Adelanto de Libros

Reedita el FCE “Canek” y “San Francisco de Asís”

Una de las plumas yucatecas más respetadas y prolíficas a lo largo del siglo XX fue la de Emilio Abreu Gómez. El FCE ha rescatado del olvido su biografía “San Francisco. Escenas poéticas de su vida”.
sábado, 15 de enero de 2022 · 23:43

CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– Una de las plumas yucatecas más respetadas y prolíficas a lo largo del siglo XX fue la de Emilio Abreu Gómez, quien nació en Mérida, Yucatán, el 18 de septiembre de 1894 y falleció hace medio siglo en la Ciudad de México.

Autor de 77 obras, en 1934 Abreu publicó “Sor Juana Inés de la Cruz, biografía y biblioteca”, atrayendo al lector común para acercarse a la vida de la Décima Música, si bien sus libros más conocidos son: “La Xtabay”, “Héroes mayas”, “Leyendas y Consejas del Antiguo Yucatán”, “Zamná”, “Quetzalcóatl, sueño y vigilia”, “La conjura de Xinum” (que prologó Miguel Ángel Asturias, Nobel de Literatura 1967) y “Canek” (1904), que acaba de reeditar el Fondo de Cultura Económica (FCE) en su Colección 21 para el 21.

Además, el FCE ahora también ha rescatado del olvido su biografía “San Francisco. Escenas poéticas de su vida” (FCE, colección popular 768. 116 páginas), sobre la vida del fundador de la Orden Franciscana quien se llamaba Giovanni di Pietro Bernardone y murió el 3 de octubre de 1226.

Del escritor campechano Juan de Cabada (1899-1986) es el prólogo de esta obra del Santo de Asís, publicada originalmente en 1954; en tanto que el literato brasileño Alceu Amoroso Lima (1893-1993) redacta en el prefacio:

“‘Si san Francisco resucitase disfrutaría al leer estas páginas’, escribí a Abreu Gómez, me parece, el día en que leí la primera de ellas, por primera vez. Releyendo ahora lo que ya leí y leyendo las que me faltaba leer, sólo pueblo repetir con más énfasis todavía mi primera impresión. San Francisco te diría, mi querido Abreu Gómez: ‘Hermano Emilio, escribiste bien sobre las cosas de Dios que yo procuré hacer en la vida. Puedes ahora vivir y morir en paz’.”

Ofrecemos para nuestros lectores seis de los 57 capítulos que contiene este volumen de bolsillo.

El lobo de Gubbio

VIVÍA san Francisco en Gubbio [NT: ciudad italiana de la provincia de Perugia] cuando apareció en este lugar un lobo grandísimo y feriz que no sólo devoraba animales sino también hombres. Por esto la gente tenía miedo y andaba armada y no se atrevía a ir por los caminos sin tomar precauciones.

San Francisco supo las muertes que hacía el lobo y determinó ir en su busca. Con este propósito se internó en el bosque y a poco andar descubrió la guarida del animal. El lobo salió furioso, pero el Santo no se inmutó, le hizo la señal de la cruz y le dijo:

–Ven aquí, hermano lobo. De parte de Dios te mando que no hagas más daño a nadie.

El lobo entonces se aquietó y se echó a los pies del Santo.

–Hermano lobo –añadió entonces san Francisco--, en estas tierras has matado, sin licencia de Dios, hombres y bestias. Por ladrón y asesino, mereces la horca. Y has de saber que la gente se queja de ti y te es enemiga. Pero ahora quisiera que haya paz entre el pueblo y tú. No harás más muertes y los del pueblo te perdonarán las ofensas pasadas. Y te digo que, de hoy en adelante, ni los hombres ni los perros te perseguirán.

Con el movimiento de su cola, el lobo indicó que estaba de acuerdo y san Francisco le dijo:

–Hermano lobo, ya que quieres guardar esta paz, los hombres de este pueblo te darán comida mientras vivas, pues bien sé que por hambre has hecho los males anteriores. Pero en cambio quiero que me prometas que jamás volverás a hacer daño ni a los hombres ni a bestias.

El lobo bajó la cabeza en señal de asentimiento y san Francisco le volvió a decir:

–Hermano lobo, quiero que me hagas fe de esta promesa para que yo pueda fiarme de ti.

Y san Francisco le dio la mano y el lobo puso en ella una pata, así la señal de fe que se le pedía.

–Hermano lobo –añadió san Francisco--, ahora te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas conmigo. Vamos a firmar esta paz en nombre de Dios y delante de los hombres.

San Francisco y el lobo llegaron así a la plaza de la ciudad, donde estaba reunida la gente. San Francisco dijo:

–Oíd, hermanos, el hermano lobo que está aquí presente me ha dado fe de paz si vosotros le prometéis alimentarlo, y yo salgo fiador de que él cumplirá lo tratado.

Como el pueblo prometió hacerlo así, san Francisco dijo al lobo:

–Y tú, hermano lobo, ¿prometes a esta gente guardar el tratado de paz?

El lobo se arrodilló, bajó la cabeza y mostró que tal era su voluntad. Todavía san Francisco le dijo;

–Yo quiero, hermano lobo, que así como me diste fe de tu promesa fuera de la ciudad, aquí, delante de todos, me la vuelvas a dar.

