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"Fractal"

"Fractal" expone de manera auténtica el uso, ya cultural, del alcohol y la cocaína, práctica en la intimidad de una pareja como lo son Marco y Tamara, en el grupo de amigos, o en esa fiesta oscura donde la coca es parte del self-service.
sábado, 7 de agosto de 2021 · 22:43

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Suponer que la desaparición de Mónica (Ximena Romo) durante un reventón loco de los que ocurren en los after parties de la Ciudad de México, significa que habría sido secuestrada o enganchada para una red de prostitución, y que no hay manera de pedir ayuda a la policía –porque con la impunidad y la corrupción puede resultar incluso peor–, no es el aspecto más deprimente de Fractal (México, 2020), primer largometraje de Mariana González; lo grave es que esos jóvenes, supuestamente privilegiados, acepten tal situación como algo inapelable, fatal, sin forma de protesta.

Pero eso sí, Marco (Juan Carlos Huguenin) y Tamara (Ruth Ramos), su novia, y Fede (Mario Moreno), el amigo que perdió de vista a Mónica y que sospecha que se la llevó el dealer porque la veía con ojos de perro hambriento, se atracan de coca y alcohol; estos niños bien, privilegiados si se comparan con el grueso de la población, no juniors de élite puesto que carecen de influencia y poder en una situación como ésta, no caen en cuenta que narcotráfico y distribución se alimenta justamente del consumo de gente como ellos mismos, y que para que su temido e inevitable dealer pueda proveerlos debe existir una red como esa en la que temen caer.

La legalización de las drogas, como afirma la directora en una entrevista, es necesaria; cierto, es urgente; cada quien, en tanto que adulto, tiene derecho de tronarse el cerebro como guste, pero falta denunciar que mientras las drogas no sean legales el consumidor, con cada raya que se mete, contribuye directamente a que la telaraña se fortalezca. Por ello, porteros y narcos tratan a estos nenes como piltrafas.

Fractal expone de manera auténtica el uso, ya cultural, del alcohol y la cocaína, práctica en la intimidad de una pareja como lo son Marco y Tamara, en el grupo de amigos, o en esa fiesta oscura donde la coca es parte del self-service; Mariana González no moraliza, simplemente pone el dedo en la llaga, y el espectador se ve obligado a preguntarse si el desaliento y conformismo de esos jóvenes son consecuencia de la adicción a la droga, o ésta es mero disfraz de su apatía y confusión. Pues uno, Fede se dedica a traficar con facturas falsas, la coca cuesta, y otro, sabe que no quiere encerrarse en una oficina bancaria como le exige a Marco el padre, pero no es capaz de proponerse una alternativa digna.

Es la figura femenina la más fuerte en camino a madurar, y si bien Tamara es atacada como ellos, tiene planes concretos para estudiar en el extranjero; sus gestos y miradas revelan que es consciente de que sólo se trata de una etapa en su historia. Hacia el final, Marco se densifica, sobre todo cuando está solo, y el conflicto, el túnel oscuro, se presiente más resbaloso; la realizadora supo llevarlo al umbral donde sólo depende de él salir o quedarse.

Toma tiempo identificarse con estos personajes, ninguno despierta simpatía al principio, pues emplean su tiempo en meterse por la nariz el capital que no tienen, y el problema en el que caen es culpa de ellos. Fede, el más antipático, es el más perdido; y claro, eso es lo que la directora y guionista logran, transmitir justo la desconexión que provocan las drogas de sensación.

En Fractal las emociones existen, pero quebradas, como explicita el título de la cinta y un par de imágenes de vidrio roto, vidrio molido la cocaína, círculos viciosos de fragmentación.

Crítica publicada el 1 de agosto en la edición 2335 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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