Cine
“Rímini”, en la Muestra
Hay que tomar en serio a Ulrich Seidl cuando se autodefine como pornógrafo social, pues su cámara, que no explota la sexualidad, sí exhibe el comportamiento pornográfico de su cultura.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Además de su carga histórica, Rímini es un centro vacacional de la Emilia-Romaña sobre la costa del Adriático plagado de centros de recreo, bellas playas y vida nocturna; ahí acude Richi Bravo (Michael Thomas) a trabajar como cantante de pop (Schlager), artista caduco que conoció mejores tiempos. Lo malo es que la temporada que le toca es en invierno, una ciudad helada y brumosa por donde deambulan, como fantasmas, los inmigrantes; además de sus números musicales, Richi completa su ingreso económico con servicios sexuales para su fila de admiradoras, turistas austriacas un tanto más que maduras.
Así retrata el austriaco Ulrich Seidl a este gigolo, cabello teñido de rubio, corte de los ochenta y abrigo de piel de camello, en Rímini (Austria-Francia-Alemania, 2022); el referente en el cine americano sería El luchador, la cinta de Darren Aronofsky, pero en Rímini la estética de la decadencia raya en lo monstruoso, y Seidl se vale de un estilo documental con el que expone, no a un solo individuo que trata de redimirse como en el caso de Miki Rourke, sino a toda una sociedad víctima de autoengaño con fantasías sexuales y económicas harto grotescas.
Rimini comienza cuando Richi regresa a su pueblo, en Austria, para asistir al sepelio de su madre. Seidl condensa la dinámica familiar con una incómoda secuencia donde el padre, demente senil, entona himnos nazis mientras Richi canta “Amore mio” para distraer la atención. Aparece también el hermano de Richi con parte de los mejores y más absurdos gags, pero Seidl decidió hacer una secuencia (“Esparta”) que se verá pronto. Este realizador austriaco, al que parece abusivo colgarle cualquier tipo de etiqueta, requiere de secuencias, dípticos y trípticos, como el de la célebre trilogía de Paraíso: Amor, Fe y Esperanza (Liebe, Glaube, Hoffnung); por amplias que sean sus tomas y un ritmo que recuerda la majestad de un elefante al que hay que darle tiempo a su caminar. Los voluminosos personajes imponen su presencia, se instalan en el cuadro y hacen su propia historia, extensa como ellos mismos.
No exento de crítica social, el cine de Seidl no puede reducirse a una mera denuncia de una clase y de un sistema de vida decadente; los protagonistas son víctimas de esa cultura que les promete placer y diversión, una felicidad que nunca llega, mientras tarde o temprano la realidad se impone, como en Paraíso… cuando las mujeres descubren que los africanos que se les acercan durante las vacaciones para seducirlas son meros prostitutos; o el pasado los alcanza, como la hija de Richi que llega a cobrarle cuentas; cuentas financieras de todo lo que no pagó en su manutención.
En Rímini, como en las demás películas del realizador, el humor sobra. El problema es que el espectador se siente cada vez más incómodo, hasta llegar a un grado de culpabilidad porque finalmente tanto esas mujeres obsesas y envejecidas, como el decadente gigolo tratando de ganarse la vida grabando imágenes de sexo explícito, son seres humanos que tratan de ir más allá de las convenciones sociales, y escapar a la moral para buscar una forma de felicidad inalcanzable.
Hay que tomar en serio a Seidl cuando se autodefine como pornógrafo social, pues su cámara, que no explota la sexualidad, sí exhibe el comportamiento pornográfico de su cultura.
Crítica publicado el 27 de noviembre en la edición 2404 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.