874 a 1876. Es él, Aniceto, quien en 1867 interpreta por primera vez en México las sinfonías de Beethoven, en la versión de piano a cuatro manos de Carl Czerny, junto con Tomás León, su amigo de juventud, colega en el Conservatorio y dilecto contertulio. Sobre su exquisito, aunque breve corpus musical, es de valorar la escritura de casi 40 obras, en su mayoría para piano. De ellas, hasta la fecha sólo se han grabado comercialmente cinco y hay noticia del extravío de ocho. En manuscrito sobreviven varias, de las cuales nos enorgullece sacar a la luz otro vals inédito. Carece de fecha de composición y se intitula Lore, en una probable dedicatoria a su mujer o a su hija del mismo nombre.1 Tocante a su lenguaje, es netamente romántico.

Su obra más significativa, aquella con la que arranca fehacientemente el nacionalismo musical mexicano –con anterioridad había compuesto un Vals Jarabe, con la idea de amalgamar la socorrida danza europea con la forma autóctona del Jarabe–, es el Episodio operístico Guatimotzin, cuya premiére tiene lugar el 13 de septiembre de 1871 en el Gran Teatro Nacional, justo para conmemorar los 350 años de la caída del imperio mexica. Los intérpretes son Ángela Peralta como la soprano que interpreta a una princesa azteca; Enrico Tamberlick, que personifica como tenor a Cuauhtémoc; Louis Gassier que encarna, con voz de barítono, a Hernán Cortés; y Enrico Moderati, el director de la orquesta que promueve el encargo concreto. Huelga recalcar que la obra, aunque inconclusa por la carencia de un libreto y la cortedad de tiempo para concebirla –tuvo sólo dos semanas, y en medio de esas agotadoras jornadas que describimos–, es la primera aproximación a un héroe del México antiguo y que el rigor histórico para abordarlo no surgió por generación espontánea. Su padre sembró un fermento de interés por la historia, al punto que Aniceto y sus hermanos devoraron toda la literatura disponible para saber más de sus raíces como mexicanos. La carencia de un libreto que estructurara dramáticamente la obra se debió a que su amigo, el distinguido hombre de letras José Tomás de Cuéllar, cayó enfermo, orillando a Aniceto a improvisarse como poeta. Hablaremos de su interesante instrumentación en la siguiente entrega, que será la conclusiva de esta serie…   

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1 El manuscrito de halla en el Fondo Aniceto Ortega que custodia la Biblioteca Nacional de México. Se agradecen aquí las facilidades para su consulta de parte del doctor Pablo Mora, director de la BNM y de Alberto Partida, titular del Fondo Reservado. Para su audición pulse el código QR impreso. (James Pullés, pianista.)

Reportaje publicado el 8 de agosto en la edición 2336 de la revista Proceso cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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