Entonces el lobo levantó una pata y la puso en la mano de san Francisco como lo había hecho antes. Después de esto el lobo vivió años y años en Gubbio; entraba en las casas sin hacer daño a nadie y los vecinos, cortésmente, le daban de comer y de beber y lo curaban cuando venía herido.

Finalmente el lobo murió, de lo cual se dolieron los habitantes de la ciudad.

Prédica a los pájaros

IBA san Francisco por un camino cuando, al levantar los ojos, vio que entre los árboles había muchos pájaros que armaban algazara con sus cantos y revoloteos. Maravillándose de tanta alegría, se detuvo con ánimo de hablarles. Ante la presencia del Santo, los pájaros suspendieron sus cantos y se acercaron a él. Al verlos reunidos, les habló de este modo.

–Avecillas, hermanas mías, vosotras debéis ser agradecidas a Dios porque os viste y adorna sin que os ocupéis de hilar ni comer, porque os pone las fuentes y los ríos para que mitiguéis vuestra sed; porque os descubre los valles para que viváis con holgura; porque os brinda los árboles para que arméis vuestros nidos y porque os da el aire para que voléis libres y alegres.

Y mientras san Francisco decía estas y otras palabras, los pajarillos abrían el pico y alargaban el cuello y extendían las alas inclinando la cabeza, dando así muestras de contento.

Terminada la plática, san Francisco bendijo a los pájaros y les dio permiso para irse por el aire. Y así alzaron el vuelo otra vez y bulliciosas, tomaron el rumbo de los puntos cardinales, que es señal de la cruz que todo lo abarca.

Cuando se fue el último pajarito, san Francisco continuó su camino con mucho alivio en el corazón.  

Las golondrinas

UNA VEZ, san Francisco se detuvo en Alviano [NT: localidad de Umbría donde existen frescos sobre la vida de san Francisco de Asís] con ánimo de hablarle al pueblo, pero era tanto el bullicio que hacían las golondrinas en los tejados y en las torres que las llamó y les dijo:

–Hermanas golondrinas, creo que, ahora, me toca hablar a mí. Vosotros habéis conversado y cantado bastante; callaos y escuchad también la palabra de Dios.

Y al momento, las golondrinas quedaron quietecitas y en silencio y san Francisco empezó su plática.

Las tórtolas

CIERTA VEZ un joven llevaba al mercado una jaula llena de tórtolas. A voz en cuello iba pregonando por la calle su mercancía. San Francisco llamó al joven y le dijo:

–Oye, joven, no pregones más tu mercancía ni la lleves al mercado. Te ruego que me des esas tórtolas. No quiero que manos crueles las torturen y las maten. Recuerda que, por su mansedumbre, las tórtolas son comparadas con las almas castas, humildes y fieles.

El muchacho, movido por Dios, se las dio enseguida al Santo y éste las abrazó y con ternura les dijo:

–Tortolitas, hermanas mías, ¿por qué os dejasteis prender? ¿Acaso no conocéis las trampas que arman los hombres? ¿Por ventura no tenéis prueba de sus malos instintos? Pero ya no debéis tener miedo a la muerte. Yo os pondré en libertad y vosotras os multiplicaréis conforme al mandato de Dios.

Y las llevó al convento y las soltó en la huerta. Alegres y confiadas, las tórtolas se perdieron entre los árboles y, al poco tiempo, hicieron sus nidos y comenzaron a poner huevecillos y a multiplicarse.

Las tórtolas grandes y las pequeñitas acabaron por tener tanta confianza con san Francisco y los otros frailes que venían a comer y a beber en sus manos y se dejaban acariciar y cuando les hacían el signo de la cruz abrían las alas en señal de respeto.     

La cigarra

JUNTO a la celda de san Francisco, en el convento de la Porciúncula [NT: cabaña en la zana de Santa María de los Ángeles donde habitaba san Francisco de Asís] había una higuera y en ella cantaba una cigarra. Un día, el Santo, sacando la mano por la ventana, la llamó y le dijo:

–Hermana cigarra, ven.

Y la cigarra abandonó las ramas de la higuera y al instante se paró en la mano del Santo. Entonces éste le ordenó:

–Canta, hermana cigarra, canta y alaba al Señor.

Y la cigarra comenzó a cantar, y no cesó de cantar sino hasta que el Santo le dijo que volviera a la higuera.

Desde entonces todos los días, cuando el Señor abría la ventana de su celda, venía la cigarra. San Francisco la acariciaba y hablaba con ella.

Al cabo de días el Santo dijo a sus compañeros:

–Demos ya licencia a la hermosa cigarra para que se vaya a otra parte, pues no es bueno que nuestros oídos tengan tanto placer.

San Francisco le ordenó a la cigarra que se fuera a otra parte. Y la cigarra no volvió más.

Una avecilla marina

NAVEGABA san Francisco en un lago cercano a Greccio [NT: lugar donde se halla la gruta donde san Francisco de Asís representó el nacimiento de Cristo la noche de Navidad de 1223) cuando, de pronto, el pescador que guiaba la barca agarró una avecilla marina. La vio tan linda y airosa que se la regaló al Santo. Éste la tomó y después de acariciarla la invitó a remontar el vuelo. Pero la avecilla no sólo no quiso moverse, sino que, antes gozosa, esponjó sus plumas y se acurrucó en las manos del Santo como si estuviera en su propio nido. San Francisco le ordenó entonces que, por santa obediencia, abriera las alas y se fuera por el aire.

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