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"Noches de Ópera", de Vladimiro Rivas Iturbide

Ofrecemos a continuación fragmentos de uno de los capítulos inéditos de este libro en torno a la ópera en náhuatl Xochicuicatl cuecuechtli (Canto florido de travesuras) que se representó en el Centro Nacional de las Artes hace siete años.
jueves, 23 de septiembre de 2021 · 15:50

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El volumen "Noches de ópera", editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, incluye más de tres décadas sobre ensayos y reseñas, crónicas y reflexiones operísticas de Vladimiro Rivas Iturbide, escritor ecuatoriano-mexicano, profesor e investigador.

Ofrecemos a continuación fragmentos de uno de los capítulos inéditos de este libro (el cual que consta de un total de 324 páginas), en torno a la ópera en náhuatl Xochicuicatl cuecuechtli (Canto florido de travesuras) que se representó en el Centro Nacional de las Artes hace siete años, por estas fechas.

Justamente la crónica de la representación en vivo conforma el capítulo final de las 95 críticas y reseñas en la segunda parte de Noches de ópera (la primera se integra por 30 ensayos y artículos), con bibliografía y fotografías.

Gabriel Pareyón y la partitura náhuatl

Gracias a la mediación de Enid Negrete y a la amabilidad del compositor Gabriel Pareyón, he tenido acceso directo a la maravilla que es la partitura de la primera ópera en náhuatl Xochicuicatl cuecuechtli (Canto florido de travesuras).

Gabriel Pereyón (Zapopan, Jalisco, 1974) es una de las mayores celebridades de la musicología y la composición de la música mexicana mal llamada clásica. Si uno consulta la exhaustiva “Viñeta” del compositor hecha por Consuelo Velázquez (“Cronología. Catálogo. Referencias documentales” en revista Pauta #86, abril-junio 2003), va a encontrarse con una personalidad fáustica en su ansiedad de saber, una personalidad enciclopédica. (…)

El fenómeno Xochicuicatl cuecuechtli no es solamente el resultado de una investigación musicológica, ni solamente una obra de reconstrucción de arqueología musical, sino, desde la partitura hasta la puesta en escena, una invención, una creación, una de las más originales creaciones de la historia de la música mexicana en general y de la ópera en particular. No voy a repetir los detalles del argumento y la puesta en escena, presentes ya en mi crónica. Me detendré en resumir el proceso de creación de una partitura tan original y describir lo que he visto en ella.

El trabajo de investigación musical es exhaustivo y admirable. Pareyón se ha remontado, de manera crítica y creativa, al estudio de las fuentes más antiguas de los glifos, los códices, los restos sobrevivientes de poesía precortesiana, las crónicas de la conquista y la colonia, y, auxiliado por una impresionante bibliografía que incluye los estudios de Miguel León-Portilla y de Patrick Johansson, ha extraído signos y los ha puestos a cantar y bailar (en el sentido más amplio del término). El “libreto”, la sinopsis argumental de la ópera (ver la Crónica) consiste en un metatexto construido a partir de la recopilación llamada Cantares mexicanos, recogida por Fray Bernardino de Sahagún en 1540.

El poema, de marcado carácter sexual, refleja, como dice Pareyón, el existencialismo de los nahuas. En el libreto del compositor, la combinación casi simbólica de poesía, canto y danza, dan como resultado un espectáculo que podríamos llamar operístico, y la música, hecha de tiempo, revela al protagonista, el huasteco Tohuenyo, el carácter efímero de la existencia y del acto sexual.

Como afirmé antes, en la partitura conviven el pasado precortesiano y los conocimientos científicos del presente. La partitura, fundamento invisible del espectáculo musical, es un híbrido o, más bien, el resultado de la hibridación conceptual entre el principio de representación vocal físico y la escritura de un petroglifo maya. Pareyón escribe, en su texto introductorio, que la voz está concebida como “un híbrido entre la representación física de la voz como coordinación entre la altura/amplitud y duración (respectivamente como altura/grosor y extensión de línea en un plano cartesiano), y la representación idealizada de la voz que en un petroglifo maya de la ciudad en ruinas de Río Bec (Campeche). En la idealización de la que habla el compositor reside también buena parte de su creatividad, de su invención musical.

La escritura es muy explícita en sus requerimientos: examina el ámbito de la vocalización; los registros, timbres y estilos vocales, presentados en su prístina originalidad, sin ningún vínculo con el canto occidental ni oriental conocidos. Los instrumentos son de percusión (el teponaztli, las conchas, las sonajas, molcajetes, los adornos --collares, por ejemplo-- que suenan agitándolos) y de soplo (la flauta de carrizo, la ocarina, el caracol). Parecería que con tan reducidos recursos instrumentales y vocales no es mucho lo que puede escucharse.

No es así.

Hay tal riqueza de matices señalados en la partitura, los tiempos y ritmos están tan sabiamente combinados, igual que las repeticiones, que no hay lugar a la monotonía. Para la representación, todo está cuidado hasta el último detalle: la vestimenta, los peinados, los adornos, el escenario, la iluminación, el canto, el baile, el lugar de los personajes en la escena (el cantor principal, las tres muchachas alegradoras (las Ahuiani), el atlético, alburero y ágil Tohuenyo); los músicos que conforman una muy pequeña orquesta colocada discretamente al fondo. Sólo una cosa no se tomó en cuenta: el papel percusor de los pies sobre el tambor del suelo. Pero estuvo presente y vivo en la representación: era el azar que también contribuía con la calculada partitura.

La pregunta que me he formulado es ¿y la música dónde estaba? Veamos.

De la investigación musicológica, Pareyón se desprendió de lo siguiente: un texto con una historia; una serie de instrumentos, tanto de percusión como de soplo; surgió la idea de un baile ritual con sus participantes; un sistema ideográfico de representación basado en la escritura nahua. Esos elementos preexistentes a la música eran suficientes para que el compositor inventara la música posible. Pero esta música posible era al mismo tiempo necesaria, inevitable, una y única. Y esa fue Xochicuicatl cuecuechtli, de una furia rítmica que recuerda a Le sacre du printemps.

Entrar a la partitura de Pareyón es ingresar a un momento privilegiado de la cultura náhuatl o, mejor, a la recreación de ese momento, el de una representación escénica mexica. Hay en ese sistema de signos una suerte de “saturación” de la cultura nahua y de ese mundo no puede uno escaparse fácilmente, aunque no lo entienda. Parece no haber allí nada ajeno al mundo nahua. Si hay algo mestizo u occidental, es invisible: está en la inteligencia ordenadora del conjunto, que se ha servido de un saber físico-matemático moderno.

Vemos en la partitura representados los glifos, los golpes de teponaztli, las palabras nahuas, la altura y duración del sonido, los glissandi de las voces. Hasta la numeración de las páginas de las partituras está en caracteres nahuas. Así, con esa mezcla de primitivismo y modernidad, la partitura de Xochicuicatl cuecuechtli es una sofisticada obra de arte. Partitura bifronte, mira al pasado pero también al futuro. Reinterpreta el pasado y en ese acto inventa un futuro. La puesta en escena es el gran glifo que canta y baila lo que estaba escrito en la partitura.

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